Letrinas: Las chinchetas

René Rojas es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura.



Las chinchetas

René Rojas González


La suela del tenis derecho se había despegado bastante del resto del cuerpo. ¡¿Tan rápido?!, se dijo incrédulo Omarcito. De inmediato se revisó el tenis izquierdo y se percató que no parecía demorar mucho para sufrir el mismo destino. ¡Pero si tiene un mes que me los compraron!, empezó a reprocharse. Los cuidaba con el alma; estaba alerta de que nadie se los pisara; el día del acostumbrado remojo entre compañeros, cuando los llevó por primera vez a la escuela, sorteó los pisotones con la astucia y hasta la gracia de un colibrí, hazaña que contrarió a más de uno, por supuesto.

Omarcito sabía que estaba muy difícil repararlos, ya lo había intentado en unos anteriores con lo que sobraba de un viejo Kola Loka quesque superpoderoso y le duró un día el gusto. No le molestaba que no podría pedir unos nuevos (en casa ya le habían enseñado que no podía pedir cosas nuevas hasta que le llegaran en una fecha especial), le punzaba que su padrino se los había comprado con sacrificio. Conocía perfecto que nadie le pediría cuentas por la novedosa y aparente capacidad de hablar del calzado. Sabían el niño tranquilo que era, como sabían que esos tenis no daban para mucho por más que se cuidaran, como sabían que esa imagen de niño tranquilo la confirmarían al ver su expresión de seriedad en el rostro al llegar a casa, trabado por la descompostura, como si guardar la impotencia en el hígado fuera tener buena educación.

Un ánimo escurridizo de la tarde le hizo navegar unas cuantas alternativas para arreglarlos: había algo de ese diurex ancho y transparente que le cubriría bien la parte del empeine como para enrollarla junto con la suela; ni siquiera tuvo que intentarlo para prever que con cada paso que diera, la cinta se iría haciendo taquito hasta despegarse por la fricción con el piso. Luego agarró el celular de su mamá y buscó en YouTube “cómo pegar una suela de tenis”. Encontró el video de un chico de 18 años que decía que bastaba con emparejar la suela con el resto del tenis, como si las partes estuvieran realmente pegadas, y ponerlo cinco minutos en una olla con agua hirviendo; la cocción causaría la unión de los dos lados; no le sorprendió ver que el calzado, a lo mucho, se hizo aguado. Casi vencido por creer que ya nomás estaba en el puro divague, esta vez lo asaltó una vieja confiable: las chinchetas; sólo sería cuestión de clavarlas en el cerco y traspasar al mismo tiempo la puntera. Las puntas sobrantes de las chinchetas las doblaría desde adentro. No le importaría gran cosa que se vieran ahí unos remaches espaciados en serie; de la cajita elegiría las piezas de un color que fuera con la piel sintética y listo.

Terminó de colocar los simpáticos perforadores; ni el propio Omarcito daba crédito a su invento, cara de jugosa patente para multinacional de artículos deportivos. Su tenis parecía que tenía refuerzos como de fábrica; había ensartado las chinchetas delineando un discreto y afilado desnivel ascendente, aprovechando al máximo el poco margen que daba el cerco; había combinado tres colores de cabezas, creando un atrevido pero agradable contraste en sintonía con los colores del calzado. No estaba muy consciente de cómo había llegado ahí; de lo que sí estaba consciente era de sus ojos saltones cuando terminó su proceso de intervención; así que volvió a meter sus pelotitas visuales en sus respectivas cuencas y se puso a trabajar también el tenis izquierdo.

Los estuvo probando diario, en ratos, antes de llevarlos otra vez a la escuela, dentro de casa, fuera de casa, caminando, corriendo, saltando, poniéndose en cuclillas. En fin, nada se despegaba. Volvió a tocar Educación física. La resistencia en apariencia asegurada menos le cedió espacio a la inoportuna preocupación por qué tan disparatadas podían ser las incrustaciones a los ojos de otros; por eso en la entrada pasó desapercibido por la innata vigilancia obsesiva de las maestras y la directora, centinelas que podían achacarle una falta a la uniformidad. Ya sentado en el salón, comenzaron los murmullos; no faltó que se escuchara entre algunos por ahí que seguro se trataba de un tiktok. Subía como espuma lenta el volumen de las voces pubertas, hasta que el peligro de desborde activó el capataz interno de la maestra de la primera clase. Ella ni se molestó en saber qué atizaba el naciente alboroto; tenía bastante tapado a Omarcito por butacas y compañeros, y chispitas de bullicio había de sobra todos los días. Bastó mandar a callar. Detuvo el sarpullido. Quedó la comezón. El grupo no perdonaría no alcanzarse a rascar. Estaba el recreo, esa grietita de tiempo que desahogaba las apremiantes necesidades mundanas de los escolares; sería la hora de saciarse el hambre de la novedad.

