Santo o Remedio es un viaje entre la trova, la milonga, pero también toques de regional mexicano, tiene trip-hop, R&B, downtempo, es un viaje donde se puede apreciar lo que llamo pop experimental.
Rosas: renovando la trova desde la experimentación sonora
Harold Torres y "Desaparecer por completo": vivir sin la posibilidad de los placeres
"Lo más difícil fue investigar sobre la pérdida de los sentidos", dijo.
#Entrevista con Harold Torres, que este miércoles fue nominado en la categoría de Mejor Actor del Premio Ariel por la película "Desaparecer por completo" disponible en Netflix. @HaroldTorres9
— Revista Sputnik (@Revista_Sputnik) June 23, 2024
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Letrinas: «Pico de gallo con guayaba»
Pico de gallo con guayaba
Haydé Sicardi
La gruesa cobija de
tigre pesaba sobre las piernas y el torso de Tania. Pesaba tanto que en la
modorra, se sentía atrapada. Soñaba que la perseguían, que un ente alto y
oscuro la correteaba y que, aunque ella intentara correr, no podía porque sus
piernas se atrofiaban mientras algo denso y oscuro la consumía toda por dentro,
amenazando con derribarla como si se estuviera convirtiendo en piedra mientras
pretendía huir. A lo lejos, justo antes de que la oscuridad la engullera por
completo, la Tania piedra alcanzó a ver a sus compañeros de la escuela,
correteando y jugando, bailando una extraña música como poseídos. Los quería
alcanzar pero ella no se movía, el peso era demasiado, lo era todo. El ritmo se
intensificó, aumentó de volumen y Tania logró distinguirlo. Son las seis de la mañana en punto, anunció
sobre el intro del programa de radio la voz del locutor, las seis de la mañana en punto en San Quintín, Baja California.
Cuando
abrió los ojos, ya había sol. Durante la primavera, amanecía temprano en esa
parte de la península y no entendía porqué su papá tenía el afán de tapar a sus
hijos con las cobijas más calientes cuando llegaba y los encontraba dormidos,
que en realidad era siempre, pues salía de la planta de empaque tarde y solía
llegar a casa en la madrugada. La mamá de Tania trabajaba en la misma empresa y
cubría el turno contrario de su padre, ella salía de casa temprano en la
mañana, antes de que ellos partieran a la escuela y regresaba a tiempo para
hacer el relevo y la cena.
—¿Qué dejó ahora? —le preguntó su hermano al tiempo que
levantó la tapa de una olla de aluminio que se calentaba a fuego bajo sobre la
estufa. —Deja ahí, Diego —advirtió Tania, —mi mami quedó de llevar el guisado a
la reunión en casa de mi abuelita. —¿Y qué vamos a desayunar? —Diego ya traía
puesto el uniforme completo. Era un año mayor que Tania, así que cursaba la
prepa. Tania se había puesto la falda y la camisa de botones, aunque no se
alcanzó a fajar ni a poner las calcetas, los zapatos Mickey y el suéter
escolar, porque sus dos hermanitos despertaron. —Sírvele a los cuates del
desayuno que dejó mi mami en ese sartén y pues de una vez sírvete tú. —Mientras
decía esto, Tania peinaba a la cuata, que tenía seis años y el pelo hasta media
espalda. Sus tripas rugieron cuando habló sobre la comida. Diego dividió el
huevo con chorizo en tres platos, tomó tres tenedores y los puso sobre los
trastes, después los colocó frente a sus hermanitos y comió del suyo.
—Ya me voy —dijo Diego al terminar, limpiándose los restos
de comida y jugo de naranja con la manga del suéter del uniforme. —¿Tú los
llevas, verdad? —Tania miró alrededor al tiempo que terminó de dar la tercera
vuelta a la liga con la que sujetaba la cola de caballo en la parte trasera de
la cabeza de su hermana. —¿Quién más? —preguntó sin esperar respuesta, luego
soltó la cabeza de la niña y comenzó a fajarse la camisa a prisa, manchando sin
querer la parte donde sus dedos la tocaron, de gel con brillantina. —Órale,
flaca —le dijo Diego mientras raspó los restos de huevo del sartén sobre un
cuarto plato, porción que completó con un poco que quedaba de la suya, para
después sacar otro tenedor del cajón, clavarlo en el huevo tieso y ponerlo
sobre la mesa frente a ella. —Te miro al rato —le dijo, seguido de un beso en
la coronilla.
Tania apuró a los cuates para salir temprano. Sabía que
caminar con ellos era lento, que necesitaba tener cuidado, llevarlos de la
mano. El kínder le quedaba en camino a la secundaria, pero no podía nada más
dejarlos, necesitaba entregarlos con su miss, esperar a que entraran y decirles
adiós cuando voltearan a buscarla, sino lloraban y el asunto se volvía eterno.
Después de eso inevitablemente corría, tenía que correr, sino no alcanzaba a
llegar dentro del plazo de tolerancia y ya llevaba tres retardos; el siguiente
ameritaba suspensión. Eventualmente logró que sus hermanitos hicieran pipí, se
lavaran las manos y agarraran su lonchera, pero en camino a la puerta, se
tropezó con las botas de su papá, que dormía boca abajo sobre el sillón, aún
usando el uniforme de la empresa. El ruido lo despertó. —¡Eh! ¿Verónica?
