Barbie libertaria, contra todo ideal rosa




Por Augusto XZ | 


El cine hollywoodense, muchas veces es pretenciosamente desdeñado con el cómodo y estéril argumento prefabricado de que es “comercial”, “superficial”, “insustancial”, “desechable”; sin embargo, puede entregar a las audiencias discursos tan relevantes como los del mal denominado por el público snob, “cine de arte”; toda película es arte, y cualquier relato cinematográfico puede hacer las veces de tribuna para emitir denuncias simbólicas contra las múltiples formas de violencia estructural presentes en nuestra sociedad; en casos como el de la Barbie de Greta Gerwig, con la audacia añadida de utilizar un tono ligero, irónico y digerible para el común denominador de la población; cual escritor que evita el uso de un lenguaje rebuscado, con la intención de hacerse entender, Barbie usa un lenguaje rosa para decir una verdad oscura.

Muchxs cineastas de esta época, más allá de cualquier intención superficial de no quedarse atrás en una tendencia o moda pseudoartística, a través de su obra, enfáticamente (re)presentan con diferentes propuestas estéticas, las manifestaciones de violencia que nuestra actualidad depara contra la mujer (violencia estética, física, verbal, psicológica, sexual, laboral, cibernética, financiera, etcétera), siempre con una denuncia adjunta para con la obsesión del hombre por el poder, el deseo de dominio sobre otrx(s), la tiranía que suele sobrecompensar las inseguridades del macho castrado, su absurda fijación anal por la acumulación de riqueza, la masculinidad tóxica, el falogocentrismo. En Barbie vemos un ensayo fílmico que, si bien abarca una perspectiva en pro de la emancipación femenina, no deja de lado la crisis de identidad por la que pasa un hombre tratando de encajar en el concepto de masculinidad propio de la modernidad.

Por otro lado, hemos visto ya en varias películas, cómo el salir de la caverna de Platón, viene acompañado de una suerte de abrupta crisis existencial; le ocurrió incluso a Buzz Lightyear, en Toy Story, al ver que solo es un juguete. En este sentido, Barbie no es una película nueva, no vemos un discurso nuevo, todo lo que pretende criticar este relato fílmico ya se había hecho pedazos en películas como Dogville, Anticristo, Fight Club, The Truman Show y Matrix; si algo hace diferente a la película de Barbie, no es su discurso anti-sistema de aspiraciones feministas, o acaso existencialistas, sino la forma en la que exuda el cinismo y la ironía característicos del cine posmoderno; el acierto de esta película es no tomarse en serio a sí misma y así algo que otrora se ha representado como una verdadera tragedia, pasa a ser una hilarante farsa; esta película presenta un desfile carnavalesco de coreografías satíricas lleno de personajes abominablemente estereotipados; Ken y Barbie, abren los ojos para descubrir que son vil indumentaria creada por una corporación; sus personas y sus estilos de vida, son parte de una falsa fantasía colectiva de felicidad supuestamente inagotable, basada en las aspiraciones consumistas del capitalista, estructuralista y paternalista sueño americano; en otras palabras, Barbie y Ken descubren a su manera que son juguetes manipulados por las manos invisibles del sistema.

El mundo rosa de Barbie, es de hecho una pesadilla en la que monstruosos imperativos sociales éticos y estéticos, tiranizan y sobajan a hombres y a mujeres por igual; quizá por eso Barbie y Ken no tienen genitales, porque independientemente de que los tengan o no, son esclavos ideológicos del mundo al que pertenecen; el vacío existencial, la crisis de identidad, la ausencia de un sentido de autorrealización, son afecciones que no saben de géneros.

En ese sentido, nuestra sociedad continúa siendo esclavista; si bien los grilletes de nuestros días son ideologías; las manos invisibles que nos doblegan, como señalaría Nietzsche, son ideas, y con suerte serán también las ideas las que nos liberen. Una idea neurótica propia de nuestros días, es la idea de que existe la perfección; la perfecta felicidad, la perfecta tranquilidad, la perfecta belleza, el enamoramiento perfecto para con la persona perfecta, la perfecta pulcritud de un alma sin pecados, etcétera; pero son solo vacuas obsesiones que pavimentan el camino hacia la perfecta insatisfacción con el mundo real. Es mejor desechar todo idilio, puesto que el mundo no es de color rosa; muchas veces resulta doloroso abrir los ojos de golpe y poner los pies en la tierra, pero de este modo es posible encontrar una felicidad que, si bien no será idílica, será auténtica; la perfección es síntoma de falsedad, y una felicidad perpetua sería insoportable; es posible encontrar una especie de martillo nietzscheano en la película de Barbie, y con el mismo, se logra esculpir a esa mujer de plástico, inhumanamente perfecta, como un personaje demasiado humano, lleno de angustia, anhelos y miedos, siendo el miedo más humano el miedo a morir; Barbie es una representación de la mujer tiranizada por la presión modernista de encajar en los conceptos de feminidad, belleza, felicidad, optimismo, moda, y todo un campo semántico enunciado por un logos masculino.

En efecto, los Ken también son parte del juego, el sistema patriarcal también esclaviza a los hombres; ser hermoso, amado, exitoso, deseado, reconocido y vivir felizmente, es una orden; quien no sea capaz de sentirse pleno en Barbieland, está jugando mal, debe tomar terapia y ajustarse al molde universal de sentido de autorrealización, porque incluso el diván se ha vuelto un aparato normalizador de la sociedad; Barbie da la impresión de llevar una vida perfectamente feliz, pero su fantasía color rosa se desvanece cuando se da cuenta de que un día va a morir, y quizás está desperdiciando su tiempo tratando de encajar en un concepto de felicidad que no proviene de su interior.

La Barbie de Greta Gerwig, resulta interesante porque toma un ícono de la cultura popular asociado a una representación hoy negativa de la mujer, y no lo pisotea con críticas precocinadas, sino que lo empodera y lo hace pasar por un viacrucis existencialista pleno de desengaño para resignificarlo; vemos a una Barbie libertaria en una aventura parecida a la de Neo en Matrix.

