Letrinas: «Pico de gallo con guayaba»

Haydé Sicardi (Ensenada, 1987) es Abogada por la UABC y se ha desarrollado principalmente en el ramo corporativo. Escribe cuento, crónica y ensayo.



Pico de gallo con guayaba

Haydé Sicardi


La gruesa cobija de tigre pesaba sobre las piernas y el torso de Tania. Pesaba tanto que en la modorra, se sentía atrapada. Soñaba que la perseguían, que un ente alto y oscuro la correteaba y que, aunque ella intentara correr, no podía porque sus piernas se atrofiaban mientras algo denso y oscuro la consumía toda por dentro, amenazando con derribarla como si se estuviera convirtiendo en piedra mientras pretendía huir. A lo lejos, justo antes de que la oscuridad la engullera por completo, la Tania piedra alcanzó a ver a sus compañeros de la escuela, correteando y jugando, bailando una extraña música como poseídos. Los quería alcanzar pero ella no se movía, el peso era demasiado, lo era todo. El ritmo se intensificó, aumentó de volumen y Tania logró distinguirlo. Son las seis de la mañana en punto, anunció sobre el intro del programa de radio la voz del locutor, las seis de la mañana en punto en San Quintín, Baja California.

Cuando abrió los ojos, ya había sol. Durante la primavera, amanecía temprano en esa parte de la península y no entendía porqué su papá tenía el afán de tapar a sus hijos con las cobijas más calientes cuando llegaba y los encontraba dormidos, que en realidad era siempre, pues salía de la planta de empaque tarde y solía llegar a casa en la madrugada. La mamá de Tania trabajaba en la misma empresa y cubría el turno contrario de su padre, ella salía de casa temprano en la mañana, antes de que ellos partieran a la escuela y regresaba a tiempo para hacer el relevo y la cena.

—¿Qué dejó ahora? —le preguntó su hermano al tiempo que levantó la tapa de una olla de aluminio que se calentaba a fuego bajo sobre la estufa. —Deja ahí, Diego —advirtió Tania, —mi mami quedó de llevar el guisado a la reunión en casa de mi abuelita. —¿Y qué vamos a desayunar? —Diego ya traía puesto el uniforme completo. Era un año mayor que Tania, así que cursaba la prepa. Tania se había puesto la falda y la camisa de botones, aunque no se alcanzó a fajar ni a poner las calcetas, los zapatos Mickey y el suéter escolar, porque sus dos hermanitos despertaron. —Sírvele a los cuates del desayuno que dejó mi mami en ese sartén y pues de una vez sírvete tú. —Mientras decía esto, Tania peinaba a la cuata, que tenía seis años y el pelo hasta media espalda. Sus tripas rugieron cuando habló sobre la comida. Diego dividió el huevo con chorizo en tres platos, tomó tres tenedores y los puso sobre los trastes, después los colocó frente a sus hermanitos y comió del suyo.

—Ya me voy —dijo Diego al terminar, limpiándose los restos de comida y jugo de naranja con la manga del suéter del uniforme. —¿Tú los llevas, verdad? —Tania miró alrededor al tiempo que terminó de dar la tercera vuelta a la liga con la que sujetaba la cola de caballo en la parte trasera de la cabeza de su hermana. —¿Quién más? —preguntó sin esperar respuesta, luego soltó la cabeza de la niña y comenzó a fajarse la camisa a prisa, manchando sin querer la parte donde sus dedos la tocaron, de gel con brillantina. —Órale, flaca —le dijo Diego mientras raspó los restos de huevo del sartén sobre un cuarto plato, porción que completó con un poco que quedaba de la suya, para después sacar otro tenedor del cajón, clavarlo en el huevo tieso y ponerlo sobre la mesa frente a ella. —Te miro al rato —le dijo, seguido de un beso en la coronilla.

