Pico de gallo con guayaba
Haydé Sicardi
La gruesa cobija de
tigre pesaba sobre las piernas y el torso de Tania. Pesaba tanto que en la
modorra, se sentía atrapada. Soñaba que la perseguían, que un ente alto y
oscuro la correteaba y que, aunque ella intentara correr, no podía porque sus
piernas se atrofiaban mientras algo denso y oscuro la consumía toda por dentro,
amenazando con derribarla como si se estuviera convirtiendo en piedra mientras
pretendía huir. A lo lejos, justo antes de que la oscuridad la engullera por
completo, la Tania piedra alcanzó a ver a sus compañeros de la escuela,
correteando y jugando, bailando una extraña música como poseídos. Los quería
alcanzar pero ella no se movía, el peso era demasiado, lo era todo. El ritmo se
intensificó, aumentó de volumen y Tania logró distinguirlo. Son las seis de la mañana en punto, anunció
sobre el intro del programa de radio la voz del locutor, las seis de la mañana en punto en San Quintín, Baja California.
Cuando
abrió los ojos, ya había sol. Durante la primavera, amanecía temprano en esa
parte de la península y no entendía porqué su papá tenía el afán de tapar a sus
hijos con las cobijas más calientes cuando llegaba y los encontraba dormidos,
que en realidad era siempre, pues salía de la planta de empaque tarde y solía
llegar a casa en la madrugada. La mamá de Tania trabajaba en la misma empresa y
cubría el turno contrario de su padre, ella salía de casa temprano en la
mañana, antes de que ellos partieran a la escuela y regresaba a tiempo para
hacer el relevo y la cena.
—¿Qué dejó ahora? —le preguntó su hermano al tiempo que
levantó la tapa de una olla de aluminio que se calentaba a fuego bajo sobre la
estufa. —Deja ahí, Diego —advirtió Tania, —mi mami quedó de llevar el guisado a
la reunión en casa de mi abuelita. —¿Y qué vamos a desayunar? —Diego ya traía
puesto el uniforme completo. Era un año mayor que Tania, así que cursaba la
prepa. Tania se había puesto la falda y la camisa de botones, aunque no se
alcanzó a fajar ni a poner las calcetas, los zapatos Mickey y el suéter
escolar, porque sus dos hermanitos despertaron. —Sírvele a los cuates del
desayuno que dejó mi mami en ese sartén y pues de una vez sírvete tú. —Mientras
decía esto, Tania peinaba a la cuata, que tenía seis años y el pelo hasta media
espalda. Sus tripas rugieron cuando habló sobre la comida. Diego dividió el
huevo con chorizo en tres platos, tomó tres tenedores y los puso sobre los
trastes, después los colocó frente a sus hermanitos y comió del suyo.
—Ya me voy —dijo Diego al terminar, limpiándose los restos
de comida y jugo de naranja con la manga del suéter del uniforme. —¿Tú los
llevas, verdad? —Tania miró alrededor al tiempo que terminó de dar la tercera
vuelta a la liga con la que sujetaba la cola de caballo en la parte trasera de
la cabeza de su hermana. —¿Quién más? —preguntó sin esperar respuesta, luego
soltó la cabeza de la niña y comenzó a fajarse la camisa a prisa, manchando sin
querer la parte donde sus dedos la tocaron, de gel con brillantina. —Órale,
flaca —le dijo Diego mientras raspó los restos de huevo del sartén sobre un
cuarto plato, porción que completó con un poco que quedaba de la suya, para
después sacar otro tenedor del cajón, clavarlo en el huevo tieso y ponerlo
sobre la mesa frente a ella. —Te miro al rato —le dijo, seguido de un beso en
la coronilla.
Tania apuró a los cuates para salir temprano. Sabía que
caminar con ellos era lento, que necesitaba tener cuidado, llevarlos de la
mano. El kínder le quedaba en camino a la secundaria, pero no podía nada más
dejarlos, necesitaba entregarlos con su miss, esperar a que entraran y decirles
adiós cuando voltearan a buscarla, sino lloraban y el asunto se volvía eterno.