Tras ver que su “realidad” es falsa, y darse cuenta de que su vida carece de un sentido trascendente, ella entra en contacto, por primera vez, con el grisáceo y frío mundo real; al igual que Thomas Anderson, Barbie se vuelve en contra del sistema para el cual no era más que un eslabón autómata bailando la danza de la realidad al ritmo del autoengaño; la Barbie que vemos encarnada por Margot Robbie, busca romper con un estereotipo de feminidad, pero parte del mismo para deconstruirlo; se plantea la tesis (Barbie feliz y libre de preocupaciones), y en seguida surge la antítesis (Barbie en plena crisis existencial angustiada por saberse mortal). El dilema de Barbie, es una seria y antigua cuestión filosófica, ¿cómo vivir felizmente con la consciencia de que hay que morir? Sería insensato y reduccionista pensar que la tiranía ideológica de nuestro sistema está destinada exclusivamente para la mujer, también se tiene al hombre de rodillas y neurotizado, lleno de angustia, inseguridad y una ridícula urgencia por encajar en moldes superficiales de conducta “varonil”, y eso está retratado en el ingenuo Ken de Ryan Gosling.

Llena de referencias a otras obras fílmicas, Barbie es una película posmoderna hasta lo indecible; es un hipertexto que versa de la emancipación femenina, pero también es un recorrido por la senda del existencialismo, pasa muy cerca del rincón del postestructuralismo, y hace unas cuantas paradas en el nimio papel del hombre en su propio sistema patriarcal; en suma, esta película retrata con ciertas reminiscencias de romanticismo socialista la actual condición femenina en una sociedad estructural, hace de una desgastada crítica a los roles de género en un contexto capitalista, una fresca sátira al falogocentrismo que se encuentra en los cimientos de esa casa de muñecas que es el mundo supuestamente rosa de Barbieland; Barbie es una obra maestra porque es una película que descaradamente ríe del drama de sus personajes principales; resulta destacablemente irónico condensar en el logotipo de Mattel al capitalismo, y en Barbie y Ken, que representan al hombre y a la mujer, a dos de sus creaciones más defectuosas. Quizá sea momento de jugar con nuevas reglas.



"Desparecer por completo", de la nota roja a la silenciosa extinción de los sentidos



Cinetiketas | Jaime López |


Luego de comandar "Tiempos felices" y "Solteras", Luis Javier Henaine da un giro de 180 grados a su filmografía con "Desaparecer por completo", una película inscrita en un género diferente al que había abordado en sus anteriores largometrajes.

Así, el egresado de Ciencias de la Comunicación por la Ibero se adentra en el terreno de thriller con una propuesta escrita por Ricardo Aguado (autor de "Souvenir"), que aborda una temática poco explotada en el cine nacional: el vínculo entre brujería, periodismo y políticos.

"Desaparecer por completo" tiene como protagonista a un fotógrafo de nota roja, interpretado por el nominado al premio Ariel, Harold Torres, que, poco a poco, comienza a perder sus sentidos.

Ello luego de registrar en imágenes a un senador moribundo, hallado en estado de putrefacción, que, aparentemente, fue víctima de un trabajo de magia negra.

Desde el inicio de la historia, la comunidad aficionada a las obras de suspenso y terror agradecerán el universo morboso y oscuro planteado en el guion, en donde hay contundentes críticas sociales contra el amarillismo de los medios de comunicación y la banalidad con la que son informadas las muertes de seres humanos.

La trama se vuelve todavía más interesante por la carga psicológica que tiene el protagonista, quien recibe la noticia de que pronto se convertirá en padre, algo que trata de evitar a toda costa.

Enmarcada en atmósferas inquietantes, una característica esencial de los buenos thillers, y con un diseño sonoro sumamente destacable, "Desaparecer por completo" es una pieza atípica en la actual oferta de los cines comerciales.

Sin contar con un gran respaldo publicitario, la cinta ha llamado la atención, logrando ser recomendada de boca en boca y recibir una buena acogida entre críticos exigentes como Jorge Ayala Blanco.

No es para menos. La narrativa de la que echa mano es magnética, pues mantiene a la audiencia al filo de sus butacas a lo largo de todo el relato, uno que es desmenuzado con una precisión milimétrica.

Aunque "Desaparecer por completo" no indaga en el vínculo histórico entre política y nigromancia, genera una gran inquietud a flor de piel en el espectador, esto por su acertado retrato sobre la extinción paulatina y silenciosa de los sentidos de un hombre.

Lo anterior hace que uno revalore su integridad física, así como cada parte de su cuerpo. Imperdible, pero genera una sensación de paranoia al final de la proyección.


Letrinas: «Los años rodarán en el abismo»


Los años rodarán en el abismo

Elizabeth Lomelí

 

Don Eg sale del baño con los pantalones abajo, otra vez, y te preocupa que se vaya a caer. Es un paciente con demencia al que debes cuidar, de hecho, tú mismo le has puesto ese nombre debido a que “eg” es lo único que ha pronunciado durante un año entero. Vas detrás de él, lo detienes de los hombros, le pides que te permita subirle los pantalones y da pelea, da pelea como siempre, pero luego, al sentir que la ropa le cubre la piel otra vez, se relaja y se vuelve dócil. Le explicas que es hora de dormir. Le pasas una toalla con alcohol por esas manos sucias que huelen a orina. Lo ayudas a recostarse por fin. Ambos ven el reloj del buró dar las diez de la noche y sabes lo que va a pasar. Oyes el tono del himno nacional a palmadas, le das un poco de letra con tu voz y luego apagas la luz. Le das las buenas noches a la única figura paterna que has tenido. Cierras la puerta con satisfacción porque significa la salida hacia la libertad, aunque sabes que dentro de treinta minutos la alarma sonará y luego otra vez dentro de otros treinta minutos; esa ha sido tu vida los últimos cuatro años. Tienes veintiséis, odiabas vivir con tu madre, así que al tener la oportunidad de abandonarla y ganar dinero al mismo tiempo ni lo dudaste. Tenías experiencia cuidando personas mayores porque la facultad de enfermería te obligó a hacer prácticas en el asilo. Tenías más días malos que buenos, pero -al menos- cada día podías elegir ser el hijo de alguien. Cuidabas al ex marine Marvin Müller antes de que golpeara a las enfermeras, antes de que su familia considerara la opción de tenerlo en casa y, claro, antes de que se convirtiera en Don Eg. Aseguras que no extrañas la efusividad de tu madre, que te llamara “mi baby” o “solecito”, que en realidad solo piensas en tu abuela. Avanzas por el pasillo, llegas al sillón de la sala arrastrando los pies del cansancio y te dejas caer justo ahí, frente a la chimenea apagada. Observas el carbón como si fueran pedazos muertos de ti mismo. Han sido días largos. No has podido salir. Entrecierras los ojos, vas a ceder ante el sueño. Piensas que no tiene caso dormir, pero lo intentas. Finalmente está todo en silencio a excepción del ruido que hace el refrigerador trabajando a lo lejos. Recuperas tu vida por un momento. ¿Y sabes? En el fondo sí lo sabes. No debiste quedarte dormido. El sueño se convierte en parálisis. Tu cuerpo se ha rebelado y no responde más. Mueves los ojos atrapados por los párpados hacia todas direcciones intentando que sirvan como precursor de los movimientos habituales, pero no funciona, no vuelven. ¿Qué ser de otro mundo usará tu cuerpo? Te entretiene pensar que los demonios y los fantasmas existen, pero solo es Don Eg. Está frente a ti y no das crédito al verlo erguido con el pecho en alto, mirándote de reojo. Te dedica una sonrisa como si esperara que le dieras los buenos días a unos minutos de haberle deseado buenas noches. Te pide que escuches atentamente y luego te da una bofetada que te pone la cara roja y punza. Está hablando. Descubres que puede hablar. No solo eso, declama:

“Somos parte del todo, pero una parte diminuta y casi imperceptible...”.

Camina de un lado a otro en la sala, moviendo las manos, recto, con volumen impresionante, seguro, imponente, anormal. Dudarías de su identidad, pero esta vez tampoco lleva pantalones.

“Encontramos momentos en nuestro transcurso por la tierra en los que parece que somos importantes y vivimos de ellos. La ilusión de ser alguien digno de estar aquí es lo que nos crea enemigos. De alguna manera, si nosotros somos alguien…”.

Escupe a tus pies. Patea tu pierna derecha. Te da una palmada en la cabeza y otra en la mejilla. Está jugando. Tiene el poder. Te aterra.

“…Desterramos a otro de esa posición como si existieran pocos lugares. Competimos extendiendo nuestra bandera pirata esperando saciar la sed de sangre y coleccionar cabezas enemigas. ¡Y yo tengo tu cabeza en la mira! Pero seguimos siendo nada, muchacho. El sacrificio de pasar la vida intentando tocar terrenos inexplorados por nuestros semejantes va consumiendo… toda… toda… nuestra energía. ¡Energía que no tienes, mírate! Nacimos con los objetivos claros y con el paso del tiempo aprendemos a leerlos hasta ser capaces de declamarlos frente a un incrédulo vestido de blanco. ¿O no? ¿Tu trasero está cómodo en mi sillón? Estamos los dos para los dos. ¡Peligro! Pe-li-gro”. Es don Eg otra vez gritando desde su habitación. No grita peligro, grita sus letras habituales. Te levantas somnoliento, arrastras los pies. No vas a su habitación, vas a la de al lado, donde apenas duermes y adornas para recordar la vida que tenías. A tus amigos, tus pasatiempos, todo lo que has abandonado. Quieres tomarlo todo, meterlo en una bolsa negra y salir corriendo a los brazos de tu abuela. Hueles el incienso de mirra que dejaste por la tarde, te ayuda a inhalar lento y exhalar del mismo modo. La mirra entra a tu cuerpo y sirve de calmante. Te quitas la bata que le recuerda a Don Eg que no entraste a la casa para robar y te colocas el suéter que él te regaló cuando pasaste la primera noche en su casa. “Era mi favorita, muchacho. Le toca a uno más joven usarla”, fueron sus palabras aquella vez.

-Eeeeeeeeh- y la -ggg- arrastrándose te alcanzan. No lo piensas y te mueves con rapidez hacia él. Prendes la luz. Piensas en rentar en otro lugar, en vivir de un trabajo remoto y adoptar un perro. Quizás serías más feliz o al menos estarías tranquilo. Dormirías ocho horas o tal vez más. Podrías pasear al perro, quererlo como se debe y él te querría también. Cruzas la puerta. Le pides a Don que se tranquilice y levantas la cobija para descubrir lo que sospechabas, está mojado. El hedor penetra tu nariz y decides revivir la imagen del perro corriendo hacia ti. Don levanta la mano y te toca el brazo. Te da palmadas donde puede, son caricias a su modo. Le dices que estará seco pronto y él asiente con la cabeza. Sus ojos se llenan de lágrimas y te contagia. Levantas su torso simulando un abrazo, pero él se lo toma en serio y te aprieta. Vuelves a ser un niño, pero ahora te sientes seguro. Sacudes la cabeza renunciando a las posibilidades. Le das un beso en la frente por primera vez y te hace sentir raro. Le aseguras que no tendrá pesadillas, que soñará bien, pero te lo estás diciendo a ti mismo. Lo cubres con la cobija más suave que encuentras en el armario y la acomodas. Prometes que el desayuno le gustará. Quizás aún tengan harina, piensas. Y sí, no olvidarías comprar algo tan importante.

 

Elizabeth Lomelí. Mexicali, Baja California. Maestra y bibliotecaria. Estudió en la Facultad de Pedagogía de la Universidad Autónoma de Baja California. Cuando descubrió su gusto por los cuentos tomó cursos y un diplomado en escritura creativa, luego publicó dos en una antología local. Disfruta ver dormir a su gata mientras piensa en sus pendientes.

Letrinas: «Piel»


 Piel

Nicolasa Ruiz Mendoza


Fue el primer día de clases de la preparatoria que la conocí, a Sara. Había llegado ya empezada la clase y se paró bajo el marco de la puerta con su rostro redondo e inocente pidiendo disculpas al maestro para que la dejara entrar. Y mientras estaba ahí de pie con su presencia enigmática, todos la veíamos como si se tratara de una diosa a punto de hacer un milagro esperando que se decidiera por un lugar para sentarse. Se decidió por el pupitre junto al mío. Mi corazón retumbaba con tanta fuerza dentro de mi caja torácica que por un momento pensé que podría delatarme. Cuando al fin se sentó no tuve las agallas de voltear a verla para darle la bienvenida a nuestra ahora exclusiva esquina. Unos días después de convivencia, a la hora de salida me preguntó si fumaba. Fumar siempre me pareció un vicio estúpido. Le dije que no. Entonces nos paramos fuera de una tienda de autoservicio y le pidió a un chico con cara de bobo que le comprara una cajetilla de cigarros y unas cervezas. El chico compró los cigarros y las cervezas pero le pidió su teléfono y luego le entregó su celular para que lo guardara. Yo veía cómo Sara ponía su teléfono real, pero el chico resultó no ser nada bobo y marcó al teléfono para asegurarse de que no le estaba dando uno falso. Yo veía la situación como mera espectadora, sin nada qué aportar. Al final se sonrieron y el chico con cara de bobo se fue sin haber volteado a verme una sola vez. Supongo que lo tenía bien superado, eso de ser invisible.