Tania apuró a los cuates para salir temprano. Sabía que caminar con ellos era lento, que necesitaba tener cuidado, llevarlos de la mano. El kínder le quedaba en camino a la secundaria, pero no podía nada más dejarlos, necesitaba entregarlos con su miss, esperar a que entraran y decirles adiós cuando voltearan a buscarla, sino lloraban y el asunto se volvía eterno. Después de eso inevitablemente corría, tenía que correr, sino no alcanzaba a llegar dentro del plazo de tolerancia y ya llevaba tres retardos; el siguiente ameritaba suspensión. Eventualmente logró que sus hermanitos hicieran pipí, se lavaran las manos y agarraran su lonchera, pero en camino a la puerta, se tropezó con las botas de su papá, que dormía boca abajo sobre el sillón, aún usando el uniforme de la empresa. El ruido lo despertó. —¡Eh! ¿Verónica? —preguntó sorprendido, levantando levemente la cabeza, aún con los ojos cerrados. —No papi, soy yo, Tania, vuélvete a dormir. —Tania, —abrió un ojo —¿ya se van? —Sí, me llevo a los cuates y el Diego salió hace rato. —Mmm —murmuró y volvió a recargar la cabeza sobre el cojín, —¿hay comida? —Sí, recalentado de ayer. —Ah, ok —cuando parecía que se había vuelto a dormir y Tania se disponía a abrir la puerta, lo escuchó decir detrás de ella —mija, no seas malita, ¿me tapas? 

         Logró entrar a la escuela antes de que cerraran la reja. Esperaba alcanzar a pasar al mercadito de la esquina para comprar las guayabas que le encargó su mamá antes de irse, pero no pudo y si no las llevaba, sabía que no se lo perdonaría. El pico de gallo era la especialidad de su madre, lo hacía con cualquier fruta que estuviera de temporada. A veces era pico de gallo de mango, otras de naranja o incluso de fresa, cuando había sobreproducción del producto de exportación en los invernaderos del pueblo y los gerentes le regalaban cajas a los empleados. Pero esta vez tocaba de guayaba y ese era el favorito de su familia. —Si no hay postre, no me reclamen a mí —escuchó que le dijo por teléfono a su tía la noche anterior, —es responsabilidad de esta chamaca.

En la entrada se encontró con su mejor amiga, Bety, que también llegaba tarde pero por razones distintas. Bety la agarró del brazo y enganchó el suyo con el de ella. —No mames, me desperté tardísimo —le dijo acercándose a su oído como si tuviera un sucio secreto, —anoche me dormí a las doce viendo la de la Bruja de Blair. —¿Y no te dio miedo? —preguntó Tania, su amiga se las daba de muy valiente pero al chile, era reculona. —No, claro que no. La vi toda y después me quedé dormida. Me tuve que levantar en chinga porque ya se iba mi raite, apenas alcancé a agarrar mi burrito. —La mamá de Bety vendía burritos. Realmente no tenían la necesidad, pues sus papás eran dueños de una farmacia, pero la señora pensó que sería buena idea poner una canasta de burritos en la entrada. Los preparaba ella misma temprano en la mañana mientras su hija se alistaba para la escuela y su esposo para el trabajo. Los hacía de huevo con jamón, de machaca, de bistec ranchero y los que más le gustaban a Tania, los de frijol con queso. Eso sí, las tortillas no las amasaba ella misma, se las compraba a una vecina por docena. Así fue que a las amigas se les ocurrió vender burritos en la escuela.