Después de eso inevitablemente corría, tenía que correr, sino no alcanzaba a
llegar dentro del plazo de tolerancia y ya llevaba tres retardos; el siguiente
ameritaba suspensión. Eventualmente logró que sus hermanitos hicieran pipí, se
lavaran las manos y agarraran su lonchera, pero en camino a la puerta, se
tropezó con las botas de su papá, que dormía boca abajo sobre el sillón, aún
usando el uniforme de la empresa. El ruido lo despertó. —¡Eh! ¿Verónica?
—preguntó sorprendido, levantando levemente la cabeza, aún con los ojos
cerrados. —No papi, soy yo, Tania, vuélvete a dormir. —Tania, —abrió un ojo
—¿ya se van? —Sí, me llevo a los cuates y el Diego salió hace rato. —Mmm
—murmuró y volvió a recargar la cabeza sobre el cojín, —¿hay comida? —Sí,
recalentado de ayer. —Ah, ok —cuando parecía que se había vuelto a dormir y
Tania se disponía a abrir la puerta, lo escuchó decir detrás de ella —mija, no
seas malita, ¿me tapas?
Logró
entrar a la escuela antes de que cerraran la reja. Esperaba alcanzar a pasar al
mercadito de la esquina para comprar las guayabas que le encargó su mamá antes
de irse, pero no pudo y si no las llevaba, sabía que no se lo perdonaría. El
pico de gallo era la especialidad de su madre, lo hacía con cualquier fruta que
estuviera de temporada. A veces era pico de gallo de mango, otras de naranja o
incluso de fresa, cuando había sobreproducción del producto de exportación en
los invernaderos del pueblo y los gerentes le regalaban cajas a los empleados.
Pero esta vez tocaba de guayaba y ese era el favorito de su familia. —Si no hay
postre, no me reclamen a mí —escuchó que le dijo por teléfono a su tía la noche
anterior, —es responsabilidad de esta chamaca.
En la entrada se encontró con su mejor amiga, Bety, que
también llegaba tarde pero por razones distintas. Bety la agarró del brazo y
enganchó el suyo con el de ella. —No mames, me desperté tardísimo —le dijo
acercándose a su oído como si tuviera un sucio secreto, —anoche me dormí a las
doce viendo la de la Bruja de Blair. —¿Y no te dio miedo? —preguntó Tania, su
amiga se las daba de muy valiente pero al chile, era reculona. —No, claro que
no. La vi toda y después me quedé dormida. Me tuve que levantar en chinga
porque ya se iba mi raite, apenas alcancé a agarrar mi burrito. —La mamá de
Bety vendía burritos. Realmente no tenían la necesidad, pues sus papás eran
dueños de una farmacia, pero la señora pensó que sería buena idea poner una
canasta de burritos en la entrada. Los preparaba ella misma temprano en la
mañana mientras su hija se alistaba para la escuela y su esposo para el
trabajo. Los hacía de huevo con jamón, de machaca, de bistec ranchero y los que
más le gustaban a Tania, los de frijol con queso. Eso sí, las tortillas no las
amasaba ella misma, se las compraba a una vecina por docena. Así fue que a las
amigas se les ocurrió vender burritos en la escuela.
—Vas a ver que vamos a hacer un dineral —le dijo Bety
hacía ya varias semanas para intentar convencerla, —mi mamá es muy buena paga.
—Un día antes habían escuchado en la radio que su banda favorita daría un
concierto en Tijuana. —Tijuana está relejos, Bety —había argumentado Tania.