—preguntó sorprendido, levantando levemente la cabeza, aún con los ojos
cerrados. —No papi, soy yo, Tania, vuélvete a dormir. —Tania, —abrió un ojo
—¿ya se van? —Sí, me llevo a los cuates y el Diego salió hace rato. —Mmm
—murmuró y volvió a recargar la cabeza sobre el cojín, —¿hay comida? —Sí,
recalentado de ayer. —Ah, ok —cuando parecía que se había vuelto a dormir y
Tania se disponía a abrir la puerta, lo escuchó decir detrás de ella —mija, no
seas malita, ¿me tapas?
Logró
entrar a la escuela antes de que cerraran la reja. Esperaba alcanzar a pasar al
mercadito de la esquina para comprar las guayabas que le encargó su mamá antes
de irse, pero no pudo y si no las llevaba, sabía que no se lo perdonaría. El
pico de gallo era la especialidad de su madre, lo hacía con cualquier fruta que
estuviera de temporada. A veces era pico de gallo de mango, otras de naranja o
incluso de fresa, cuando había sobreproducción del producto de exportación en
los invernaderos del pueblo y los gerentes le regalaban cajas a los empleados.
Pero esta vez tocaba de guayaba y ese era el favorito de su familia. —Si no hay
postre, no me reclamen a mí —escuchó que le dijo por teléfono a su tía la noche
anterior, —es responsabilidad de esta chamaca.
En la entrada se encontró con su mejor amiga, Bety, que
también llegaba tarde pero por razones distintas. Bety la agarró del brazo y
enganchó el suyo con el de ella. —No mames, me desperté tardísimo —le dijo
acercándose a su oído como si tuviera un sucio secreto, —anoche me dormí a las
doce viendo la de la Bruja de Blair. —¿Y no te dio miedo? —preguntó Tania, su
amiga se las daba de muy valiente pero al chile, era reculona. —No, claro que
no. La vi toda y después me quedé dormida. Me tuve que levantar en chinga
porque ya se iba mi raite, apenas alcancé a agarrar mi burrito. —La mamá de
Bety vendía burritos. Realmente no tenían la necesidad, pues sus papás eran
dueños de una farmacia, pero la señora pensó que sería buena idea poner una
canasta de burritos en la entrada. Los preparaba ella misma temprano en la
mañana mientras su hija se alistaba para la escuela y su esposo para el
trabajo. Los hacía de huevo con jamón, de machaca, de bistec ranchero y los que
más le gustaban a Tania, los de frijol con queso. Eso sí, las tortillas no las
amasaba ella misma, se las compraba a una vecina por docena. Así fue que a las
amigas se les ocurrió vender burritos en la escuela.
—Vas a ver que vamos a hacer un dineral —le dijo Bety
hacía ya varias semanas para intentar convencerla, —mi mamá es muy buena paga.
—Un día antes habían escuchado en la radio que su banda favorita daría un
concierto en Tijuana. —Tijuana está relejos, Bety —había argumentado Tania.
—Hay un camión que sale de aquí y te deja en la línea, no es nada. —Bety estaba
acostumbrada a viajar con su mamá para visitar a sus parientes que vivían en el
otro lado, así que sabía sobre eso, al menos más que Tania, que fuera de los
viajes a Durango para ver a la familia y el ocasional paseo a Ensenada para
hacer compras o para ir a la playa, nunca había salido del pueblo. Al final la
convenció y ahora, diario llegaban con variedad de burritos envueltos en trapos
dentro de la hielera portable que su amiga traía de casa. —El acuerdo había
sido este: la mamá de Bety, quien no dejaba pasar una oportunidad para enseñar
a la juventud sobre el emprendimiento y el valor del dinero, pondría los
burritos y ellas los venderían a cambio de una comisión. Eso sí, no debían
descuidar sus estudios, advirtió, porque eso es lo más importante. Cuando en
broma, les preguntó si preferían que les pagara con un porcentaje de la venta o
con burritos, Tania fue rápida en responder que en burritos, saboreándose la
tortilla de harina esponjosa rellena de los frijoles cremosos y humeantes
mezclados con el queso derretido. Bety le dio un codazo y su mamá se rio y dijo
—no se preocupen, les voy a echar burritos extra cada día para su lonche
—después volteó a ver a Bety y le guiñó un ojo, —en especial de frijolito.
Tania estaba a cargo de las cuentas y llevaba el registro
de sus ventas en un cuaderno marca Estrella que tenía la foto de un golden retriever en la portada. En pluma de tinta morada, escribía el día, en otra
columna, con tinta verde, el dinero que habían cobrado, luego en las siguientes
dos, con tinta azul y rosa, escribía cuánto de eso se iba para la mamá de Bety
y cuánto para ellas. Un día, a la hora del recreo, anunció a su amiga que ya
casi tenían lo de los boletos. Bety chupaba el borde de una bolsa de Ruffles
con chamoy que apretaba y torcía para sacarle hasta el último pedacito de
fritanga remojada en chile y limón. —Nos hace falta para el pasaje —se detuvo
para jalar aire con la boca, —¡ay wey! —agarró su lata de coca y sorbió el
líquido enchilada —ajá, digo, nos falta para el pasaje y los gastos. —Tania
sabía todo esto, ya había sacado un presupuesto. —Sí, no creo que nos alcancé
el tiempo vendiendo burritos. Necesitamos vender otra cosa. Y ya sabes, pedir
permiso para ir. —Quedamos en que eso sería al final. Primero el dinero. —Bety
no quería pedir permiso hasta que pasara la época de exámenes y encontrara una
manera de ocultarle a sus papás que había sacado cuatro en matemáticas. Tania
tampoco se moría de ganas de pedirlo porque sabía que lo más probable era que
su mamá no la dejara, pero tenía esperanzas. —Y si no, —concluyó Bety, sus
labios y la piel que los rodeaba teñidos de un rojo artificial —nos
escapamos. —Decidieron que venderían
quequitos de chocolate y de vainilla, y si aún así les hacía falta, recurrirían
a pedir prestado.
