Letrinas: El traje de Jorge Campos

Amialba García Altamirano. Nació en Mazatlán Sinaloa, México. Ha participado en distintos talleres literarios, se dedica a escribir cuentos cortos.


El traje de Jorge Campos
Por Amialba García Altamirano


Yo quería el traje de Jorge Campos. Dos piezas, rosa con rombos amarillos, el de la “Suerte”, sin olvidar el amarillo con rayones lilas, pues también con ese uniforme, el portero acapulqueño atrapó tremendos goles. Soñaba despierto en el recreo, cuando me tiraron un pelotazo duro a la cabeza. El aturdimiento seguido de estrellitas. Mi cara palpitó por el chingadazo. El golpe se lo debía a “Raulito”, un pinchi niño con dientes separados, pelo mantecoso y trasero de rinoceronte. Le gustaba quitarme lo que trajera. Llevaba pizzerolas, una botana redonda con sabor a pizza, aunque de pizza no tuvieran nada. Apenas reaccioné del pelotazo, una mano gorda me arrebató la bolsita. Me quedé con algo del polvillo rojo en la lengua, lo que alcancé a lamer.  Yo era un niño chaparro, como todos supongo, sólo que haber sido llamado el “Champi”, por chiquito y cabezón, no era nada agradable. Le rogaba a mi madre que me midiera con frecuencia y con tal de crecer unos milímetros: comí caldo de verduras, tomé aceite de bacalao, hasta me estiré colgado de la puerta. Nada funcionaba, y era lógico, en aquel entonces, todavía no daba el estirón. Antes de ir a casa, pasé por la tienda de don Chuy. El traje de Campos se columpiaba con el viento, la luz de tarde hacía brillar a los rombos. Pregunté el precio, el señor me dirigió una mirada seca a través de unos lentes gruesos.

—Niño, ya sabes, setenta pesos de los nuevos. Y no, no doy fiado.

—Le juro que sí se los pago. Mire, me dan tres pesos por semana, y si ayudo a lavar el carro, me dan dos extra.

—Niño, son setenta pesos, si no, dele por donde vino.

 Llegué a casa, la hallé sola con la hierba crecida a un lado. Las cortinas empolvadas dejaban pasar algunos leves destellos. Adentro era un horno oscuro. Al fondo, el cuarto de mis padres, cerrado. Prohibido entrar en su ausencia. Lo hacía de todas formas, sentado en la cama alta y amplia, pensaba en toda clase de monstruos. Aquellos seres entraban al patio y desde ahí pegados a la ventana nos espiaban: Gente sin rostro, bestias de muchos ojos. Fisgoneé en el closet. Cientos de camisas, calcetines, ropa interior del tamaño de las sábanas. Olí los cigarros de papá, sin filtro, una patada de tabaco intenso. Me puse los aretes de broche, los tacones de mamá. Me dio hambre. Por lo general preparaba huevos con cátsup. Mamá no llegaría antes de las seis o siete de la tarde. Me senté frente al televisor. Para mi mala suerte, papá entró justo cuando prendí la tele (un cajón con pantalla abultada y un trapecio gordo detrás). La luz se abría desde el centro, poco a poco se iluminaba. Papá cabeceó, lo cual no era buena señal.

—Balta, ¿Por qué chingados no estudias? ¡Contesta!, no me quieras ver la cara de pendejo.

—Sí apa, sí estudio —tomé distancia, me puse atrás del sofá.

—No es cierto, no haces nada.

