La Sociedad Rosa
Jazmín Félix
1
Un sinfín de cuerpos aguardan a la Licenciada en la explanada de un campo deportivo. El sol abstrae las expresiones de seguidoras y militantes del grupo político en el poder desde hace ochenta años: Partido de las Mujeres Liberadas (PML). Miles de brazos se extienden al cielo, ondean la Bandera Mexicana de Ellas: verde, blanco y rosa; al centro, un águila hembra, en el pico, un hombrecito se retuerce, sangrante, el cerebro botado, volcados los ojos.
—¡Ya viene la
Licenciada! —grita alguien. La multitud se embelese, ojos pelones, llorosos de
fruición, miran hacia el escenario.
Una mujer está
de pie en la plataforma, atisba a la muchedumbre. Cara lavada, labios rosas
fucsia. Lleva puesto un traje sastre, también de color rosa. Tacones de veinte
centímetros para pisotear al machito que quiera pasarse de la raya. La
Licenciada Pamela saluda a sus seguidoras, avienta besos colorados, festeja las
adulaciones de las voces femeninas. Sólo femeninas. Este es un partido hecho
por y para mujeres, los hombres aguardan en el hogar; friegan trastes, el piso
que taconearon sus señoras. Un hombre no tiene nada que hacer afuera de la
cocina. Lo suyo es servirle a la Sociedad Rosa.
—Hermanas
mías. Han sido ochenta años continuos desde que el PML lidera México, setenta
que gobierna este Estado. Ochenta años de libertad para nosotras, ocho décadas
que los hombrecitos dejaron de golpearnos, violarnos y asesinarnos. Quieren
arrebatarnos el poder, hermanas, la Insurgencia de Hombres crece todos los
días, ellos quieren adueñarse otra vez de nuestro destino, dominarnos. ¡No les
fue suficiente hacerlo por siglos!
—¡Perra
hembrista! —reclama una voz gruesa, atrás del lío de mujeres—. ¡Las hijas de
puta no nos van a gobernar! ¡Ni un hombre más! ¡Ni un hombre más!
—A ver,
¡muestra tu cara, hombrecito miserable! —la Licenciada se carcajea en el
micrófono.
Las guardias
de seguridad escarban entre el gentío, buscan el repugnante vello facial, los
brazos musculosos, cobardes, la manzana de Adán temblorosa, que se atrevió a
retar a la candidata favorita. Se escucha un golpe, el filo de un arma, un
grito de súplica.
—¡Lo tenemos!
—avisa la líder de guaruras.
—¡Enséñame su
cara! —ordena la candidata.
La uniformada
levanta el brazo; en la mano, exhibe la cabeza degollada de un hombre: hilos de
sangre escurren, embarran la tierra. Le sigue una sustancia grisácea, coágulos,
pedacería de hombre insípido. Mujeres alrededor se apartan, asqueadas. Ninguna
quiere ensuciarse con los restos del sexo débil.
—¡Por eso,
hermanas, por hombres como este, ¡tienen que votar por mí! —la candidata del
PML alza el puño, decora su muñeca un pañuelo rosa. Miles de manos empuñadas
forman un nudo inmenso de color, muestran con orgullo el trapo emblemático con
el que hace ochenta años, otras hermanas se rebelaron contra la sociedad
machista que las tiranizó.
La turba se
aglomera delante de la plataforma, desean tocar la bastilla del pantalón de
Pamela Rodríguez, tener entre sus dedos el tobillo de la poderosa hembra alfa
que garantiza la continuación de la Sociedad Rosa.
El hombrecito
es pisoteado, un tenis rosa sepulta el gesto doloroso que sobrevive en la cara
saturada de bigote, cejas pobladas y sangre: era el típico machito.
“Mejor se
hubiera quedado en su casa”, piensan las mujeres que empujan el cráneo contra
el pavimento.
2
—Licenciada, ¿qué le parece este copy? —pregunta un joven que recién entró a trabajar al equipo de campaña de Pamela Rodríguez.
Sentada en el
extremo de la mesa, en la sala de juntas de las instalaciones de PML, la
candidata se bebe un vino para aligerar sus nervios. Suspira y de pronto azota
la voz, su lengua alcanza el cuello de cualquiera que haya sugerido una mala
idea.
—A ver,
léelo, rápido, niño —la mesa tiembla cuando Pamela sube el pie: la pantimedia
corrida, el tacón afilado, perfecto para destrozar pitos.
—“Pamela
Rodríguez asegura la libertad de las mujeres, la continuación del poder en tus
manos, la vulneración de los hombrecitos. Vota por la fuerza femenina, vota por
Pamela, del PML”.
—Y a ti,
cariño, ¿quién te contrató? —interpela la Licenciada, una sonrisa de burla se
dibuja en su boca.