Los compañeros habían llegado incluso a sentir dolor, como si secretaran una segunda saliva; esto era un mazapán pero cubierto de chocolate, por una sencilla razón: fieles a la vida extramuros, las reglas tácitas de los muchachos condenaban la novedad si no era propiedad de los pudientes. Omarcito claro que lo sabía, sólo que el instinto de supervivencia le había borrado la pintura con la que estaba escrito este mandamiento en las paredes de su cabeza, así que él ni en cuenta. Sonó la chicharra del receso por fin. Omarcito recorriendo el patio con la despreocupación de un capibara. El salón detrás de él con espíritu de maremoto. Hasta que apareció el deslizamiento sutil de los riquillos del grupo por un lado para amurallarlo de frente. El resto detuvo su agua, se cuadró ante la prioridad de cuestionamiento de esta cofradía y se acomodó en forma de ágora; babeaba por escuchar.

Ni una palabra de los erigidos jueces. Ah, ya…, dijo Omarcito con un dejo de desinterés. Mis tenis, ¿verdad? ¿Qué pasó?, les preguntó, con el mismo tono. Les causó una leve irritación; podían dejarla pasar hasta cierto punto: si iban a aparentar amable interés en preguntar, mejor se decidieron por irse derecho a solicitar el llenado de su formulario. Un puñado de corazones burócratas dio inicio a la lectura de un pergamino mental, compartido como si vieran una misma pantalla y coordinado en turnos con precisión cronométrica: ¿qué marca son?, ¿te los compraron tus papás?, ¿dónde te los compraron?, ¿son originales?, ¿te los trajeron del otro lado?, ¿te hacen saltar más alto?, ¿no te calan la planta cuando caes?, ¿te hacen correr más rápido?, ¿derrapas mejor?, ¿toman la forma exacta de tus pies?, etcétera, etcétera, etcétera. Las preguntas cargaban un deliberado tono de revisión de rutina, que empezó a surtir efecto en la cabeza de Omarcito: primero pensaba que sería merecedor, o de la gracia soberana, o de la justicia de patíbulo. Luego los vio tan sobrados que hizo que su mente los mutara en hombres-gato pasándose una bola de estambre. Estos vatos nomás me andan calando. Bien que saben lo que traigo, se dijo convencido. Ese lo que traigo le agarró los ojos y se los apuntó hacia los pies de estos ministros. Se le reveló ahí en frente la sección de los tenis de lujo que todo mundo ve en las zapaterías. Los portadores, en semicírculo perfecto, unidos por una misma causa; él, recargado en un paredón invisible, contraatacando con desgano a la metralleta de interrogantes.

Medio aturdido por los disparos, ya sin saber a qué pregunta respondía ni de quién venía, se volteó hacia uno de ellos al azar y le dijo, con las palmas de las manos casi pegadas al pecho, mostradas al frente, y una sonrisa: bueno… si quieres, te los cambio sin bronca, ¿eh? La contestación suspendió el tiempo, hizo más caliente el aire del recreo, dejó atónito al auditorio, fabricó en las mentes una planta rodante cruzando entre dos bandos de la vida y una música polvorienta de harmónica entonando un camino sin retorno. ¡Tás todo toto!, replicó Neto, el aludido. ¡Éstos me hacen volar!, aseveró con la naturalidad con que los cuerpos transpiran. Ah, órale…, reviró Omarcito alzando la cara y las cejas con credulidad fingida y mirando los tenis contrarios de reojo. Como te veo muy clavado con los míos, por eso te digo que te los cambio, sin bronca, neta, insistió con pretendida generosidad en su ofrecimiento. No creo que puedas tener unos así, remató toreando al diablo. Todos pusieron cara de hipoglucémicos; Neto, que lo tenía todo en la vida, no daba crédito a estas palabras; al instante sonó de nuevo la chicharra.

Llegó el siguiente día que tocaba Educación Física. Omarcito descansó de la fiebre de sus tenis; el grupo ya los había digerido y además se mantenían resistentes; nada de qué sorprenderse, nada que poner a prueba. Sin embargo, unos tenis andaban rechinando la suela en el piso del salón, anunciando a los cuatro vientos que eran lo más nuevo de lo nuevo. Neto había llegado con un modelo de otro planeta. A la distancia ya se veían impermeables, transpirables, maleables, ligeros pero todo terreno, rectificación ortopédica, absorción total de impacto, WiFi, te hacen el súper, te piden el Uber, acompañamiento psicológico y nutricional; por supuesto, garantía de hacerte volar, ahora a la velocidad del sonido… imposibles. Si se les iba viendo más de cerca, parecía haber en ellos algo de fenómeno, un peligro por contemplarlos. Aún no llegaba la profesora de la primera hora. De los primeros que se atrevieron a acercarse más y mirar de fijo provino un goteo de risitas de ratón que alertó al resto de la especie: observarlos a corta distancia era seguro. Poco a poco todos se juntaron en torno al par y activaron sus ojos de juicio popular y sumario. El ruidito los fue contagiando hasta hacerse una lluvia de chillidos hilarantes. A Neto lo poseyó un morado sofocante en la cara, se le formó un semiárido en la boca, se fue haciendo un pequeño animal de corral pegado a una de las paredes. A Omarcito se le manifestaron sus ojos saltones, en todo su esplendor, al ver unos tenis supernuevos estropeados por minúsculos círculos de colores injertados por todas partes.



René Rojas González es un poco un exiliado de la academia de sociales por voluntad propia, pretendiente de la literatura para hacer de lo que nos sacude en la vida un lugar para habitar.

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