—¿Me
prestas un peso? —Bety nunca sentía pena, era algo que Tania le envidiaba.
Faltaban días para el concierto, aún les faltaban doscientos pesos y seguían
sin pedir permiso. Era ahora o nunca. Los niños del equipo de fútbol siempre
traían dinero para comprar lonche en la tarde, le había dicho Bety, por eso
ahora estaban en las canchas pidiéndoles prestado. —Ándale —insistió al portero
del equipo, —mejor cinco. —Tania caminaba detrás de ella y después de un rato,
entre risas, carrilla y más de un balonazo, había perdido la pena. Al final
lograron juntar el dinero que les faltaba y hasta se llevaron una invitación
para el cumpleaños del capitán del equipo, que iba en prepa y que sería esa
misma tarde. Quedaron en que a la salida Bety acompañaría a Tania a comprar las
guayabas para el pico de gallo, después se armarían de valor y llamarían a sus
papás del teléfono público que estaba afuera de la frutería para pedir el
permiso e ir a comprar los boletos a la farmacia San Cristóbal, que era el
punto de distribución selecto y la competencia de la familia de Bety.
El teléfono dio tono. Tania jugaba nerviosamente con el
cable que conectaba el manófono con el resto del equipo, mientras Bety, ligera,
pues ya le habían dicho que sí, que nomás le avisaran a sus tíos de Tijuana
para que fueran por ellas a la central, platicaba con dos chicas que eran
compañeras del hermano de Tania y que también querían ir al concierto. —Sí,
—les decía, —nos vamos a ir en camión y allá nos van a recoger unos novios que
hicimos en el chat. —Mientras alardeaba, golpeaba con sus rodillas la hielera
vacía que colgaba de su hombro, enrollando la correa y volviéndola a
desenrollar, haciéndola girar sobre su propio eje. Por el oído que no tenía
pegado al auricular, Tania escuchaba a su mejor amiga mentir, pero en lugar de
sentir envidia por su facilidad para hablar con quien fuera o fastidio por su
tendencia a inventar historias, sintió cómo sus pies se pegaban al suelo y
enseguida, sus piernas se paralizaban. —¿Bueno? —escuchó que respondió su mamá.
Tania arrancó en un monólogo, el que tenía anotado en una hojita de la Hello
Kitty que ya había hecho bolita tantas veces que las palabras se perdían entre
los pliegues de la hoja. —Y juntamos el dinero, amá. Vendimos los burritos que
hace la mamá de la Bety, quequitos de los que venden en la tienda de Toñita y
otras cosas así —no supo porqué pero le dio pena decirle a su mamá que le
habían pedido dinero a sus compañeros. —No necesitarían darme nada de dinero ni
tú ni mi papi. —Esta última parte era la que la tenía orgullosa. Sus papás
siempre hablaban de la falta de dinero y de lo caro que era todo, seguro se
sentirían orgullosos de saber que ella podía ver por sí misma. —¡Ay, Tania!
¿Cómo se te ocurre? Tú sabes que los viernes trabajo. —Claro que sabía, lo
sabía todos los días desde que habían nacido los cuates. Lo sabía cuando sus
vecinos se juntaban a jugar Nintendo y ella tenía que regresar a su casa antes
de que llegara su turno, para cambiarle el pañal cagado a su hermana. También
lo sabía cuando no podía ir a una fiesta porque su papá era el único adulto en
la casa y estaba tan cansado que dormía todo el día, y cuando su hermano sí
podía ir, aunque solo se llevaran un año y aunque ella sacara mejores
calificaciones, porque cómo se iba a quedar el Dieguito solo con los cuates. La
parálisis ya había subido hasta su cabeza y ella era de piedra. Antes de
colgar, su mamá le recordó sobre las guayabas. —No las vayas a olvidar, mija,
por favor. Ayúdame tantito. —Tania inhaló en el momento que escuchó la palabra "mija" y para el "tantito", el aire ya iba de salida, pero no era fresco, era
fuego y era puro, pues los vellos que recubrían la parte interna de su nariz,
ya lo habían limpiado de las partículas de polvo que flotaban en su pueblo todo
el tiempo, como si existiera en San Quintín una ráfaga permanente, que nunca
dejaba que la tierra simplemente se quedara en el suelo, no, hacía que lo cubriera todo, un musgo seco y
estéril, permanentemente contaminando las caras, los cuerpos y los planes de
sus habitantes. —Sí, mamá —respondió con
la voz más dulce que logró conjurar.
Después colgó y recogió del piso la bolsa con la fruta, apretando el
nudo de plástico en su puño hasta que dejó marcas rojas y palpitantes en la
palma de su mano.