—Hay un camión que sale de aquí y te deja en la línea, no es nada. —Bety estaba
acostumbrada a viajar con su mamá para visitar a sus parientes que vivían en el
otro lado, así que sabía sobre eso, al menos más que Tania, que fuera de los
viajes a Durango para ver a la familia y el ocasional paseo a Ensenada para
hacer compras o para ir a la playa, nunca había salido del pueblo. Al final la
convenció y ahora, diario llegaban con variedad de burritos envueltos en trapos
dentro de la hielera portable que su amiga traía de casa. —El acuerdo había
sido este: la mamá de Bety, quien no dejaba pasar una oportunidad para enseñar
a la juventud sobre el emprendimiento y el valor del dinero, pondría los
burritos y ellas los venderían a cambio de una comisión. Eso sí, no debían
descuidar sus estudios, advirtió, porque eso es lo más importante. Cuando en
broma, les preguntó si preferían que les pagara con un porcentaje de la venta o
con burritos, Tania fue rápida en responder que en burritos, saboreándose la
tortilla de harina esponjosa rellena de los frijoles cremosos y humeantes
mezclados con el queso derretido. Bety le dio un codazo y su mamá se rio y dijo
—no se preocupen, les voy a echar burritos extra cada día para su lonche
—después volteó a ver a Bety y le guiñó un ojo, —en especial de frijolito.
Tania estaba a cargo de las cuentas y llevaba el registro
de sus ventas en un cuaderno marca Estrella que tenía la foto de un golden retriever en la portada. En pluma de tinta morada, escribía el día, en otra
columna, con tinta verde, el dinero que habían cobrado, luego en las siguientes
dos, con tinta azul y rosa, escribía cuánto de eso se iba para la mamá de Bety
y cuánto para ellas. Un día, a la hora del recreo, anunció a su amiga que ya
casi tenían lo de los boletos. Bety chupaba el borde de una bolsa de Ruffles
con chamoy que apretaba y torcía para sacarle hasta el último pedacito de
fritanga remojada en chile y limón. —Nos hace falta para el pasaje —se detuvo
para jalar aire con la boca, —¡ay wey! —agarró su lata de coca y sorbió el
líquido enchilada —ajá, digo, nos falta para el pasaje y los gastos. —Tania
sabía todo esto, ya había sacado un presupuesto. —Sí, no creo que nos alcancé
el tiempo vendiendo burritos. Necesitamos vender otra cosa. Y ya sabes, pedir
permiso para ir. —Quedamos en que eso sería al final. Primero el dinero. —Bety
no quería pedir permiso hasta que pasara la época de exámenes y encontrara una
manera de ocultarle a sus papás que había sacado cuatro en matemáticas. Tania
tampoco se moría de ganas de pedirlo porque sabía que lo más probable era que
su mamá no la dejara, pero tenía esperanzas. —Y si no, —concluyó Bety, sus
labios y la piel que los rodeaba teñidos de un rojo artificial —nos
escapamos. —Decidieron que venderían
quequitos de chocolate y de vainilla, y si aún así les hacía falta, recurrirían
a pedir prestado.
—¿Me
prestas un peso? —Bety nunca sentía pena, era algo que Tania le envidiaba.
Faltaban días para el concierto, aún les faltaban doscientos pesos y seguían
sin pedir permiso. Era ahora o nunca. Los niños del equipo de fútbol siempre
traían dinero para comprar lonche en la tarde, le había dicho Bety, por eso
ahora estaban en las canchas pidiéndoles prestado. —Ándale —insistió al portero
del equipo, —mejor cinco. —Tania caminaba detrás de ella y después de un rato,
entre risas, carrilla y más de un balonazo, había perdido la pena. Al final
lograron juntar el dinero que les faltaba y hasta se llevaron una invitación
para el cumpleaños del capitán del equipo, que iba en prepa y que sería esa
misma tarde. Quedaron en que a la salida Bety acompañaría a Tania a comprar las
guayabas para el pico de gallo, después se armarían de valor y llamarían a sus
papás del teléfono público que estaba afuera de la frutería para pedir el
permiso e ir a comprar los boletos a la farmacia San Cristóbal, que era el
punto de distribución selecto y la competencia de la familia de Bety.