—Vas a ver que vamos a hacer un dineral —le dijo Bety hacía ya varias semanas para intentar convencerla, —mi mamá es muy buena paga. —Un día antes habían escuchado en la radio que su banda favorita daría un concierto en Tijuana. —Tijuana está relejos, Bety —había argumentado Tania. —Hay un camión que sale de aquí y te deja en la línea, no es nada. —Bety estaba acostumbrada a viajar con su mamá para visitar a sus parientes que vivían en el otro lado, así que sabía sobre eso, al menos más que Tania, que fuera de los viajes a Durango para ver a la familia y el ocasional paseo a Ensenada para hacer compras o para ir a la playa, nunca había salido del pueblo. Al final la convenció y ahora, diario llegaban con variedad de burritos envueltos en trapos dentro de la hielera portable que su amiga traía de casa. —El acuerdo había sido este: la mamá de Bety, quien no dejaba pasar una oportunidad para enseñar a la juventud sobre el emprendimiento y el valor del dinero, pondría los burritos y ellas los venderían a cambio de una comisión. Eso sí, no debían descuidar sus estudios, advirtió, porque eso es lo más importante. Cuando en broma, les preguntó si preferían que les pagara con un porcentaje de la venta o con burritos, Tania fue rápida en responder que en burritos, saboreándose la tortilla de harina esponjosa rellena de los frijoles cremosos y humeantes mezclados con el queso derretido. Bety le dio un codazo y su mamá se rio y dijo —no se preocupen, les voy a echar burritos extra cada día para su lonche —después volteó a ver a Bety y le guiñó un ojo, —en especial de frijolito. 

Tania estaba a cargo de las cuentas y llevaba el registro de sus ventas en un cuaderno marca Estrella que tenía la foto de un golden retriever en la portada. En pluma de tinta morada, escribía el día, en otra columna, con tinta verde, el dinero que habían cobrado, luego en las siguientes dos, con tinta azul y rosa, escribía cuánto de eso se iba para la mamá de Bety y cuánto para ellas. Un día, a la hora del recreo, anunció a su amiga que ya casi tenían lo de los boletos. Bety chupaba el borde de una bolsa de Ruffles con chamoy que apretaba y torcía para sacarle hasta el último pedacito de fritanga remojada en chile y limón. —Nos hace falta para el pasaje —se detuvo para jalar aire con la boca, —¡ay wey! —agarró su lata de coca y sorbió el líquido enchilada —ajá, digo, nos falta para el pasaje y los gastos. —Tania sabía todo esto, ya había sacado un presupuesto. —Sí, no creo que nos alcancé el tiempo vendiendo burritos. Necesitamos vender otra cosa. Y ya sabes, pedir permiso para ir. —Quedamos en que eso sería al final. Primero el dinero. —Bety no quería pedir permiso hasta que pasara la época de exámenes y encontrara una manera de ocultarle a sus papás que había sacado cuatro en matemáticas. Tania tampoco se moría de ganas de pedirlo porque sabía que lo más probable era que su mamá no la dejara, pero tenía esperanzas. —Y si no, —concluyó Bety, sus labios y la piel que los rodeaba teñidos de un rojo artificial —nos escapamos. —Decidieron que venderían quequitos de chocolate y de vainilla, y si aún así les hacía falta, recurrirían a pedir prestado.

           —¿Me prestas un peso? —Bety nunca sentía pena, era algo que Tania le envidiaba. Faltaban días para el concierto, aún les faltaban doscientos pesos y seguían sin pedir permiso. Era ahora o nunca. Los niños del equipo de fútbol siempre traían dinero para comprar lonche en la tarde, le había dicho Bety, por eso ahora estaban en las canchas pidiéndoles prestado. —Ándale —insistió al portero del equipo, —mejor cinco. —Tania caminaba detrás de ella y después de un rato, entre risas, carrilla y más de un balonazo, había perdido la pena. Al final lograron juntar el dinero que les faltaba y hasta se llevaron una invitación para el cumpleaños del capitán del equipo, que iba en prepa y que sería esa misma tarde. Quedaron en que a la salida Bety acompañaría a Tania a comprar las guayabas para el pico de gallo, después se armarían de valor y llamarían a sus papás del teléfono público que estaba afuera de la frutería para pedir el permiso e ir a comprar los boletos a la farmacia San Cristóbal, que era el punto de distribución selecto y la competencia de la familia de Bety.