Una
botella de doscientos mililitros de New Mix, seis Caribe Coolers, dos paquetes
de cigarros, tres empaques de papitas, tostilocos, gomitas con chile y cuatro
chocolates americanos. Para todo eso les alcanzó con su parte de la venta y lo
que habían pedido prestado. Y todavía les sobraba. —Al cabo no vas a ir al
concierto, —le había dicho Bety para convencerla de usar el dinero y verse
chingona pichando la peda —en dos semanas volvemos a juntarlo. —Claro que ella
sí iría, aclaró antes, con las compañeras de su hermano, las que acababan de
conocer, lo habían decidido mientras ella estaba al teléfono con su jefa. —Ay
Tania, —se había quejado cuando osó pedirle que no fuera y mejor viera el
concierto en la tele con ella, en solidaridad —pero si a mí sí me dieron
permiso, no es justo. Te grabo un video cuando canten la de Coqueta —dijo en un
intento por limpiar su conciencia, —es más
y te traigo una camiseta. —Luego su amiga sobó su hombro y buscó sus
ojos con una sonrisa que a Tania le apestó a lástima.
Pero ella no dijo nada. No insistió. Así como tampoco
insistió con su mamá por el permiso. Tania guardó silencio y apretó aún más la
bolsa con las guayabas que tenía ya rato cargando y que a esas alturas,
comenzaban a apestar.
Siguió a las otras cuando decidieron ir a la fiesta. También las siguió, en silencio y cabizbaja,
al expendio donde compraron las provisiones. Caminaron juntas cargando el botín
hasta que, antes de entrar a la casa, Bety la detuvo. —¿Qué pedo wey? —le
preguntó Tania, poniendo su mano sobre su brazo y notando un ligero temblor. —Te da miedo entrar, ¿verdad? —inquirió sinceramente. —Bety resopló, se soltó
del agarre de Tania y refutó —Claro que no. Tú estás agüitada por lo del
concierto, me cae que quieres irte a tu casa, ¿no? —aunque nunca habían estado
en una fiesta de prepa, Tania no sentía miedo, y a pesar de eso, con todos los
dientes, mintió. —Sí, amiga, mejor entra tú, yo le tengo que llevar las
guayabas a mi mami. —¿Van a venir o qué? —cuestionó una de sus acompañantes que
ya estaba adentro repartiendo la mercancía. Tania la miró, luego vio a Bety,
parada ahí con la bolsa de fruta pachichi colgando de la mano, con los zapatos
Micky enterregados y el suéter manchado de brillantina. —Bueno, —contestó —pero
si mi mamá pregunta, estoy contigo, ¿ok? —diciendo esto y sin esperar
respuesta, Bety corrió adentro hacia sus nuevas amigas.
El
teléfono dio tono. La señora de la casa respondió. Después Tania preguntó por
su amiga. —¿En serio no está? Pero si me dijo que iba en camino a su casa —dijo
en un tono de voz preocupado, el que mejor logró conjurar —a lo mejor tiene
miedo de llegar por lo del examen de matemáticas. —La mamá de Bety preguntó qué
sobre el examen de matemáticas. —Sí, pues con eso de que reprobó. —Hablaron
unos segundos más, en los que Tania expresó su interés por su amiga. —Ya sabe,
es que a mí no me gusta juntarme con los de prepa, son remalandros. —La mamá
le agradeció la llamada y por ser tan buena amiga para su hija, luego Tania la
escuchó tomar las llaves de su carro y por último, despedirse. Cuando colgó,
notó cómo la tensión en sus músculos aminoraba, pudo mover sus extremidades con
soltura y dio un brinquito para bajar de la banqueta. Antes de cruzar la calle,
giró y recogió del piso, junto al teléfono, la bolsa de plástico con fruta
mosqueada que había dejado hacía unos instantes, justo debajo de un rayo de sol.
Uno, dos, tres, uno, dos, tres, contaba Tania cada vez que
sus rodillas cachaban el rebote de la bolsa en camino a casa de su nana. Uno,
dos, tres contaba, luego soltaba la bolsa sin guardar cuidado y se tallaba los
ojos irritados por el polvo. Cuando finalmente llegó a la casa, abrió la bolsa
y metió la mano dentro. Sacó una guayaba que aún estaba inmadura, verde, joven,
arrancada del árbol antes de tiempo y haciendo fuerza con su puño, la aplastó
hasta que la pulpa y las semillas se desparramaron por las fisuras entre sus
dedos. —Guácala —se dijo a sí misma. —Tiró la plasta en el zacate de su nana, se
limpió la mano en el muslo desnudo y contó de nuevo, antes de tocar la puerta
—uno, dos, tres. Tres años para poder largarme de aquí.
Letrinas: «El olor de las gardenias»
JUEVES. VICTORIA ESTABA LISTA PARA
SALIR AL ESCENARIO.
Tenía los labios brillosísimos e hinchados de color rojo ardiente, y las tetas
operadas y espectaculares. Todas las demás áreas de su cuerpo, sí cumplían con
el cánon visual que ponía a los hombres como perros rabiosos. Janis, trabajaba
con ella en el Amadeo Night Club.
Bailaba en lencería delgadamente peligrosa y dominaba el arte del tubo como una
mariposa que se desliza por las hendiduras de un tornillo. El show de ella, le abría pista a la única
bailarina exótica que se desnudaba por completo y en partes, conforme los
guitarrazos eléctricos de Scorpions, con Still
loving you, y era, Victoria.
