Por Eusebio Ruvalcaba
El señor Rodolfo Romero entró a su casa deshecho y furioso. La sola dicotomía le recordó aquella imagen del villano Doble Cara, a cuya lectura en los cómics había sido tan aficionado en su juventud. Era un hombre que podía actuar en sentidos opuestos a la menor provocación, y que en numerosas ocasiones dejaba que una moneda al aire tomara la decisión por él.
¿Qué pesaba más en un hombre: la fidelidad o la satisfacción del deseo?, o peor que eso: ¿traicionar a su hijo o complacer su apetito sexual? Se debatía entre un territorio y el otro. Ciertamente se consideraba un hombre fiel. Nunca se había acostado con ninguna otra mujer. Ni siquiera había intentado cortejar a nadie. A sus 51 años era un buen récord. Y a sus 28 de casado, más aún. Sobre todo si tomaba en cuenta que alrededor suyo todos sus amigos eran infieles y promiscuos. Pero ahora el desafío era diferente. Porque la mujer que traía metida entre ceja y ceja era Gerarda, su nuera.
El señor Rodolfo Romero se había casado joven, recién cumplidos sus 30 años. Primero tuvo una hija adorable —que era su perdición—, de nombre Eloísa, y luego un hombre, Mariano, que había hecho la licenciatura en sistemas y finalmente se había casado con una mujer a la que no se podría calificar de ser una belleza, pero que sin embargo encerraba una suerte de misterio. En su percepción de toro viejo, él advertía ciertos códigos. Como si la mujer se empeñara en enviarle mensajes sólo para sus ojos. Se acercaba más de la cuenta cuando le aproximaba algún ingrediente de la mesa; sus faldas eran cada vez más estrechas; los escotes más pronunciados. Ya tenía una niña, y eso parecía no haber menguado su atractivo sino exacerbarlo. Así como su coquetería. Él no se atrevía ni a mirarla. Cuando menos para que ninguno de los dos posibles perjudicados: su esposa y su hijo, se percataran. Así que cada vez más lo obsesionaba su nuera Gerarda. Y cada vez más se esforzaba por mantenerse alejado —incluso evitaba comer en casa los sábados, para no encontrárselos—, por poner tierra de por medio. Pero no siempre estaba en sus manos hacerlo.
El padre carmelita de la iglesia de san Pedro Mártir, Luciano —muy dado a hacerse el invitado a la fuerza— había decidido que el último sábado del mes en curso iría a comer a la casa del señor Rodolfo Romero para bendecir hasta el último rincón. Ni cuenten conmigo, le había dicho a su mujer, soy enemigo de esas triquiñuelas, a lo que ella había respondido: Vienes porque vienes. Mariano vendrá con Gerarda, y Eloísa con Juan, así que ni sueñes con escaparte. Aquí te quiero a las 2 de la tarde, media hora antes de lo que prometió venir el padre, para que te bañes y le prepares su copita. Y te quiero de buen humor. Nada de jetas.
El señor Rodolfo Romero prometió hacer un sobreesfuerzo. Ni siquiera se volvería a mirar a su nuera.
Pero el primer sobresalto se produjo cuando le dio la mano. Gerarda la retuvo un par de segundos más de la cuenta, y cuando la soltó lo hizo con una caricia sutil de por medio.
Después de ese acontecimiento que a más de uno le hubiera parecido insignificante, se la topó en la cocina cuando fue a preparar otra cuba para el padre Luciano. Estaban solos. Ella se agachó por unos platones, y su boca quedó a la altura del miembro de él. Hizo una exclamación como de que se lo estaba saboreando. Que se alargó, se alargó y se alargó, y que no sólo hizo sonrojar al señor Rodolfo Romero sino que le provocó una erección imposible de disimular. El pantalón pareció a punto de reventar.
Se dio media vuelta y salió volando de la cocina.
Pero ya no le fue posible disimular. Delante de ella.
Ahora su comportamiento era el de un adolescente. De ahí en adelante, en lo que duró aquella jornada, se detenía con deleite en su mal disimulado escote. Con sólo ver aquellos senos, quería devorarlos. Miraba descaradamente aquellos pechos blancos y su imaginación volaba. ¿Qué se sentiría tenerlos en la boca?, chuparlos hasta la saciedad. Y esas piernas que parecían esculpidas por el demonio, cómo habría querido acariciarlas. Besarlas.
No había pasado ni media hora de que su hijo Mariano había abandonado la casa, y decidió probar suerte. Le llamó desde su celular al fijo. La excusa era lo de menos —¿llegaron bien a casa? Pero se cuidó de hacer la llamada en la calle. Sacó al perro para tener un pretexto que resultara verosímil.
Le contestó ella.
Le bastó con escuchar aquella voz, para que el nerviosismo lo desbordara. Gerarda, le dijo, tenemos que parar esto. ¿De qué me habla, don Rodolfo? No finjas, niña, de esta calentura que nos empieza a rebasar. ¿Me lo diría viéndome a los ojos? Se limitó a decir ella. Claro que sí. Te espero mañana en el Rayuela, tú dime a qué hora. A las 10 de la mañana. Allí estaré, se escuchó decir él.
Y allí estuvo. Apenas la vio entrar, su respiración se agitó. Ella se sentó, y le espetó a boca de jarro al tiempo de que le acarició una mano: “¿Qué me quería decir, don Rodolfo?”. El hombre quería decirle tantas cosas. Quería llevar la mano de ella hasta que sintiera su pene, que a esas alturas ya se encontraba duro. Pero entonces el rostro de Mariano vino a su cabeza. Y por más que abría y entrecerraba los ojos no lograba quitárselo de encima. Sacó una moneda y la echó al aire. Enseguida pidió la cuenta y se dirigió hacia la salida. Sin abrir la boca más de la cuenta.