            Se fue agarrado a la pared, dejó una estela de alcohol tras de sí. Por fortuna se encerró en el cuarto. Levanté mi plato, me fui a hacer tonto en el fregadero en lo que se acostaba. Mi cumpleaños no era sino hasta el próximo marzo, en Navidad no me regalarían el uniforme, además quería un carro eléctrico, que tampoco iban a comprarme. Tenía un balón que no debía botar adentro, nada más porque probé tirar un túnel. La idea era fintear al oponente, mi rival era un recogedor sucio, indiferente a nuestro juego. Pateé fuerte con la derecha, la pelota voló encima del arco de manguera, tiré la virgen del altar. Cayó rota del pecho. Mamá con los pelos levantados me corrió afuera. “Hay de ti que vuelvas a jugar adentro, o te poncho la chingada pelota”. En la calle me daba vergüenza hacer los trucos más básicos. En mi mente el traje me haría ver profesional, así los plebes de la cuadra quedarían apantallados. Regresé a la sala. Busqué el programa de las tortugas ninja. Lo pasaban en el canal cinco, le di varias vueltas a la perilla plateada, lo sintonicé. A esa hora transmitieron Scooby-Doo. El tipo flaco con barba rala, me caía gordo. Ni siquiera el perro me gustaba. Le cambié al canal doce. Dieron una telenovela, un hombre vestido de charro besaba a una mujer con los hombros descubiertos. La idea me dio asco; dejé el canal. La telenovela se fue volando, antes de que cambiara, apareció Jacobo con su cara seca, más funesto que de costumbre: Anunció el atentado. Le habían disparado a Luis Donaldo Colosio, el candidato del PRI a la presidencia de la república. Me paré encima del asiento, caminé por la sala un rato. En eso llegó mamá con dos bolsas de mandado. Preguntó por mi padre, “ahí está dormido”, le dije. Las entrevistas en el noticiero continuaron, Jacobo Zabludovsky con un mapa azul de fondo, habló en el teléfono con reporteros, le informaron el estado del licenciado, las balas, una en la cabeza, otra en el estómago. El pánico de la gente, los gritos, las señoras despeinadas con el maquillaje chorreado, los hombres que iban a codazos y a empujones.

Mamá masticó un pedazo de tortilla, todavía con la boca llena, habló:

—Ese pinchi pelón lo mandó a matar.

—Pero amá, dicen que fue uno del montón.

            —Ni madres, no les creas nada, hijo.

Repitieron el video durante una hora o más: Colosio vestido de blanco, abrazado a una señora que se le pegó como chicle. Era el candidato del triunfo, la gente lo alababa, lo seguía. Cientos de personas rodearon a Colosio, quien era llevado a la salida. Una salida mortal en su caso. Grabaron el momento en que el revólver apuntó a su cabeza. De inmediato se formó un remolino, la gente alrededor gritaba, los reporteros sostuvieron la cámara, mientras los agresores eran golpeados a puños y a patadas, la sangre les cubría el rostro. Cargaron al candidato entre varios, la cabeza por delante pegoteada de sangre. Le siguieron tres horas de espera en el hospital. Murió. Apagamos el televisor, la luz se encogió de vuelta. Fui a la cama con esa imagen; el arma encañonada en la sien, la sangre espesa en la frente, la muerte trágica de un famoso. Me revolví en las sábanas, pensé en mi propia muerte.

En la escuela no hablaron de otra cosa. Los niños hicieron como que estaban en “lomas taurinas”, rodearon a Camilo, un niño al que se le pintaba un bigote delgadito, pero de color bien negro. Él era el supuesto “Colosio” al cual le dispararon hasta con metralla. La maestra con el borrador en la mano nos calló a todos. Raúl con sus manos regordetas me jaló la trusa.

—Callado, ¿Traes dinero, Champi?

—Ni diez centavos.

—A la salida nos vemos, pinchi Champiñón. —Me empujó al pasar.

Casi nunca llevé dinero a la escuela, lo guardaba en un cochinito azul en mi cuarto. Cada centavo, cada peso y cada bendito billete iba a mi alcancía, si es que no lo gastaba antes en la tienda. Sufría una adicción por los gansitos y la coca cola. Pero hacía sacrificios para comprar el uniforme. A la salida, Raúl me empujó con todo y mochila. Me derrumbé como edificio viejo sobre la banqueta, los niños alrededor eran monos extasiados, incitándonos a pelear. Yo quise levantarme, pero el peso de los libros pareció superior al mío. Raúl me asentó una patada en los huevos, me retorcí con la boca abierta. El grandulón de dientes separados me esculcó la mochila. Al muy pendejo, le causó gracia que tuviera estampitas de los pumas. Yo sentía que el aire se me acababa, mientras el gordo sacó de mi mochila, un Bubbaloo de fresa.