Los jueves se habían popularizado gracias a ella. Los hombres, que ya eran fieles a su show, lo bautizaron como «los jueves victoriosos».
Victoria también trabajaba como secretaria en un consultorio dental por las mañanas. Ya había comprado una camioneta y enganchado una casa pequeña de un piso. Se estaba haciendo de un buen ahorro, producto de sus desvelos y empeño físico; de trabajo arduo. Ya llevaba tiempo pensado en dejar el Amadeo.
Sabía que como cada jueves, iba a
llegar El Chino Moreno a llenarle los tacones de billetes, y le iba a mandar un
arreglo más de flores caras y exóticas, acompañadas de peticiones para tener
una noche a solas, con ella.
Él, era uno de los clientes que más
dinero le ponía alrededor de la correa de los altísimos tacones de charol
negro. Lo hacía con el suficiente tiempo, mientras ella bailaba despacio y
totalmente desnuda sobre su mesa. Contoneaba cada conjunto de sus huesos de
manera suave, como una víbora que se arrastra en un desierto, dejando perfectas
curvas en la arena.
El jueves anterior, El Chino Moreno le había enviado un frondoso arreglo de tulipanes, y en la tarjeta decía «Para Victoria: la más exótica de las flores salvajes. Deseoso de tener una noche contigo a solas. Quiero que seas mía. De: Damián Tzu, tu Chino Moreno». El jueves antepasado le había enviado un arreglo de ranúnculos de variados colores y su respectivo mensaje: «Para Victoria: Estas hermosas flores te pertenecen, ¿Te gustaría a ti, ser de mi pertenencia? Serás solo mía. De: Damián Tzu, tu Chino Moreno». El jueves pasado al antepasado, un precioso arreglo de flores de azafrán había llegado a su camerino, y en la tarjeta: «Para Victoria: estas flores son un recordatorio de lo mucho que me encantaría tenerte encima de mí. ¿Me concederás una noche? Quiero que seas mía. La tercera, es la vencida. De: Damián Tzu, tu Chino Moreno».
Damián Tzu, era descendiente de chinos. Sus ojos eran icónicamente rasgados, y su color de piel, muy morena. —Gracias, Chino Moreno —le murmullaba Victoria en el oído a Damián cuando terminaba su show y pasaba junto a él, para regresar a su camerino. A su paso, aprovechaba para recorrerle con sus uñas postizas de cinco centímetros, desde el hombro hasta la rodilla. Se mordía el labio superior con una sonrisa desdeñosa cuando lo volteaba a ver. Victoria no interactuaba así con ningún otro cliente, a pesar de que también le guardaban suficiente dinero en los tacones.
Ese jueves, antes de salir del camerino, Victoria dijo —¿Cuánto a que este pendejete ahora me manda unas orquídeas?. —¿Y si no, qué? —dijo Janis mientras se arreglaba frente al espejo del camerino que ocupaba casi toda la pared. —Está tan apendejado contigo ese güey, que no lo dudo hija —dijo mientras se ajustaba las copas del brasier lleno de lentejuelas azules. —Güey, ya dale pa sus chicles ¿no?, o se me hace que me lo ando echando yo, y le voy a cobrar bien cabrón —dijo— a la vez que observaba a Victoria directo a los ojos y se terminaba su cigarro. —Si me manda unas orquídeas hoy, neta que me largo con él en la noche… ya, a la chingada —dijo Victoria— y le dio una calada al cigarro de Janis. —Y si no, te vas a subir encuerada al cerro de la familia hoy, saliendo de aquí ¡perra! —contestó efusiva y extendió la mano. —Si ya me mandó todas esas flores bien pinches caras, ¿qué otras pueden seguir? Obvio orquídeas, ¡te la vas a pelar culera! —respondió— y selló la apuesta al responderle con su mano.
Terminó el show. Victoria se dirigió desnuda al camerino, como todos los jueves. En un brazo, se colgó la lencería que se había quitado. El olor de las gardenias le dio la bienvenida. —Ya te jodiste chula, ¿lista para encuerarte en el cerro?, —dijo Janis entre risas—. Victoria puso los ojos en blanco y se fue quitando todos los billetes que le había acomodado principalmente el Chino Moreno, en la correa de los tacones. A la vez que observaba el arreglo floral sin emoción en el rostro.
Viernes. 4:00 a.m. Iban en el carro de Janis rumbo al cerro de la familia. Habían preparado dos porros. Se estacionaron en la falda del cerro y subieron a la punta. Olía a árboles frescos. Veían el titiritar de las luces de la ciudad, mientras se iban pasando el porro. —Encuérate pues —le dijo Janis. Victoria la volteó a ver —Ay, no mames, claro que no. Ya equis, ganaste mamona —dijo—.
La torreta de una patrulla de
policía sonó. —¡Güey, aviéntalo y échale tierra, no mames, no mames!—,
escondieron el porro entre un miserable agujero que hicieron debajo de sus pies
con prisa.
—Policía Municipal. Permanezcan en el mismo lugar. Policía Municipal, vamos a subir —indicó un hombre, a través del altavoz.