Aseguró que nadie estaba en su casa antes de las seis de la tarde, así que nos repartimos el seis entre las mochilas de ambas y tomamos el camión. Me cedió el único asiento disponible, ¿qué mensaje ocultaría aquel gesto? Pensé. Ella se fue de pie agarrándose del tubo metálico sobre su cabeza, y yo la veía, seguro con la cara de tonta que se me ponía cuando me disociaba, su piel sudada y brillosa con los cabellos del flequillo pegados a su frente y sus ojos grandes atentos a la calle.


En un punto cruzamos miradas, y la esquivé volteando a ver al chofer que mandaba un mensaje con una mano mientras manejaba con la otra. Sentí pánico. Regresé la mirada, y ahora ella me veía con una sonrisita que hasta la fecha no logro descifrar del todo. Acostadas en su cama en medio de moronas de papitas que me picaban la piel y sándwiches mordisqueados, veíamos “Tetsuo; The Iron Man” la escena en la que el chico persigue a su novia con su pene en forma de taladro y me imaginé yo como el chico y a Sara como la chica corriendo y gritando. Dejé salir una risita perversa. Ella también se rio y voltee a verla. Sus labios rosas brillaban con residuos de saliva y cerveza, quise besarla. Pero todo esto parecía solo una fantasía lejana cuando empezó a rozar su dedo índice sobre mi brazo y al ver la piel erizada sonrió con esa sonrisa suya que me desarmaba. Se acercó y yo me dejé llevar por el ritmo suave y lento de su boca.


El aire caliente que salía por sus fosas nasales era un indicador de que esto que tanto había deseado estaba sucediendo en verdad y no en una de mis tantas disociaciones y fantasías. Con mucha delicadeza me fue quitando la camisa escolar y pasó su lengua por mis pezones endurecidos. Así fue bajando hasta mi entrepierna y yo sentía cómo ese líquido caliente y pegajoso iba mojando mi calzón de florecitas amarillas escurriendo por mi muslo. En otro movimiento no tan delicado solo hizo el calzón a un lado y me retorcí mientras sentía su lengua tibia sobre mi sexo hinchado. Una fuerza superior a mí me obligaba a poner mis ojos en blanco y gemir y gemir, pero no como en las pornos sino algo así como un llanto ahogado, algo que duele y gusta a la vez.


Nunca había sentido todas esas cosas y ella me lanzaba una mirada salvaje con sus ojos grandes desde mi entrepierna haciendo geometría con su lengua que escurría saliva y ese líquido pegajoso y transparente. Desnudas sobre sus sábanas aún llenas de papitas picándome el culo, su celular vibró junto a ella con un mensaje y cuando lo terminó de leer dejo salir esa sonrisita maquiavélica que me provocó un espasmo en el estómago tan abrupto que tuve que poner mi mano sobre mi pecho.


De pronto la desnudez se me volvía pesada, no quería seguir con mi sexo expuesto sobre sus sábanas con moronas de comida chatarra. Me disponía a quitarme una papita clavada en la nalga cuando su mamá, una mujer bajita y amargada abrió la puerta de golpe haciéndonos brincar de la cama tapándonos la desnudez con las manos. La mujer pegó un grito y cerró la puerta. Sara y yo nos vestimos en cuestión de segundos. Al salir de su habitación, su madre estaba sentada en el comedor fumando un cigarrillo que casi se acabó de dos caladas. Hice un gesto de querer despedirme pero Sara me paró en seco, me dijo que nos veíamos en la escuela. Tomé el autobús de regreso, el rostro pulsando de tanto sonreír. Al día siguiente Sara no fue a clases ni el resto de la semana, tampoco contestaba mis mensajes ni llamadas. Ese nivel de ansiedad solo lo había sentido la primera vez que mi padre pasó por mí a casa después del divorcio. El maestro informó a la clase que Sara ya no vendría más a la escuela. Una sensación de vértigo, como cuando te despiertas en medio de un sueño en el que caes.


Durante el trayecto en autobús a casa sonaban en la radio las estrofas de esa canción: Notice me, take my hand, why are we, strangers when, our love is strong?”. Una patada invisible al estómago, otra a la cabeza y cuando la canción terminó yo berreaba como un niño en medio de gente sofocada por ese calor seco que te hace pensar en las llamas del infierno y el aire acondicionado que no daba para más. Una señora sentada enfrente con demasiado rímel y delineador negro me dijo en su voz ronca: “Eso niña, sácalo todo para que se aclare esa cabecita hermosa”.  Y mientras me limpiaba las lágrimas y los mocos con el dorso de la mano, el autobús se detuvo frente al semáforo en rojo. Miré a la calle y ahí estaba, Sara en su uniforme nuevo con el cara de bobo. Cruzamos miradas una vez más y su sonrisa se borró por completo, tomó a cara de bobo de la mano y se alejaron caminando. Como si yo fuera un fantasma que se negaba a aceptar haber visto. Como si fuera invisible.





Nicolasa Ruiz Mendoza (1991) es una cineasta, guionista y productora mexicana. Estudió Medios Audiovisuales en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Su tema principal como artista es su relación con Mexicali, una ciudad fronteriza desértica en el noroeste de México. En 2014 ganó una beca para realizar un programa de intercambio con la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) para estudiar en su escuela de cine durante un semestre en Bogotá. Sus primeros cortometrajes, JR (2019) y Obāchan (2020) ganaron fondos federales para producciones como PECDA e IMCINE. Su proyecto Lo Raro, fue seleccionado en la categoría Contenido Episódico del Gabriel Figueroa Film Fund dentro del Festival Internacional de Cine de Los Cabos 2019, ganando el premio al mejor proyecto en desarrollo por la agencia Art Kingdom, y en 2020 ganó el premio al mejor guion en el Festival de Cine ANIMASIVO. También participó en CATAPULTA, FICUNAM 2021, IFAL 2021, VENTANA SUR Punto Género 2022 y THE WRITE RETREAT 2023. Guion Guadalajara Talents (2022), ganador del premio Cine Qua Non Lab para revisión de líneas argumentales 2023. En 2022 produjo el largometraje de Omar Rodríguez López “Luna rosa” ahora en postproducción. Recibió el Fondo de Desarrollo IBERMEDIA a finales de 2023 para escribir el guion de su primer largometraje de ficción, Lo Raro.