Pasé a la tienda de don Chuy. Los balones de futbol colgaban de la pared, el lugar repleto de guantes, gorras y camisas. Al verme, el vendedor se recargó en el mostrador, se limpió el sudor de su frente grasosa, me paró antes de que yo hablara.

            —Ya lo vendí.

—¿Qué cosa? 

—El uniforme de Campos, se vendió está mañana.

—¿Y el amarillo con rayas lilas?

—Ese lo vendí ayer. Voy a pedir más, pero se va a tardar. Si quieres, tengo la blanca de los Pumas, la del dorsal 9.

Salí de la tienda, no le dije adiós ni nada. Corrí varias cuadras hasta boquear como pez en la banqueta. Me recargué junto a un muro rayado. A pleno sol, una lagartija verde descansaba en la acera. Sentí el mal, la deseé muerta. Agarré una piedra del tamaño de mi mano, se la arrojé con fuerza. La lagartija se erizó, se fue a esconder entre la maleza de un lote baldío. Al llegar a casa, encontré a mi padre sobrio. Veía una película en blanco y negro. En cuanto crucé la puerta, me ordenó que le trajera sus sandalias, fui por ellas, las dejé a sus pies. Le pedí unos pesos, negó con la cabeza, estás loco me dijo, pura sacadera de dinero. Abrí el refrigerador, a pesar del arroz y los frijoles, me pareció vacío. Me paré junto al televisor, le pedí para una torta, volvió a negar con la cabeza, se agarró el cinto:

—Balta, no estés chingando.

Me encerré en el cuarto. Al rato escuché que fue a acostarse, otra siesta. Si no era trabajo, era cansancio, si no estaba cansado, estaba borracho, o las dos. Oí sus ronquidos desde mi recámara. Un rencor ácido me trepó al pecho. Acostado en la cama, probé también conciliar el sueño, pero resultó imposible con esos rugidos de león eléctrico. Tocaron la puerta, me asomé por la ventana. Dos hombres: usaban botas, sombrero y cinto piteado. Supuse que eran amigos de papá. Una oportunidad del cielo para molestarlo. Así lo hice, sólo no de la forma que hubiese querido. Abrí el cancel, los invité a pasar como buen anfitrión, luego caminé a la habitación de mis padres. Papá se despertó con un mechón sobre su frente, habló con los ojos hinchados, a medio cerrar.

            —No estoy, diles que no estoy. —Ordenó.

Dejé entrar a dos sombrerudos a plena luz del día. En mi defensa: parecían hombres de trabajo, morenos de tanto sol, uno de barba densa, el otro de patillas pobladas. No hubo tiempo de reaccionar, al darme la vuelta, ya estaban adentro. Sacaron un arma negra y otra color plata. Levantaron a mi padre a patadas, lo encañonaron frente a mis ojos. Me aguanté lo más que pude, según yo no iba a patalear, tampoco iba a llorar. Pasados cinco minutos, ya había hecho las dos cosas. Papá agachó la mirada, le temblaba todo, la boca, los brazos, el labio. Parecía ratón acorralado. Se dedicaron a remover cajas y bolsas, sacaron ollas de la cocina, latas y cucharas. En los cuartos voltearon los colchones, tiraron el buró, vaciaron closets. Hicieron una labor de huracán. El de la barba le asentó puñetazos a papá en las costillas. Hay que reconocer, papá no se quejó, aguantó a puje y puje los golpes. Lo llevaron a otra habitación, mientras el de las patillas me vigilaba. A los diez años, sabía de la muerte y como venía por los viejos enfermos, los locos y los desalmados, a veces un accidente, un camión a la hora equivocada, quedarse pegado a un enchufe o morir ahogado. Peor aún, sabía cómo mataron al candidato. Fijé los ojos en las manchas del piso, me quedé quieto, si acaso respiraba. Los hombres preguntaron por joyas y dinero. Revolvieron hasta los cacharros del patio, obviamente, no encontraron perlas o rubíes en la casa. Lo que hallaron fue una paca de pesos, envuelta en un calcetín. Los ahorros de mamá. No conformes con eso, el de las patillas con cara de perro acaballado, sacó las cajas de mi closet, movió la ropa y encontró debajo de todo eso, mi alcancía.