El cerro de la familia, era conocido con ese nombre, porque era un cerro pequeño y muy accesible de subir. Estaba en las afueras de la ciudad, sin embargo, personas, personas con animales, y familias, iban y hacían ejercicio, o paseaban, casi siempre por las mañanas.
Dos policías subieron. Eran dos hombres, uno gordísimo con predominante papada, y con el cabello corto, ralo y claro. El otro, era moreno, delgado y chaparro, y tenía un débil intento de bigote en las orillas de los labios. —Buenos días, señoritas ¿cómo las trata la madrugada? Andan muy solitas ¿no? —dijo el gordo—. Ellas permanecieron en silencio. El moreno sacó su pistola, era un arma corta. —Tienen que tener cuidado, porque hay gente peligrosa a estas horas —los dos se empezaron a reír pelando los dientes. —A ver, ¿lo hacemos rápido y fácil?, ¿o no? ¿Quién me la quiere chupar primero? —dijo el gordo—. El moreno se acercó a Victoria —ssssssuy!… qué buenas tetas tiene esta, Padrino. Se ve que le gusta darle duro. Yo digo que esta primero, oficial. Y después de ti, voy yo apá.
El gordo le tocó los senos a Victoria con las dos manos, los apretó con enjundia, luego la empujó hacia abajo ejerciéndole fuerza en los hombros, y la puso de rodillas. Mientras, el moreno vigilaba a Janis apuntándola con su pistola de forma discreta, a la altura de su cadera. Ella permaneció con la cabeza agachada y en silencio. Le corrieron algunas lágrimas mudas.
Aparte de las ramitas de los árboles rozándose entre sí, el sonido de ahogo mezclado con chasquidos de saliva y falta de respiración, y los gemidos de placer del gordo, era lo único que se escuchaba en el cerro. Sin dejar de apuntar con la pistola, el moreno sacó su celular y grabó el acto sexual. Tuvo cuidado de no encuadrar la cara del gordo.
Un automóvil se aproximaba al cerro. El gordo retiró la cabeza de Victoria de su pene, con un brusco jalón de cabello que la hizo perder el equilibrio y cayó de sentón. Se abrochó el pantalón a la vez que bajaba apresurado por el cerro, junto con el policía, para subirse a la patrulla. Victoria empezó a vomitar.
El siguiente jueves, una manta colocada encima de la puerta principal del Amadeo Night Club, anunciaba: «¡HOY!, último jueves ardiente, jueves victorioso. Siente la soberbia del placer. Abrimos puertas a las 7:00 p.m.».
En el camerino, Victoria se delineaba con mucho cuidado y pulso los labios. —A mí también me dan ganas de renunciar ya de toda esta mierda —dijo Janis. Victoria se inundó los labios con un gloss rojo ligeramente transparente, —¿cómo me veo? —dijo— y le modeló sus tacones altos de correa, junto con unos ligueros de red que se sostenían de dos líneas gruesas de encaje, que a su vez, eran parte de un cinto que le rodeaba la cintura. Una tanga y brasier semitransparentes, intentaban cubrir sus partes íntimas. —¡Te ves súper! —dijo Janis—.
Tocaron dos veces a la puerta —¡Cinco minutos para salir Victoria! —gritó un hombre. Victoria se colocó por último, una larga capa negra de seda, y la amarró con un moño en su cuello.
Un empleado del Amadeo, llegó al camerino con una caja de regalo grande, del ancho de sus hombros. Era de cartón grueso y estaba atada por un listón rojo y elegante con un moño encima, —Victoria, te mandaron esto —dijo— y sus ojos preguntaron dónde la podía colocar. —¡Ay!, gracias, ponla aquí sobre el peinador —y le hizo espacio— ¿quién la envío?. El hombre dijo que no sabía y salió del camerino. —Obvio el Chino Moreno, ¿quién más? —dijo Janis—.
Victoria jaló una de las puntas del moño, y las cuatro caras de la caja cayeron hacia los lados exhibiendo un arreglo con treinta rosas negras y olor a excremento. —¡No mames! —dijo Janis— y se hicieron para atrás. Janis se tapó la nariz. —¡Saquen esto de aquí! —empezó a gritar en la puerta—. Victoria se quedó paralizada viendo el arreglo. —¡Saquen esto de aquí! —volvió a gritar Janis—. Uno de los empleados del bar, llegó —¡Huele a mierda! —dijo con disgusto, —¡sácalo de aquí! —volvió a decir Janis. El hombre cerró la caja con asco y se la alejó del cuerpo. —Ya tienes que salir Victoria —le dijo antes de salir del camerino.
—Tengo miedo —le dijo a Janis—, y salió al escenario.
Unos 12 hombres estaban en el lugar cuando Victoria salió cubierta del cuello a los pies por su capa vampirezca de seda negra. Still loving you de Scorpions, que ya era su leitmotiv, sonaba muy fuerte, mientras ella recorría la tarima con pasos lentos y firmes. Empezó a acariciar el tubo. Las luces de neón rojo le pintaron el cuerpo y el cabello por completo, y luego, desapareció entre una nube densa de humo que expulsó una máquina que formaba parte del escenario. Durante la primera estrofa, el humo comenzó a disiparse y lentamente Victoria fue apareciendo, ya sin la capa. Time, it needs time, To win back your love again, I will be there, I will be there. Love, only love, Can bring back your love someday, I will be there, I will be there. Empezó a recorrerse el cuerpo con sus manos, a la vez que volteaba a ver a los hombres con ojos pícaros.
