Por Mónica Castro Lara
Dejo las fajas y corsés en mi armario. Prefiero los vestidos rectos art déco y las amplias faldas que muestran mis tobillos envueltos en medias de seda. Corto mi cabello, cometiendo un atentado capilar. Despectivamente, me apodan “La Pelona”. Me prohíben el transporte público, la entrada a establecimientos. “Se acabaron las pelonas, se acabó la diversión, la que quiera ser pelona pagará contribución”. A mis hermanas indígenas, les prohíben cortar sus largas trenzas. Me arranco las cejas y las trazo con pincel. Aprendo a maquillarme, a delinear mis ojos gracias a Tutankamón. Hija de la revolución sexual, me beso con chicos desconocidos en las fiestas. Dejo que exploren lo que hay debajo de mi enagua. Escucho y bailo jazz. Leo religiosamente las crónicas de Bonifant. Busco trabajo y soy maestra, secretaria, periodista. Abro escuelas para enseñar y aprender a cocinar, coser y tener buenos modales. Paro seis o siete hijos y vivo al día con lo que me da mi marido. Solo me mencionan como “prostituta” en el Plan Sexenal de Cárdenas. En los libros de textos, me ensalzan como ama de casa abnegada y sin descanso, pero allá afuera, peleo codo a codo con mis compañeros en las fábricas para exigir mejores condiciones laborales. Imito los peinados y la moda pin-up que veo en las revistas y en algo llamado publicidad. Uso faldas con excesiva crinolina. Obtengo el derecho al voto, aunque me hacen esperar dos años para emitirlo. Tarareo “Tu cabeza en mi hombro” de Enrique Guzmán, pero luego, canto frenética “I wanna hold your hand” de un cuarteto de chicos de Liverpool, con pantalones estrechos, blusas sin manga y zapatos con tacones moderados. Me enternece la poesía de Castellanos y transito en el realismo mágico de Elena. Brigadeo y marcho por la democracia y la educación. Me matan, me desaparecen y me encarcelan en Tlatelolco. Luego desfilo como si nada en las Olimpiadas. Lleno las universidades y los sindicatos. Me familiarizo con la píldora anticonceptiva y el aborto clandestino. Devaluaciones, más huelgas, más matanzas. Peinados con volumen, hombreras, rubores naranjas, vestidos metalizados. Muero aplastada en un sismo, en la fábrica donde laboro encerrada bajo llave. Bailo como una virgen, según una tal Madonna. Soy una aguerrida mujer chiapaneca. Uso jeans, zapatos de plataforma y donas de tela en las muñecas. “I’m a bitch. I’m a lover. I’m a child. I’m a mother. I’m a sinner. I’m a saint. I do not feel ashamed”. Ejecutiva, ingeniera, doctora, abogada, profesora universitaria. Dos salarios sostienen mi casa y a mi familia. Decido cuándo divorciarme. Me bombardean las modelos esbeltas y me incitan a tener trastornos alimenticios. Redacto y promulgo leyes para la igualdad de sexos. Soy más de la mitad de la población en mi país. Grito, bailo y me siento libre en marchas feministas mostrando mis senos mutilados. Continúan rompiéndome el corazón. Decido deliberadamente ya no tener hijos y desafío roles de género. Cuestiono la blanquitud en esta sociedad de melamina. Lleno mis libreros con autoras latinoamericanas. Ya no aborto en la clandestinidad, sino en casa con mis amigas o cobijada por doctoras y enfermeras empáticas. Aprendo de sororidad. Amo y acepto mi cuerpo gordo, mis muslos celulíticos. Décadas después, mi revolución más profunda, viene del amor propio. O algo así.
Mónica Castro Lara es una autora mexicana nacida en el año de la caída del Muro de Berlín. Maestra en Relaciones Públicas, periodista cultural y colaboradora de Revista Sputnik. Su trabajo literario ha sido publicado en diversos medios nacionales y antologías. Su trabajo se incluye también en 'La ciudad de los ahorcados (2019) y 'Letrinas del cosmódromo' (2022), publicados por Editorial Agujero de Gusano.