—Eh, este,
este…
—Habla bien,
que yo sepa, a los hombrecitos todavía no les hemos cortado la lengua.
—Me contrató
Lorena, la jefa de campaña.
—Estás muy
verde, niño, tu copy no me genera nada. Sé que las elecciones las tengo
ganadas, pero tiene que parecer que me esfuerzo un poquito, aunque sea.
El joven se
ruboriza, parece que va a llorar. Lorena, sentada a unas sillas de distancia, lo
amenaza con la mirada. Alguien carraspea, tose, intenta evitar expulsar el estómago
por la boca. Fue un error permitir que los hombres ingresaran al campo laboral,
aunque haya sido para el entretenimiento femenino.
—Lo siento,
señora —se disculpa el muchacho.
—Así no me
pidas perdón, al rato, te vas a mi oficina —ordena la candidata—, a ver, ¿qué
más? —baja la pierna, se incorpora.
—Las
manifestaciones de hombrecitos no paran, Licenciada —advierte Lorena—, no dejan
de llegar amenazas a las redes sociales del partido. El otro día nos llegó una
bomba, por fortuna era falsa, pero me temo que la campaña en su contra, señora,
vaya a reforzarse. A mí me parece que quieren ejecutar un golpe.
—Eso a mí no
me corresponde todavía, no soy la Gobernadora, Lorena. Deja que esa perra
inútil arregle los problemas sociales, a mí me toca, mientras tanto, venderme
bien.
Pamela se
levanta de la mesa. Antes de atravesar la puerta, se detiene. Levanta la
pierna, se quita un zapato. Sonríe, mira hacia Lorena, sostiene la punta del stiletto
y se le escapa una risita. Lorena se hace chiquita y recibe el impacto con
los ojos cerrados: la Licenciada avienta el tacón hacia ella. Corta su frente,
un chorro de sangre golpea la mesa. El niño nuevo la mira, recoge el zapato y persigue
despavorido el taconeo inconsistente de Pamela.
—Estás bien
bonito, niño. Esa carita rosita que tienes me recuerda a mi marido cuando era
joven, puras promesas y amor. Ahora parece costal de papas en la cama,
apestoso, siempre llorando. Nada más me voltea a ver cuando acomodo el
paralizador en su cuello y pulso el botón —en su oficina, Pamela juega con el
jovencito.
—Usted
también es hermosa, señora.
—Gracias,
pero no me interesa ser hermosa. Yo quiero poder. Ha pasado mucho, niño, desde
que a las mujeres nos dejaron de cautivar los cumplidos facilones que los
hombres trillados, de pocas ideas, nos tiraban disfrazados de “piropos”.
—Lo siento.
—Silencio. Mejor
acércate y chúpame la vagina, que esa boquita tuya se me antoja para todo
—ordena Pamela. Abre las piernas sobre el asiento, se recuesta. No lleva
calzones.
De rodillas
en la alfombra, el muchacho cierra los ojos. Deja de respirar antes de adentrar
la cara en la falda de la mujer. La candidata goza, acalla los chillidos del
hombrecito con sus gritos de placer.
3
Hace casi un siglo las mujeres asumieron el poder del mundo. Se hartaron del incremento de violencia doméstica, los feminicidios, exhibidos en las redes sociales los cuerpos de las víctimas, sangrantes y mutiladas. Cansadas de trabajar y luego, al llegar a casa, seguir con la limpieza del hogar, el cuidado de los hijos. La Rebelión Rosa empezó en las zonas rurales. Las manos de las obreras asfixiaron a sus maridos, les sirvieron omelette con veneno de rata. Fue como si un buen día hubieran despertado, decididas a acabar con sus opresores. Les pesaba ser mujeres, encima, pobres. Las autoridades estaban preocupadas, en las naciones europeas montaron operativos para capturar a las agrupaciones que se dedicaban a proporcionar la herramienta mortal a otras mujeres, el kit completo para acabar con el marido infiel, abusador. El hombre cuyo puño las doblegó toda la vida.
Golpes de
Estado hicieron sucumbir a los gobiernos de las grandes ciudades: París,
Londres, Rusia y Japón. Cuando la Rebelión Rosa hizo caer a la Casa Blanca, en
México se encendieron las alarmas. Para cuando tipificaron las muertes de
varones como Hombricidio, ya era tarde; las mujeres habían entrado a Los
Pinos a cortar la cabeza del Presidente.
Establecido
el Nuevo Orden de Mujeres en todo el mundo, en América Latina se formó la
Sociedad Rosa, en México fue instaurado el PML. Las mujeres quemaron la
Constitución Mexicana y redactaron una nueva. Para detener la violencia
machista, el Gobierno Federal repartió tasers en todos los hogares. Se
convirtió en el arma oficial para controlar hombrecitos. Si se ponía perro el
bato o se le veían intenciones de atentar contra la integridad femenina, un
electrochoque y se controlaba el cabrón.