El teléfono dio tono. Tania jugaba nerviosamente con el cable que conectaba el manófono con el resto del equipo, mientras Bety, ligera, pues ya le habían dicho que sí, que nomás le avisaran a sus tíos de Tijuana para que fueran por ellas a la central, platicaba con dos chicas que eran compañeras del hermano de Tania y que también querían ir al concierto. —Sí, —les decía, —nos vamos a ir en camión y allá nos van a recoger unos novios que hicimos en el chat. —Mientras alardeaba, golpeaba con sus rodillas la hielera vacía que colgaba de su hombro, enrollando la correa y volviéndola a desenrollar, haciéndola girar sobre su propio eje. Por el oído que no tenía pegado al auricular, Tania escuchaba a su mejor amiga mentir, pero en lugar de sentir envidia por su facilidad para hablar con quien fuera o fastidio por su tendencia a inventar historias, sintió cómo sus pies se pegaban al suelo y enseguida, sus piernas se paralizaban. —¿Bueno? —escuchó que respondió su mamá. Tania arrancó en un monólogo, el que tenía anotado en una hojita de la Hello Kitty que ya había hecho bolita tantas veces que las palabras se perdían entre los pliegues de la hoja. —Y juntamos el dinero, amá. Vendimos los burritos que hace la mamá de la Bety, quequitos de los que venden en la tienda de Toñita y otras cosas así —no supo porqué pero le dio pena decirle a su mamá que le habían pedido dinero a sus compañeros. —No necesitarían darme nada de dinero ni tú ni mi papi. —Esta última parte era la que la tenía orgullosa. Sus papás siempre hablaban de la falta de dinero y de lo caro que era todo, seguro se sentirían orgullosos de saber que ella podía ver por sí misma. —¡Ay, Tania! ¿Cómo se te ocurre? Tú sabes que los viernes trabajo. —Claro que sabía, lo sabía todos los días desde que habían nacido los cuates. Lo sabía cuando sus vecinos se juntaban a jugar Nintendo y ella tenía que regresar a su casa antes de que llegara su turno, para cambiarle el pañal cagado a su hermana. También lo sabía cuando no podía ir a una fiesta porque su papá era el único adulto en la casa y estaba tan cansado que dormía todo el día, y cuando su hermano sí podía ir, aunque solo se llevaran un año y aunque ella sacara mejores calificaciones, porque cómo se iba a quedar el Dieguito solo con los cuates. La parálisis ya había subido hasta su cabeza y ella era de piedra. Antes de colgar, su mamá le recordó sobre las guayabas. —No las vayas a olvidar, mija, por favor. Ayúdame tantito. —Tania inhaló en el momento que escuchó la palabra "mija" y para el "tantito", el aire ya iba de salida, pero no era fresco, era fuego y era puro, pues los vellos que recubrían la parte interna de su nariz, ya lo habían limpiado de las partículas de polvo que flotaban en su pueblo todo el tiempo, como si existiera en San Quintín una ráfaga permanente, que nunca dejaba que la tierra simplemente se quedara en el suelo, no, hacía que lo cubriera todo, un musgo seco y estéril, permanentemente contaminando las caras, los cuerpos y los planes de sus habitantes.  —Sí, mamá —respondió con la voz más dulce que logró conjurar.  Después colgó y recogió del piso la bolsa con la fruta, apretando el nudo de plástico en su puño hasta que dejó marcas rojas y palpitantes en la palma de su mano.

        Una botella de doscientos mililitros de New Mix, seis Caribe Coolers, dos paquetes de cigarros, tres empaques de papitas, tostilocos, gomitas con chile y cuatro chocolates americanos. Para todo eso les alcanzó con su parte de la venta y lo que habían pedido prestado. Y todavía les sobraba. —Al cabo no vas a ir al concierto, —le había dicho Bety para convencerla de usar el dinero y verse chingona pichando la peda —en dos semanas volvemos a juntarlo. —Claro que ella sí iría, aclaró antes, con las compañeras de su hermano, las que acababan de conocer, lo habían decidido mientras ella estaba al teléfono con su jefa. —Ay Tania, —se había quejado cuando osó pedirle que no fuera y mejor viera el concierto en la tele con ella, en solidaridad —pero si a mí sí me dieron permiso, no es justo. Te grabo un video cuando canten la de Coqueta —dijo en un intento por limpiar su conciencia, —es más  y te traigo una camiseta. —Luego su amiga sobó su hombro y buscó sus ojos con una sonrisa que a Tania le apestó a lástima.