"Días perfectos", una oda a la paz interna y el regreso de Wim Wenders




Cinetiketas | Jaime López |


Sencilla, pero entrañable narrativa sobre la cotidianidad, que contagia un enorme sentimiento de esperanza a las y los espectadores, así podría definirse en unas cuantas líneas a "Días perfectos", la nueva película de Wim Wenders, que representa su regreso a la dirección después de un lustro sin actividad.

Postulada en la categoría de Mejor Película Internacional de los recientes premios Oscar, el filme en cuestión sigue la rutina de un hombre de mediana edad, que es feliz aseando los baños públicos de Tokio.

Ello se percibe a través de la pasión y detalle que le imprime a su oficio, pues se ha hecho dueño de un enorme kit de limpieza para dejar radiante cada espacio de su itinerario de trabajo.

En su rutina, el protagonista tendrá una serie de encuentros fortuitos que le producirán una amalgama de sentimientos con los cuales la audiencia podrá identificarse fácilmente.

He ahí la clave de Wenders para causar una emotividad a flor de piel entre el público, pues su más reciente producción renuncia a cualquier artilugio o recurso barato para provocar empatía hacia la historia contada, una que puede protagonizar cualquier persona.

A eso hay que sumarle el tino del realizador y su coguionista, Takuma Takasaki, por crear un protagonista parsimonioso o silencioso, que funge como una especie de observador y filósofo del mundo a su alrededor.

Interpretado magistralmente por Koji Yakusho, el estelar de "Días perfectos" es reflejo de la filosofía Zen, aquella corriente budista que exalta la meditación.

De ese modo, el personaje central disfruta la danza de los árboles que tiene cerca de él cuando degusta su almuerzo o no tiene empacho en ocultar su sonrisa cuando ve a su "crush" cantar o ama cada sorbo que le da a su soda cada vez que sale a trabajar.

En resumen, la "perfección" que Wenders traza en su trama no tiene que ver con una falsa búsqueda de la felicidad eterna o con la toxicidad positiva que actualmente se promueve en la cultura occidental.

Es un concepto más profundo, que tiene que ver con disfrutar los momentos únicos de la vida, el día a día, el ahora, porque como dice el estelar en un diálogo de la película, nunca se sabe cuándo será la próxima vez.

Un atractivo más de "Días perfectos", producida por Japón, es su banda sonora, que se conforma por clásicos de Estados Unidos, entre los que destaca la melodía homónima de Lou Reed o la emblemática "Feeling good", de Nina Simone.

Finalmente, los personajes secundarios, como el ayudante del estelar o su sobrina, son un plus en la película de Wenders, que le aportan una frescura innegable. Su aparición representa a esos seres que se cruzan en nuestra existencia para hacerla más dichosa.




Letrinas: Gente tan posible



Gente tan posible

René Rojas González

 

¿En qué puto momento se me ocurrió andar de revoltoso, caray?, se flagelaba Christian, mientras lavaba los trastes. Quería echarle la culpa un poco a su papá y sus libros comunistas setenteros-ochenteros. Ay, pinche librero, se dijo de repente. No, no es por ahí, pensó, aunque la pregunta le desbloqueó el recuerdo de un quever con El Estado y la revolución de Lenin. Laberinteando, de vaso a plato, de plato a taza, de taza a jabonadura, se forzó un tanto a creer que un "en el socialismo no hay crisis" de un libro de la prepa le había gatillado todo, pero, ¡na!, se decía, no era para tanto.

Siguió zigzagueando. Lo tomó desprevenido recordar un momento que parecía ajeno a lo que venía rascando (y que hace algunos años todavía le incomodaba). Fue una vez con su mejor amigo de la uni a una conferencia de consagrados profesores marxistas. A la salida, Christian comenzó a balbucear alguna duda a un asistente que sus azules, mezclillas, lentes y coleta bien amarrada y lacia lo titulaban de antropólogo-militante-orador en círculo de reflexión. El Compañero, acompañado de otros Compañeros, respondía, claro, con natural desenvoltura. Terminando el cruce, en un instante, el amigo le dijo convencido: "no les hagas caso. No te conviene juntarte con ellos". Y ahí va San Pendejo, sin preguntarse siquiera "y bueno, ¿como por qué no hacerles caso?". ¿Qué otra historia habría comenzado ahí?, se preguntaba ahora Christian haciéndose los ojos chiquitos y medio viendo para arriba, mientras sus manos ya estaban en reproducción automática.

Le extrañó seriamente no encontrar razón para que apareciera este lo que no fue en medio de lo que buscaba, hasta que se dio cuenta que el episodio estaba incrustado en una temporada muy particular. Mucha gente en la calle..., indígenas luchando..., atinó a aterrizar, en el mismo momento en que salvaba de ahogarse a algunos cubiertos. Los utensilios emergían con escenas que tenían una agradable consistencia corporal: gente tan posible, tan real, tan fresca. Sí, tan fruta prohibida, se achacó, para luego soltarse una condena: la muerdes y pierdes el paraíso del conformismo, eres enviado al purgatorio de los zombies de las causas justas, extasiados por ya no vivir por ellos mismos.

Mientras pasaba enjuagada la recurrente y pesada olla exprés al escurridor, Christian notó que si no era con el Compañero de la coleta, la mordida iba a ser poco después. Este callejón le hizo creer que, si era uno quien se convertía en zombie, era la fruta prohibida la que lo mordía a uno. Se sonrió con una ligera exhalación por la nariz. Pero casi de inmediato, cuando lavaba con cuidado el filo de su cuchillo cebollero, le brincó un ¡no!, rotundo, con gesto reparado y cabeza yendo de izquierda a derecha y viceversa: esa gente tan posible nunca me pidió que viviera por ella, se dijo primero, sintiendo una incisión deslizante en la corteza cerebral. Ellas y ellos tan llenos de vida para defendérsela como les salga y uno tan muerto por quererles vivir su vida, sentenció después, disimulando una torsión en el abdomen, como de punción profunda y benevolente.