Era el último día de Victoria. Lo había decidido por lo que sucedió en el cerro aquella noche. Ese día, no hubo show antes del suyo, y le había pedido a Janis que la acompañara. Estaba segura de que en su despedida, iba a salir con más dinero que en otros días.
Seguían entrando hombres al bar. Entre ellos, el Chino Moreno. Se sentó en su mesa reservada de siempre, justo frente al escenario, en medio de lo ancho del bar, donde la simetría le beneficiaba a la vista.
Victoria lo vio y se puso nerviosa, pero siguió con su show y evitó mirarlo fijamente como siempre lo hacía. La gran estrofa que tiene el primer guitarrazo de la canción, fue la señal para desnudarse. Esta vez, caminó a un costado del escenario. Mientras se quitaba la lencería le sonreía con desdén a los hombres que tenía cerca, quienes ya le empezaban a poner billetes enrollados en las correas de los tacones. El Chino Moreno le aventó un cenicero de vidrio justo en la cabeza y le abrió la frente. Empezó a sangrar. Se llevó sus dos manos a la herida para detener la sangre y se sentó en el filo de la tarima, después de sentirse mareada. Varios hombres se acercaron para auxiliarla. Entre tantos brazos queriendo ayudarla, la música alta y la luz roja, había manos que también le agarraban los senos. La música de Scorpions, seguía su curso. El Chino Moreno se subió a la tarima y llegó hacia Victoria por un costado. Le dio varias patadas en la cadera y le gritó —¡Te dije que eras solo mía, puta!
«Conversaciones» de Carlos Alfieri
Para lograr una buena entrevista hay que estar en los lugares indicados y en los momentos indicados, no hablo de una cuestión de suerte sino de buscar a los personajes con los que quisiéramos platicar para desarrollar una conversación. En pocas palabras: hacer periodismo.
Para ello, hay
que seguirles la pista a los escritores, en este caso, Conversaciones de Carlos Alfieri, es un libro que contiene seis entrevistas a seis maestros contemporáneos, de distintos estilos, cada uno con
profunda obra: César Aira, Guillermo Cabrera Infante, Roger Chartier, Antonio
Muñoz Molina, Ricardo Piglia y Fernando Savater.
Sin lugar a
dudas, la lista es variopinta y no podríamos decir que las entrevistas se
desarrollaron porque los autores pertenezcan a una escuela o que compartan un
estilo en común. La diversidad es lo que convierte a esta publicación en un
libro valioso, inteligente y desenfadado. Por otro lado, leer a escritores que
desafortunadamente han fallecido le da una vitalidad diferente a su obra.
Mientras que Aira
apuesta por convertirse en una máquina de escritura; Savater continúa su
trabajo pedagógico cercano a la filosofía; Cabrera Infante nos dice por qué
decidió continuar escribiendo en español a pesar de vivir mucho tiempo en
Inglaterra, comunicándose en inglés.
Y, por supuesto,
aparecen las largas y entrañables reflexiones en torno a la literatura, al
lector y al escritor que caracterizan el pensamiento de uno de los
escritores-teóricos más importantes de los últimos 20 años: Ricardo Piglia.
Por su parte,
Antonio Muñoz Molina, hace un recorrido histórico en el que el libre albedrío
del ser humano nos sigue sorprendiendo porque, con horror o con virtud,
observamos una cantidad de errores que se repiten no sólo en el siglo XX, sino
que nos alcanzan hasta el XXI. Roger Chartier, desde su labor de historiador,
nos habla de la importancia de la escritura para desarrollar la Historia.
Otro elemento
valioso de este libro son las breves disertaciones sobre el periodismo y sobre
la relación que el entrevistado y el entrevistador guardan. En apenas tres
páginas, Carlos Alfieri nos dice que prefiere llamarle “Conversaciones” a
“Entrevistas” a los textos que se presentan. Y con ello construye una poética
personal, si se me permite el término:
Prefiero denominarlas conversaciones, más que entrevistas, por su tono
calmo, carente del apremio que imponen a menudo los estrictos límites del
tiempo concedido por el entrevistado; por la intención de abordar con la mayor
extensión y profundidad posibles los temas tratados, por la voluntad de
transitar con libertad por territorios no delimitados de antemano y de
trascender las cuestiones más subordinadas a la actualidad periodística (p. 9)
Reflexión que,
sin duda, comparto pues el periodismo actual ha perdido espacio para las
entrevistas largas, de fondo. Es muy complicado encontrar en un medio impreso o
electrónico entrevistas de largo aliento. Pareciera ser que éstas están
destinadas exclusivamente a los libros.
Las charlas que
integran el volumen fueron realizadas entre 1997 y 2007 –nótese la década de
trabajo periodístico– en España, aunque publicadas tanto en nuestro continente
como en el viejo.
Versiones más o
menos completas aparecieron en Revista de
Occidente, Cuadernos
Hispanoamericanos y Claves de Razón
Práctica.