Pero ella no dijo nada. No insistió. Así como tampoco insistió con su mamá por el permiso. Tania guardó silencio y apretó aún más la bolsa con las guayabas que tenía ya rato cargando y que a esas alturas, comenzaban a apestar.

Siguió a las otras cuando decidieron ir a la fiesta.  También las siguió, en silencio y cabizbaja, al expendio donde compraron las provisiones. Caminaron juntas cargando el botín hasta que, antes de entrar a la casa, Bety la detuvo. —¿Qué pedo wey? —le preguntó Tania, poniendo su mano sobre su brazo y notando un ligero temblor. —Te da miedo entrar, ¿verdad? —inquirió sinceramente. —Bety resopló, se soltó del agarre de Tania y refutó —Claro que no. Tú estás agüitada por lo del concierto, me cae que quieres irte a tu casa, ¿no? —aunque nunca habían estado en una fiesta de prepa, Tania no sentía miedo, y a pesar de eso, con todos los dientes, mintió. —Sí, amiga, mejor entra tú, yo le tengo que llevar las guayabas a mi mami. —¿Van a venir o qué? —cuestionó una de sus acompañantes que ya estaba adentro repartiendo la mercancía. Tania la miró, luego vio a Bety, parada ahí con la bolsa de fruta pachichi colgando de la mano, con los zapatos Micky enterregados y el suéter manchado de brillantina. —Bueno, —contestó —pero si mi mamá pregunta, estoy contigo, ¿ok? —diciendo esto y sin esperar respuesta, Bety corrió adentro hacia sus nuevas amigas.

        El teléfono dio tono. La señora de la casa respondió. Después Tania preguntó por su amiga. —¿En serio no está? Pero si me dijo que iba en camino a su casa —dijo en un tono de voz preocupado, el que mejor logró conjurar —a lo mejor tiene miedo de llegar por lo del examen de matemáticas. —La mamá de Bety preguntó qué sobre el examen de matemáticas. —Sí, pues con eso de que reprobó. —Hablaron unos segundos más, en los que Tania expresó su interés por su amiga. —Ya sabe, es que a mí no me gusta juntarme con los de prepa, son remalandros. —La mamá le agradeció la llamada y por ser tan buena amiga para su hija, luego Tania la escuchó tomar las llaves de su carro y por último, despedirse. Cuando colgó, notó cómo la tensión en sus músculos aminoraba, pudo mover sus extremidades con soltura y dio un brinquito para bajar de la banqueta. Antes de cruzar la calle, giró y recogió del piso, junto al teléfono, la bolsa de plástico con fruta mosqueada que había dejado hacía unos instantes, justo debajo de un rayo de sol.

Uno, dos, tres, uno, dos, tres, contaba Tania cada vez que sus rodillas cachaban el rebote de la bolsa en camino a casa de su nana. Uno, dos, tres contaba, luego soltaba la bolsa sin guardar cuidado y se tallaba los ojos irritados por el polvo. Cuando finalmente llegó a la casa, abrió la bolsa y metió la mano dentro. Sacó una guayaba que aún estaba inmadura, verde, joven, arrancada del árbol antes de tiempo y haciendo fuerza con su puño, la aplastó hasta que la pulpa y las semillas se desparramaron por las fisuras entre sus dedos. —Guácala —se dijo a sí misma. —Tiró la plasta en el zacate de su nana, se limpió la mano en el muslo desnudo y contó de nuevo, antes de tocar la puerta —uno, dos, tres. Tres años para poder largarme de aquí.




Haydé Sicardi (Ensenada, 1987) es Abogada por la UABC y se ha desarrollado principalmente en el ramo corporativo. Ha tomado talleres de crónica, ensayo, perfil y cuento.
© Copyright | Revista Sputnik de Arte y Cultura | México, 2022.
Sputnik Medios