Nada digno de tumbarlo, Christian acabó de lavar con la formalidad acostumbrada: se enjuagó las manos, cerró la llave (la de la fría para dejar la caliente a otros), las escurrió simétricamente con los dedos pegados y firmes hacia abajo para aprovechar la gravedad, tomó el trapo de secar que previamente dejaba colgado en la manija de la estufa (rápidamente para evitar cualquier escurrimiento en el piso de la cocina y no hacer patas), se secó las manos pasando cuidadosamente el trapo entre los dedos y lo colgó extendido y simétrico de nuevo en la manija de la estufa. Volteó hacia el escurridor y admiró el casi descomunal montículo de trastes imposiblemente sostenidos secándose, como artista deslumbrado por su máxima creación abstracta, convencido de haber salvado la casa, esperando ser tan posible por haber lavado todos los trastes esta vez, expectante ahora por las hazañas y altares de los otros habitantes, esos que sí son tan posibles por vivir como les salga.

 


René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

Sputnik Fanzine #05 para leer y descargar


Celebramos 13 años del Ummagumma Alt Rock Pub, la casa de la contracultura en Aguascalientes con una edición monstruosa de nuestro fanzine. 

Las letras de Antonio León plasmadas en el 'Cuaderno de Courtney Love', los trazos de Oliver Nevarez aka El Queso Prohibido, Barajas: el documental, La ciudad de los suicidas by Los Yonkis y muchas luces calientes por doquier.


Asegura Luis Kuri que "Todas menos tú" es una comedia fresca y sin comparación


Cinetiketas | Jaime López | 


El pasado 14 de febrero, los cines de México albergaron el estreno de "Todas menos tú", la ópera prima de Luis Kuri, que es protagonizada por Cassandra Sánchez Navarro y Ricardo Abarca.

En entrevista para Revista Sputnik, el realizador afirmó que su propuesta es novedosa y dueña de un gran elenco, que, aunque parece tener ecos de otras producciones del género, es única y sin comparación. Ello al ser cuestionado sobre las posibles semejanzas de "Todas menos tú" con "La boda de mi mejor amigo", tanto en su versión original como en su adaptación para México. "No he visto algo como esta en el cine, siento que esta es más fresca", manifestó.



Kuri, cuya trayectoria se centra en el mundo de la publicidad, explicó que su primer película se enfoca en un grupo entrañable de amigos, que quiere evitar a toda costa que uno de sus integrantes se case.

Agregó que el guion y los personajes creados por Ricardo Avilés lo atraparon desde la página uno, pues le recordaron a él. Sin embargo, mencionó que la grabación tuvo que aplazarse con motivo de la pandemia del nuevo coronavirus.

Ahora, en el marco de su estreno en pantallas grandes, se dijo afortunado por contar con la participación de Cassandra Sánchez Navarro y Ricardo Abarca, quienes anteriormente han sido protagonistas de dos de las películas más taquilleras de la historia reciente del cine mexicano: "Cindy la regia" y "¿Qué culpa tiene el niño?", respectivamente.



Por otra parte, el creativo alabó el talento de su elenco, pues aseguró que todos sus integrantes verdaderamente parecen un grupo de amigos que se conocen desde hace muchos años. También resaltó las locaciones, que tuvieron lugar en la Riviera Maya, aunque reconoció que a veces tuvo que lidiar con algunas inclemencias del tiempo para filmar ciertas secuencias.

Kuri estuvo de acuerdo en que la comedia es el género mejor recibido entre las y los cinéfilos mexicanos. No obstante, subrayó que cualquier película es exitosa si cuenta con una buena historia. A una semana de su estreno, "Todas menos tú" es la segunda película más vista en los cines de México, superando los 16 millones de recaudación y más de 220 mil espectadores.

De continuar con esa tendencia, se convertiría en el segundo mayor éxito nacional de lo que va de 2024, tan solo por detrás de "El roomie".



Cinetiketas: entrevista con Valentino Alonso de "La Sociedad de la Nieve"



En esta entrega de Cinetiketas charlamos con el talentoso actor argentino Valentino Alonso quien interpreta a Pancho Delgado en la multipremiada película española "La Sociedad de la Nieve".

En esta entrevista de largo aliento, el histrión bonaerense nos narra la dificultad y la preparación física y mental necesaria para lograr ciertas escenas del filme dirigido por J.A. Bayona, nominado al Oscar como Mejor Película Internacional.



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Letrinas: El Desahucio




El Desahucio

Sergio Madrazo Langle

 


Cuando dejé el puesto que tenía en un bufete bastante prestigiado, fue para iniciar la aventura de ser mi propio jefe. No imaginé que el primer asunto que, por azares del destino, entraría al «despacho», como llamaba pomposamente a mi diminuta oficina, tendría que ver con un desahucio, esa palabra que siempre me había sonado a hospital, a dolor, a desesperanza. Desahucio: cuando te la dicen, sabes que te vas a morir, que ya, es todo, adiós, ojalá te hayas divertido. Yamamoto, amigo, no hay más.

Ese día me desperté muy temprano. Con mi mejor traje, camisa blanca, corbata y zapatos recién boleados, pasé con puntualidad a las 6:30 de la mañana por El Actuario, aquel funcionario que daría fe y legalidad de lo que estaba a punto de hacer: desalojar a la familia que habitaba el departamento propiedad de mi cliente porque le debían más de un año de rentas. Estaba nervioso: nunca había sacado a nadie de su hogar, prefería otro tipo de juicios, pero cuando empiezas lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Comenzaba mal la cosa. A las 7:21 de la mañana, me descubrí parado frente a uno de esos edificios de tabiques rojos y paredes grises, manufacturado a principio de los años setenta bajo la consigna de un supuesto empoderamiento de la clase trabajadora. Ni madres: ahora, cuando los ves, todo te queda claro: son los custodios de familias de clase media venidas a menos, desesperadas por mantener un vestigio de dignidad que las interminables crisis de este pinche país infernal les han arrebatado. El número resaltaba junto al portón de la entrada. Revisé la dirección por quinta vez: Cuauhtémoc 357, interior 602.