Continuando con
la relación entrevistado-entrevistador, Alfieri reflexiona este binomio como un
trabajo arduo, de donde él sale bien librado pues es notorio el conocimiento de
la obra de cada uno de sus entrevistados. Cuando Carlos apunta sobre por qué llamarle
conversaciones y no entrevistas nos ofrece una respuesta sobre la relación
arriba señalada:
Porque rehúyen apelar a algunos recursos que caracterizan una forma
generalizada de practicar la entrevista: el excesivo protagonismo del
entrevistador, el diálogo concebido como un combate con el entrevistado, el
chisporroteo ingenioso y superficial, la réplica efectista. Habría que agregar
que no pocas veces estos estilemas están acompañados por una insolente
ignorancia acerca de lo que se está hablando (p.10)
Nuevamente
comparto lo expresado por Alfieri pues si bien es cierto que debe de haber
empatía con el entrevistado, no se debe de caer en fanatismos que nublen la
visión de quien va a realizar las preguntas, pero tampoco considero que el
entrevistado deba llegar con el cuchillo entre los dientes a refutar cada una
de las respuestas de su interlocutor. Todo equilibrio nos dará una buena
proporción, en donde no haya exceso de protagonismo del entrevistador, lo cual
conlleva a un estudio serio de la obra de quien se sentará frente a nosotros.
Carlos Alfieri logra construir excelentes preguntas en donde logra llevar la conversación hacia temas complicados, pero que transcurren con normalidad. En ocasiones, los entrevistados se notan sorprendidos por las preguntas y eso permite que la respuesta sea más que un dato curioso.
Para mostrar el
trabajo periodístico y el genio de las respuestas, dejaré tres ejemplos de
cuestionamientos con lo que le dijeron. En el caso de César Aira sobre Juan
Rulfo:
¿Y el trato gélido que le dedica a Juan Rulfo?
Aprovecharé que no estamos en México para hablar impunemente mal de Rulfo.
En México no podría hacerlo: me echarían inmediatamente del país. A pesar de lo
que diga mi amiga Nuria Amat, que lo ama tanto, a mí no me gusta esa actitud
que ha tenido Rulfo (y que han tenido otros) de hacer una obra, pulirla hasta
que les quede bien, hasta que sea perfecta, y después vivir el resto de su vida
de los réditos de esa obra.
Me parece que una actitud más generosa de un escritor es seguir escribiendo
hasta que no pueda más, hasta cuando empiece a chochear. Escribir hasta reventar
y seguir escribiendo, ¿qué importa escribir bien o escribir mal? ¡Qué actitud
mezquina es ésa de cuidar el prestigio! Quizás, o seguramente, Rulfo no lo hizo
por cuidar su prestigio. Él quedó bastante mal y tal vez no pudo escribir más.
Pero no sé, esos dos libritos, que he leído y admirado, quedan en una
admiración un poco estéril, creo. (p. 50)
O el
cuestionamiento a Ricado Piglia:
Ha escrito que “la crítica es la forma moderna de la autobiografía”. ¿Por
qué?
Por lo que yo recuerdo que quería decir en ese texto, es la idea de que uno
en realidad escribe sobre lo que ha leído, o mejor, cree que escribe sobre lo
que ha leído y en realidad está escribiendo sobre su vida y sobre la manera en
que esas lecturas lo han transformado.
Me parece que algo de eso hay ya en algunos de los grandes textos
autobiográficos, como En busca del tiempo
perdido, de Proust, que también es un texto donde se entrelazan los libros
que él ha leído y la historia de su vida. (p. 83)
La mezcla entre
escritura y política de Guillermo Cabrera Infante:
¿Cómo hace política un escritor?
¿Escribiendo, militando en un partido o en un movimiento?
Los escritores no debieran meterse en política. La única vinculación
posible entre un escritor y un político es que los dos trabajan con mentiras.
El problema es que la política implica una proyección pública y el escritor
tiene una ventaja: que puede escribir y puede publicar, y por lo tanto sus
opiniones privadas se hacen públicas con mayor o menor fuerza, lo que no indica
que sean acertadas. Al contrario, creo que los políticos aciertan más que los
escritores, a juzgar por los escritores de este siglo.
H. G. Wells, que era uno de los hombres más inteligentes de la literatura
inglesa, dijo en 1928, hablando de un viaje a la Unión Soviética que habían
hecho los esposos Webb, fundadores del Partido Laborista: “Curioso matrimonio,
que fue a observar un fenómeno cuando ya no existía”. Pero en 1943 él visitó la
Unión Soviética, y nada menos que para entrevistar a Stalin, y no fue nada
crítico en su entrevista. Entonces este escritor tan veraz y respetable
incurrió en todos los crímenes de su época. (p.150)
*Conversaciones de Carlos Alfieri. Katz Editores, 2008.
Adriana Paz y su "Epifanía" en "Emilia Pérez": es la encarnación del amor
Cinetiketas | Jaime López |
"Es de esas personas que como hay un montón en nuestro país, que salen todos los días, atraviesan la ciudad para llegar a sus trabajos, pero a pesar de todo, no pierden la esperanza (...) Por ahí, alguien la describió cuando vio la película en Cannes como la encarnación del amor, que es un poco lo que viene a representar en la vida de Emilia Pérez", explicó.
"Uno como actor tiene que ser observador de tu realidad y de ti mismo, porque ha habido momentos en los que he estado en la lona (...) Es un personaje que puede ser de pronto, un poco inocente, pero no es tonto, y eso me encanta, las personas que no pierden la esperanza, a pesar de toda la malicia que han vivido", dijo.
"No es un musical que se quede vacío; las coreografías pueden ser muy oscuras", expresó.