El teléfono dio tono. Tania jugaba nerviosamente con el
cable que conectaba el manófono con el resto del equipo, mientras Bety, ligera,
pues ya le habían dicho que sí, que nomás le avisaran a sus tíos de Tijuana
para que fueran por ellas a la central, platicaba con dos chicas que eran
compañeras del hermano de Tania y que también querían ir al concierto. —Sí,
—les decía, —nos vamos a ir en camión y allá nos van a recoger unos novios que
hicimos en el chat. —Mientras alardeaba, golpeaba con sus rodillas la hielera
vacía que colgaba de su hombro, enrollando la correa y volviéndola a
desenrollar, haciéndola girar sobre su propio eje. Por el oído que no tenía
pegado al auricular, Tania escuchaba a su mejor amiga mentir, pero en lugar de
sentir envidia por su facilidad para hablar con quien fuera o fastidio por su
tendencia a inventar historias, sintió cómo sus pies se pegaban al suelo y
enseguida, sus piernas se paralizaban. —¿Bueno? —escuchó que respondió su mamá.
Tania arrancó en un monólogo, el que tenía anotado en una hojita de la Hello
Kitty que ya había hecho bolita tantas veces que las palabras se perdían entre
los pliegues de la hoja. —Y juntamos el dinero, amá. Vendimos los burritos que
hace la mamá de la Bety, quequitos de los que venden en la tienda de Toñita y
otras cosas así —no supo porqué pero le dio pena decirle a su mamá que le
habían pedido dinero a sus compañeros. —No necesitarían darme nada de dinero ni
tú ni mi papi. —Esta última parte era la que la tenía orgullosa. Sus papás
siempre hablaban de la falta de dinero y de lo caro que era todo, seguro se
sentirían orgullosos de saber que ella podía ver por sí misma. —¡Ay, Tania!
¿Cómo se te ocurre? Tú sabes que los viernes trabajo. —Claro que sabía, lo
sabía todos los días desde que habían nacido los cuates. Lo sabía cuando sus
vecinos se juntaban a jugar Nintendo y ella tenía que regresar a su casa antes
de que llegara su turno, para cambiarle el pañal cagado a su hermana. También
lo sabía cuando no podía ir a una fiesta porque su papá era el único adulto en
la casa y estaba tan cansado que dormía todo el día, y cuando su hermano sí
podía ir, aunque solo se llevaran un año y aunque ella sacara mejores
calificaciones, porque cómo se iba a quedar el Dieguito solo con los cuates. La
parálisis ya había subido hasta su cabeza y ella era de piedra. Antes de
colgar, su mamá le recordó sobre las guayabas. —No las vayas a olvidar, mija,
por favor. Ayúdame tantito. —Tania inhaló en el momento que escuchó la palabra "mija" y para el "tantito", el aire ya iba de salida, pero no era fresco, era
fuego y era puro, pues los vellos que recubrían la parte interna de su nariz,
ya lo habían limpiado de las partículas de polvo que flotaban en su pueblo todo
el tiempo, como si existiera en San Quintín una ráfaga permanente, que nunca
dejaba que la tierra simplemente se quedara en el suelo, no, hacía que lo cubriera todo, un musgo seco y
estéril, permanentemente contaminando las caras, los cuerpos y los planes de
sus habitantes. —Sí, mamá —respondió con
la voz más dulce que logró conjurar.
Después colgó y recogió del piso la bolsa con la fruta, apretando el
nudo de plástico en su puño hasta que dejó marcas rojas y palpitantes en la
palma de su mano.
Una
botella de doscientos mililitros de New Mix, seis Caribe Coolers, dos paquetes
de cigarros, tres empaques de papitas, tostilocos, gomitas con chile y cuatro
chocolates americanos. Para todo eso les alcanzó con su parte de la venta y lo
que habían pedido prestado. Y todavía les sobraba. —Al cabo no vas a ir al
concierto, —le había dicho Bety para convencerla de usar el dinero y verse
chingona pichando la peda —en dos semanas volvemos a juntarlo. —Claro que ella
sí iría, aclaró antes, con las compañeras de su hermano, las que acababan de
conocer, lo habían decidido mientras ella estaba al teléfono con su jefa. —Ay
Tania, —se había quejado cuando osó pedirle que no fuera y mejor viera el
concierto en la tele con ella, en solidaridad —pero si a mí sí me dieron
permiso, no es justo. Te grabo un video cuando canten la de Coqueta —dijo en un
intento por limpiar su conciencia, —es más
y te traigo una camiseta. —Luego su amiga sobó su hombro y buscó sus
ojos con una sonrisa que a Tania le apestó a lástima.