A mi derecha, El Actuario, con su traje café y camisa color crema, corbata y zapatos que habían visto sus mejores tiempos hacía años, quizá décadas, preparaba su acreditación como funcionario del juzgado y los documentos que debía notificar. Un actuario, para quien no lo sepa, es el achichincle del juez, te acompaña y da fe de los hechos. Me miró con ojos caídos, negros como dos diminutas entradas a la desesperanza; las arrugas alrededor de la boca adornaban unos labios resecos que apestaban a alquitrán y alcohol de la noche anterior; una nariz mediana, de la que asomaban pelos negros, dividía un rostro triste, asimétrico, de piel grisácea.

―Listos, abogado ―su voz, profunda y melodiosa, desentonaba con todo su aspecto y dejaba ver su origen y educación.

Pinche wey asqueroso, vil criado del juez. Además de nosotros, había siete cargadores que ya había contratado y con quienes me quedé de ver ahí, en la entrada del domicilio. Era un grupo curioso, liderado por El 17 uñas, sobrenombre que, más que apodo, describía el deplorable estado en que se encontraba: de su mano derecha, los dedos pulgar, índice y cordial habían desaparecido, en su lugar había quedado una capa de fina piel que unía su muñón al anular y meñique a modo de mano de extraterrestre protagonista de una película de El Santo. Los rumores decían que, de niño, le había explotado una paloma, pero él alardeaba haberlos perdido de un machetazo al participar en el desalojo de una vecindad en el centro de la ciudad. ¿Cuál habría sido la verdadera historia? ¿Dónde habrían quedado esos dedos? ¿Los habría recogido él mismo o tal vez alguien que lo acompañaba ese día? ¿Fueron el alimento de algún perro callejero? ¿El juguete podrido de algún niño de la calle? La verdad sólo se guarda en esa novela llamada recuerdo que nuestro lisiado conservaba con recelo.

Sin importar que al lado estuvieran los timbres de cada departamento, di dos golpes con los nudillos al portón.

―El portero es el único que abre el edificio.

Claro que no era cierto, pero mentir siempre se me había dado bien. Yo en ese momento pensaba que era un requisito indispensable para ser abogado, qué equivocado estaba: es un requisito para ser feliz y mantener una precaria armonía en esta vida.

El principal problema para entrar y chingarte a alguien es justamente eso, entrar. Siempre que hay un velador en el edificio, te pones de acuerdo, un par de días antes, para que te dé acceso. Yo dos días atrás me había presentado en el inmueble y me las arreglé para hablar con el portero. Tras intercambiar frases sin importancia, fui directo a la cuestión: le ofrecí lo que hoy equivaldría a 500 pesos para que el jueves me abriera a una hora determinada, sin hacer preguntas, y dejara pasar a las personas con las que acudiría. Tras un breve escarceo, accedió al equivalente a 850 pesos actuales.

Cuánta razón tenía Fouché: «todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es saber cuál es». Aquí en México esta frase, hasta el día de hoy, sigue labrada en el espíritu de sus ciudadanos, casi tanto como la creencia de que algún día pasaremos al quinto partido en un mundial.


La cara redonda y roja de nuestro sobornable personaje apareció tras un instante, me sonrió y, sin mediar palabra, con mirada cómplice y dándose aires de importancia, nos dejó entrar. Di un paso decidido y tras de mí siguieron El Actuario, los 7 cargadores y El 17 uñas. Uno de los puntos más complicados del proceso estaba superado. Al cruzar el zaguán, subimos por unas escaleras más amplias de lo que se podía esperar; estaban tan mal iluminadas que más bien parecían un túnel que conducía hacia ninguna parte; me dio la impresión de que auguraban el destino que le esperaba a los que, por una u otra circunstancia, se veían en la necesidad de utilizarla. Los escalones eran de mármol viejo, cuarteado y roto, de un color que en su momento debió de ser blanco; el barandal de herrería, pintado de negro igual que el portón, se descarapelaba aquí y allá como esta pinche ciudad, como este pinche país.

Llegamos al segundo piso y giré a la derecha: en cada planta había tres departamentos, sus puertas de madera lucían viejas pero limpias; en el centro, números dorados las identificaban. El pasillo olía a cloro, olía a tristeza. Me coloqué frente al 602 y respiré hondo antes de tocar el timbre dos veces. No estoy seguro, pero creo que escuché a un perro ladrar del otro lado de la puerta. Pensé que, de ser así, se nos iba a complicar más el asunto. ¿Y si nos atacaba? ¿Qué tal que sospechaba que estaba a punto de irse a la calle como muchos otros de su especie? Me obligué a no pensar. Apiñados en el rellano detrás de mí, el concurrido contingente aguardaba en silencio: había llegado el momento. Se escucharon unos pasos lentos que se dirigían a la puerta.

―¿Quién es? ―había duda en la voz del otro lado de la puerta.

―Soy el mensajero de la compañía de telégrafos.

«Y vengo a chingarte tu casa», quise agregar, pero me contuve. Clavé la mirada directamente sobre el rostro de El Actuario pero él ni se movió. El 17 uñas estaba más que listo, pude notarlo.

―Vengo a dejarle un documento ―proseguí.

Me dijo que lo metiera por debajo de la puerta. Yo estaba preparado para esa respuesta: le aclaré que debía firmar de recibido y entonces contestó que apenas eran las siete de la mañana. «Hoy empecé temprano, señor ―insistí―, es cumpleaños de mi hijo y quiero llegar a la hora del pastel».

Unos segundos después, se escuchó el sonido de la cadena deslizándose, seguido de dos giros del seguro. Volví a pensar en los ladridos que creí haber escuchado, ¿qué íbamos a hacer si tenían un perro? Seguramente los iba a proteger a ellos, claro: eran su familia. No pude seguir pensando porque en ese momento la puerta comenzó a abrirse y le pegué un empujón «¡Entren, cabrones!». El 17 uñas y su grupo me siguieron, y vaya que me siguieron: pasaron por encima de mí, me atropellaron y salí volando para caer justo encima de un hombre de 67 años. Ahí quedamos los dos, aplastados como cucarachas.

Me levanté lo más rápido que pude y vi que El Actuario, como vil funcionario, cobarde y miserable, era el último en entrar. Identificación en mano, dirigiéndose a nadie, comenzó a explicar el motivo de la diligencia.

