
Por Samanta Galán Villa |
Hace
cuatro años que decidí emprender un viaje por un espacio desconocido. Por la
tierra de nadie a la que nunca quise entrar porque la vista hacia el propio
cuerpo no fue una enseñanza que recibiera en mi educación de infancia. Al
contrario, el cuerpo era algo así como una suerte de castigo o de objeto de
deseo del que se debía permanecer al margen.
En
un intento por sacudir esto de mi sistema de creencias, comencé la práctica de
pararme frente a un espejo de cuerpo entero, desnuda. Conocí cada pliegue,
lunar y zona oscura de mi piel. De a poco logré acostumbrarme a mi apreciación,
pero había algo que no terminaba de encajar. Una pieza faltante.
Cuando
supe de la existencia de La noche sexual (Funambulista, 2014) de Pascal
Quignard, caí en cuenta que esa sensación de añoranza o de búsqueda
interminable era La imagen que falta en el alma. Algo que, en mi propio
entendimiento, tiene que ver con El otro. La otredad que sin duda
termina siendo el eslabón que une la existencia propia a la totalidad.
Quignard
habla de la desnudez oscura, del acto sexual que da origen a la experiencia de
vida individual, al cuerpo, a la luz. Hojeando sus páginas plagadas de pinturas,
grabados y mitos que aluden directamente a sus sentencias sobre la sexualidad y
el origen, encontré la imagen de Tres personajes, de Jean Rustin.
Verla
me dejó como seguramente ha dejado a la mayoría de los admiradores de su obra:
Con la sensación de que la que está siendo observada soy yo. Que de forma
instantánea me convierto en testigo de algo que debería permanecer oculto, en
secreto. Busqué todo lo que pude respecto al propio Jean Rustin y su obra,
encontrando poco en español. Lo que se sabe a ciencia cierta es que Rustin tuvo
dos etapas significativas en su labor artística.
La
primera marcada por pinturas coloridas y agradables, bastante alegres. Su fama
logró llevarlo a una exposición en el Museo de Arte Moderno de París en 1971.
Fue ahí que Rustin se dio cuenta de que aquello no era lo que quería plasmar,
que era momento de arriesgarse por lo que en verdad quería decir no sólo de él
mismo, sino de la condición humana.
Rustin se dedica a pintar figuras decadentes, la gran mayoría desnudas. Espacios grises y austeros con uno, dos o tres personajes mostrando sus genitales de manera intencionada e incluso desafiante. Y lo que sin duda no puede pasar desapercibido, es esa mirada inquisitiva en sus rostros. Como si dijeran: Míranos, mírate a ti mismo a través de nosotros. Mira la escena oculta. Mira cómo tu ceguera desaparece con la luz de este sol negro.
Entonces
nos volvemos partícipes y cómplices de una escena sexual que no tiene nada de
erótica. No hay movimiento, no hay calor. Da la impresión de que esos cuerpos
fantasmales se hubieran petrificado en el tiempo en una actividad meramente
biológica, pero que está, que es. Y los ojos, la vista de estos seres tan solos
y tristes, se vuelve a cada uno de los observantes para perpetuar su
existencia.
Roberto
Calasso en Las bodas de Cadmo y Armonía (Anagrama, 1990), explica cómo
la Core se vuelve Perséfone sólo hasta que es vista por Hades. Cuando el dios
del inframundo sube a raptar a la muchacha, ésta deja de serlo para tomar
identidad, para ser lo que estaba destinada a ser.
De igual forma, parece que los personajes de Rustin son mensajeros de un destino ineludible: La transformación corporal, la soledad, el ansia de existir a través de la mirada del otro.
Dice
Pascal Quignard que las verdaderas imágenes son siempre las de los sueños y
Rustin lleva esta máxima a un territorio onírico, a una suerte de pesadilla que
nos hunde en las zonas más remotas de nuestro interior, donde habitan la incomodidad,
el espanto, la angustia. Ahí las emociones toman un nuevo matiz, con algo de
esperanza, con la calidez que da reconocerte a ti en otro espacio, en otro
cuerpo, en la mirada de una mujer que abre las piernas en el lienzo de Rustin
para que puedas observar LO QUE ES. Sin filtros, escenas descarnadas, crudas,
como puede serlo la misma realidad.
En
una entrevista realizada por Manuel Toledo para BBC Mundo, se le
pregunta al pintor si sus personajes son locos o enfermos mentales, a lo que
Jean Rustin responde con la seguridad de un santo:
No.
Somos tú y yo.
Es
pensando en todo esto que sigo afirmando que la experiencia vital no termina
donde acaba nuestra piel, sino que se extiende a todo a aquello que nos refleja
y comunica. Con las pulsaciones del otro que irremediablemente terminan
regresándome al espacio virgen que menos conocí en mi vida, como dijo
Temperley. A ese espacio infinito que es mi cuerpo.