Pero ella no dijo nada. No insistió. Así como tampoco
insistió con su mamá por el permiso. Tania guardó silencio y apretó aún más la
bolsa con las guayabas que tenía ya rato cargando y que a esas alturas,
comenzaban a apestar.
Siguió a las otras cuando decidieron ir a la fiesta. También las siguió, en silencio y cabizbaja,
al expendio donde compraron las provisiones. Caminaron juntas cargando el botín
hasta que, antes de entrar a la casa, Bety la detuvo. —¿Qué pedo wey? —le
preguntó Tania, poniendo su mano sobre su brazo y notando un ligero temblor. —Te da miedo entrar, ¿verdad? —inquirió sinceramente. —Bety resopló, se soltó
del agarre de Tania y refutó —Claro que no. Tú estás agüitada por lo del
concierto, me cae que quieres irte a tu casa, ¿no? —aunque nunca habían estado
en una fiesta de prepa, Tania no sentía miedo, y a pesar de eso, con todos los
dientes, mintió. —Sí, amiga, mejor entra tú, yo le tengo que llevar las
guayabas a mi mami. —¿Van a venir o qué? —cuestionó una de sus acompañantes que
ya estaba adentro repartiendo la mercancía. Tania la miró, luego vio a Bety,
parada ahí con la bolsa de fruta pachichi colgando de la mano, con los zapatos
Micky enterregados y el suéter manchado de brillantina. —Bueno, —contestó —pero
si mi mamá pregunta, estoy contigo, ¿ok? —diciendo esto y sin esperar
respuesta, Bety corrió adentro hacia sus nuevas amigas.
El
teléfono dio tono. La señora de la casa respondió. Después Tania preguntó por
su amiga. —¿En serio no está? Pero si me dijo que iba en camino a su casa —dijo
en un tono de voz preocupado, el que mejor logró conjurar —a lo mejor tiene
miedo de llegar por lo del examen de matemáticas. —La mamá de Bety preguntó qué
sobre el examen de matemáticas. —Sí, pues con eso de que reprobó. —Hablaron
unos segundos más, en los que Tania expresó su interés por su amiga. —Ya sabe,
es que a mí no me gusta juntarme con los de prepa, son remalandros. —La mamá
le agradeció la llamada y por ser tan buena amiga para su hija, luego Tania la
escuchó tomar las llaves de su carro y por último, despedirse. Cuando colgó,
notó cómo la tensión en sus músculos aminoraba, pudo mover sus extremidades con
soltura y dio un brinquito para bajar de la banqueta. Antes de cruzar la calle,
giró y recogió del piso, junto al teléfono, la bolsa de plástico con fruta
mosqueada que había dejado hacía unos instantes, justo debajo de un rayo de sol.
Uno, dos, tres, uno, dos, tres, contaba Tania cada vez que
sus rodillas cachaban el rebote de la bolsa en camino a casa de su nana. Uno,
dos, tres contaba, luego soltaba la bolsa sin guardar cuidado y se tallaba los
ojos irritados por el polvo. Cuando finalmente llegó a la casa, abrió la bolsa
y metió la mano dentro. Sacó una guayaba que aún estaba inmadura, verde, joven,
arrancada del árbol antes de tiempo y haciendo fuerza con su puño, la aplastó
hasta que la pulpa y las semillas se desparramaron por las fisuras entre sus
dedos. —Guácala —se dijo a sí misma. —Tiró la plasta en el zacate de su nana, se
limpió la mano en el muslo desnudo y contó de nuevo, antes de tocar la puerta
—uno, dos, tres. Tres años para poder largarme de aquí.