Mamá gritó al entrar a la casa. Los asaltantes ya no estaban, tuvo suerte de perder el asalto. Papá se veía como tomate pasado. Mi madre fue por hielo, se lo puso en la quijada, en las costillas. Gritó mi nombre, me le aparecí por la espalda, “aquí estoy”, le dije. Más tarde cenamos frijoles de la olla, mamá preguntó si los asaltantes eran conocidos, si se habrían equivocado de casa, porque era evidente que no éramos ricos, si regresarían y en dado caso, ¿cómo iba a proteger la casa?, papá le dio su versión, pero después de un rato, la dejó hablar sin decir gran cosa. Incómodo en la silla, se sostenía con una mano de costado. Ambos, sin hablar más del asunto, decidieron ir a dormir temprano. Yo esa noche desperté en medio de una pesadilla. Los hombres entraban al patio, sacudían el candado, sus brazos elásticos atravesaban la protección. Las noches se alargaron para mí.

Al día siguiente, dejé un plato de avena mosquearse en la mesa. Camino a la escuela la gente me pareció muda, los árboles sin color. Tocaron el timbre, tomé asiento en mi lugar, un mesabanco metálico a medio salón. Saqué el cuaderno, dibujé espirales sin pensar en nada, sólo quería verlos surgir y morir por mi mano. La voz de la maestra se oía lejana. Estuve concentrado, hasta que Raúl arrojó papelitos mojados en mi nuca. Me quité cada uno en silencio; tracé un rombo. El gordo debió pararse al notar que no reaccioné. Se plantó como un cerro frente a Remigio, el niño que se sentaba en medio de los dos. Remigio agarró sus cosas, oí que con la prisa tiró la calculadora. Le cedió el asiento. Una vez que metió su trasero gordo en la banca, sacó una pluma roja y escribió sobre mi espalda: “Champiñon” sin acento. Me encogí de hombros, le di un vistazo. Tapé mi cara e hice como que lloraba. Es probable que Raúl con el pecho inflado, se diera la vuelta. Yo sentí un trancazo de calor en la cara. Apreté un lápiz con la punta recién afilada, fui tras él sin pestañear o pensar las consecuencias. Alcé el lápiz como una lanza, se lo clavé en el hombro. Torció la espalda de dolor. Lo alcancé a pepenar del pelo seboso, azoté su cara en el mesabanco, rebotó igual que un balón. Me pegué a él como una garrapata, cerré mis piernas sobre la mole. Jaloneé con la izquierda el cuello de la camisa. Solté derechazos en la cabeza, en la oreja, donde cayera. Dio vueltas conmigo encima. Atontado por el ataque, sacudía los brazos gordos al aire; no logró que lo soltara, con trabajos la maestra me jaló del torso. Los niños arriba de las sillas celebraron, dieron chiflidos y aplausos. Lloré camino a la dirección, castigado y sin dinero, nunca podría comprar el uniforme de Campos.



Amialba García Altamirano. Nació en Mazatlán Sinaloa, México. Ha participado en distintos talleres literarios, estudió psicología clínica y actualmente, además de atender una familia, se dedica a escribir cuentos cortos en su mayoría.
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