―El juez decimoctavo de lo civil de la Ciudad de México ordena la entrega y por tanto desocupación del inmueble de forma inmediata…

Justo a la izquierda de la puerta de entrada, estaba la cocina: sus paredes tapizadas de losetas blancas y azules abrazaban una barra abierta de granito en la cual descubrí un plato con gelatina rojo sangre, de esa que le dan a los enfermos en los hospitales. En ese momento, la cara de mi maestra de tercero de primaria llenó por un segundo toda la escena, mirándome fijamente con sus ojos color miel, de los que sigo secretamente enamorado, explicándome que la gelatina está hecha de colágeno que extraen del cartílago de animales muertos. ¿Qué hubiera pensado de mí al verme ahí, en ese departamento, a punto de sacar a esas personas?

Regresé a la realidad: frente a la barra reposaban cuatro bancos de madera, pintados de lo que en algún momento, supuse, fue blanco, pero que ahora era un color cremoso y amarillento, muerto. El comedor estaba formado por una mesa de madera rodeada de ocho sillas revestidas de una tela verde obscura, tan desgastada que parecía a punto de romperse; a la derecha, la sala, amplia, con sillones blancos y bien cuidados, cubiertos de plástico transparente para evitar que se ensuciara. Las paredes estaban salpicadas de cuadros impersonales, paisajes de montañas verdes y lagos azules: ventanas imaginarias, una vía de escape para las mentes de aquellas personas atrapadas en cuerpos esclavizados por la angustia de no encontrar la forma de subsistir en ese pinche laberinto de asfalto que era la ciudad, poblado de indiferencia, de egoísmo, de perros y humanos por igual.

Al lado de la sala, un pasillo conducía a las habitaciones: de él emergió una mujer de edad atemporal, su cabello entrecano caía un poco por debajo de sus hombros. Alta y delgada, de rostro alargado y ojos obscuros, arrastraba los pasos mientras sostenía con la mano derecha un tubo de plástico transparente: uno de los extremos estaba insertado en su nariz y el otro iba a dar a un tanque verde: sus ojos, aunque apagados, estaban llenos de furia. Detrás de ella distinguí a una mujer de unos treinta y algo de años, cargaba a un niño que no tendría más de seis años; era blanca y de cabello rubio, sus ojos lucían idénticos a los del viejo que en esos momentos se incorporaba dolorosamente. Yo no supe qué hacer, no me habían dicho que allí vivían niños.

Cuando iba a darles más instrucciones al 17 uñas y sus trabajadores, la mujer del tanque de oxígeno me encaró; jadeante, me exigía una explicación. Yo no podía apartar la mirada del niño que, en los brazos de la que supuse su madre, volteaba de un lado a otro aterrorizado, sin saber qué estaba pasando y quiénes eran todas esas personas; sus labios se contrajeron en un puchero y un llanto agudo llenó el lugar. Cuando por fin me recuperé, me dirigí a la mujer para explicarle que, en virtud de la falta de pago de las rentas, nos veíamos en la penosa necesidad de desalojarlos del departamento. En ese instante, el pequeño arremetió elevando el nivel de su lamento y yo levanté la voz para hacerme escuchar por encima del caos: le ordené al 17 uñas que sacara todas las pertenencias de la familia y las dejaran en la banqueta frente al edificio. Cuando lo vi caminar rumbo a los cuartos, quise decirle que tuviera cuidado con el perro, pero, ¿cuál perro? No había visto ninguno a pesar de que podría jurar que había escuchado sus ladridos. La mujer del tanque de oxígeno se me paró enfrente y supuse que volvería a pedirme una explicación, pero lo único que hizo fue escupirme la cara. Sentí su saliva en los labios: sabía a tristeza, sabía a desamparo.

A pesar de que ya no quería estar ahí, me esperé a que sacaran todo a la calle. La familia, en un momento que ni siquiera noté, desapareció del departamento; supongo que salieron al lado de uno de los cargadores, cuidando que sus pertenencias no desaparecieran. No hubo perro, quizá me lo imaginé, es lo más seguro. Cuando terminó la diligencia, me aseguré de que cambiaran las cerraduras: es tu obligación quedarte a revisar que todo quede bien sellado, para que la familia no vuelva a meterse (sí, ya sé que suena como si hablaras de pinches ratas, pero así son las cosas), para que no haya mayores complicaciones. «Listo, nos vemos a la siguiente». La voz del 17 uñas me sacó del letargo, pero no le contesté nada: con sólo eso, asegurarme que habría una próxima, ya me estaba diciendo todo, no había necesidad de agregar cosa alguna. Ya lo dije: cuando empiezas, lo que hay es lo que hay y, bueno, para eso te alquilas: si quieres ser mataperros, tienes que matar perros. Punto.

Cuando llegué a mi casa, dejé el saco en una silla y me serví un vaso de agua. Después de un momento, escuché bajar las escaleras unos pasos rápidos y decididos; un instante después, mi mamá estaba frente a mí. Con esa intuición que caracteriza a las madres, me preguntó qué me pasaba. Le dije la verdad: aquel no había sido un buen día. ¿Cuántas veces más iba a tener que sacar a una familia de su casa? Lo único que me preguntó mi mamá fue si me había dolido hacerlo. ¿Qué contestar? Pues la verdad, nada más: no esperaba sentir ni madres y sí movió algo en mí.

―¿Qué sentiste?

Quise hablarle de esa mezcla de tristeza, coraje y miedo. Quise hablarle de la vieja aquella, del hombre, de la gelatina color sangre ahí en la barra que, seguramente, ya nadie se comió (no me acuerdo). Sin embargo, me limité a nombrar esas tres emociones: tristeza, coraje y miedo. Me dijo que la tristeza y el coraje los podía entender, pero ¿y el miedo?, ¿por qué el miedo? Era una buena pregunta, ¿por qué miedo? No supe qué decirle y cenamos en silencio porque ya tenía mucha hambre y así se lo dije a mi mamá.

«Oye», me dijo a mitad de la comida, «¿ya te habías dado cuenta de que hombre y hambre se escriben casi igual?». Mi mamá y sus frases que se te clavaban en la memoria y ya no podías sacarlas ni aunque te ayudara el 17 uñas. Entonces me di cuenta de todo: por qué el tanque de oxígeno, por qué la gelatina roja como de hospital, por qué los muebles cubiertos de plástico y, sobre todo, por qué la imposibilidad de pagar las rentas, pero ya era tarde para hacer algo. Con razón esa palabra, desahucio, siempre me había sonado así, a dolor y desesperanza.

Allá afuera, en la calle, escuché ladrar un perro y quise preguntarle a mi mamá si ella también lo había oído, pero me dio miedo que me respondiera.

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