Luego
vinieron las campañas “Amarra a tu hombre”, “Los machos van con bozal”. Una de
las propuestas más alabadas de la Licenciada Pamela, era la de castrar
químicamente a los hombrecitos para que dejaran de sentir placer. ¿Para qué
sentir rico? Si la misión de su órgano sexual era la procreación. El disfrute debía
de ser exclusivo para las mujeres.
Así, en
ochenta años, el hombre pasó de ser el sexo fuerte y dominar la sociedad, a ser
eliminada su presencia de la política, la dirección de grandes empresas. Acabó
reducido a limpiar mierda de bebé, lavar los calzones de su hembra alfa.
Líder de su
vida y los gobiernos, la mujer blanca y rica se convirtió en la autoridad
máxima. El hombre, fue borrado.
4
En pleno centro de la ciudad, las mujeres van y vienen del trabajo. Los hombrecitos barren las banquetas, atienden y cocinan en las cenadurías, con el mandil puesto, la cuchara de madera en la boca para probar cuánto le sobra o le falta de sal al guiso, la misma receta que sus padres y abuelos les enseñaron, con las yemas quemadas por el calor de la plancha, perdido su aliento de hombre en la masa.
Mujeres
caminan por la banqueta. Al costado, a unos pasos tras ellas, las siguen sus
hombrecitos. Van amarrados de muñeca o cuello con la “Correa rosa 5000: sujeta
bien a tu marido o novio para que no viole a ninguna mujer”.
Un hombrecito
se para en seco mientras cruza la calle junto a su señora. Admira el cielo, sus
ojitos centellean. La mujer siente el peso del marido, tira fuerte de la correa
para que el inútil avance. Se gira para ver lo que lo entretiene porque se sabe
que cualquier nimiedad roba la atención de un hombrecito. Lo encuentra pasmado;
boca entreabierta, mirada llorosa; igualita a cuando le da un billete de cien
pesos para que se compre algo bonito en el tianguis.
La mujer
rebusca en su bolsa el taser que pondrá al hombrecito en su lugar. El
viento revuelve su pelo, helado golpea su frente, la sacude. Mira el cielo, una
sombra gigante se detiene sobre ellos y el resto de las transeúntes. La mujer
se arrodilla, cubre sus oídos. El ruido satura el ambiente, el estruendo veloz
de las palas de la aeronave sacude la calle. Panfletos descienden, como lluvia
caen sobre la avenida; manos de hombrecitos detienen los papeles, los recogen
del piso.
“Planeamos la
destrucción femenina, el retorno del poder en nuestras manos”, invita el
volante, desbordado el exhorto en negritas. “Únete a la Insurgencia de
Hombres”, debajo, la ubicación de un almacén.
5
La Licenciada obtuvo una victoria aplastante en las Elecciones Estatales; superó por treinta puntos a la candidata opositora, una indígena de izquierda perteneciente al Partido Humanista de las Mujeres (PHM). Recibió el cargo hace unas semanas, entre júbilo femenino y confeti rosa.
Festejó la
victoria en un hotel, con su equipo de campaña, algunos sexoservidores de
pezones floreados y pito joven. Para cenar, whisky y líneas de cocaína.
En su
oficina, en el Palacio de Gobierno, Pamela Rodríguez termina de revisar y
aprobar unos papeles. Arriba, en el montón de hojas, firmada y sellada, aguarda
la iniciativa “Castración química para los hombrecitos”, mañana será presentada
ante legisladores.
Alguien toca
la puerta. Es el niño bonito y verde, de cara tierna, contratado por Lorena. La
Licenciada se lo quedó como secretario personal: le prepara el café y se la
chupa cuando está estresada.
—Licenciada
—llama el muchacho.
—Pasa.
—Llamaron del
Escuadrón Contra Hombres, los hombrecitos planean algo denso, quieren manifestarse
afuera de este recinto, demandar sus derechos. Parece que también buscan
atacar, conseguir su cabeza, señora.
—¿Los tienen
ubicados?
—Es correcto,
Licenciada. Están en un almacén, a las afueras de la ciudad.
—Dile a la
comandanta que los encierre y los queme vivos.
—Pero,
señora.
—Tiene que
ser esta noche.
—De acuerdo.
—Vas, das mi
orden, y te devuelves rapidito. Estoy estresada.
La Licenciada
sonríe. Sube la pierna al escritorio: reviste su pie un tacón de aguja de
terciopelo negro. El hombrecito observa la pieza afilada que pronto tendrá en el
cuello.