Letrinas: Aquí los muertos no se levantaban

Aciago nunca fue un pueblo reconocido por algo bueno, puras desgracias pasaban aquí. Si uno contara la historia de Aciago, no dudaría de su nombre.


Aquí los muertos no se levantaban

Pablo García Ramos

 

Andaba por las calles de Aciago. A mi alrededor solo había silencio, aquí los muertos no se levantaban. Entré a la catedral, pero los santitos ya no estaban, supongo que se los llevaron cuando enterraron a los demás. Dicen que te protegen para que no regreses. La iglesia tenía bonitas pinturas en el techo, ya se veían deterioradas, rotas. Había pasado mucho tiempo desde que Aciago estuvo poblado. Era muy grande la catedral. Me imagino que las misas aquí eran muy entretenidas, si no, ¿para qué hacerla de este tamaño? Yo no soy mucho de rezar y encomendarme a Dios, pero no queda de otra estos días. Me hinqué al pie del altar y pedí por mis hijas, que no se levantaran. Enterrarlas una vez fue lo peor que me ha pasado, pero enterrarlas dos veces me volvería loco. Ningún padre debería ver morir a sus hijos. No quiero cremarlas, porque si un cuerpo se quema, su alma no puede descansar y se queda en el limbo para la eternidad. Cremé a María, y siento que ahora, en las noches, escucho que canta, o llora, a veces cambia. Es la tercera iglesia a la que voy a rezar desde que murieron mis hijas, y en esta es en la que me he sentido más nervioso y no sé por qué. Con todo y el silencio, siento que hay murmullos que resuenan en toda la catedral. La luz entra por el techo, y hace sombras con las columnas que apenas sostienen lo que queda de la iglesia. Podría jurar por Dios que escuchaba voces cuando soplaba el aire. Me pasaba que escuchaba mi nombre y tenía que voltear. Me sentía acompañado, como si cada sombra de la iglesia fuera una mirada, y como si cada vez que soplaba el aire alguien se lamentara. Dejé de pensar en eso y me levanté. Probablemente sea imaginación mía. Aquí los muertos no se levantan. O quizás sí.

 Me persigné y salí de ahí. Estaba nublado afuera, probablemente iba a llover, pero llevé mi paraguas. A pesar de que llovía mucho por acá, el cielo parecía seco desde hace años, y la tierra era infértil. El hermano de María me dijo que parecía que la tierra estuviera muerta, como si no pudiera siquiera absorber el agua de lluvia o los rayos del sol. No crecía nada desde hace mucho, pero antes caminaba por las calles y llegaba con mi mamá con una cubeta llena de fruta que se caía de los árboles. Fui a visitar mi vieja casa, ya nadie vivía ahí, y no estaba seguro si todavía estaba entera. Eran unas cuatro calles de la catedral a mi casa, decidí irme caminando, ver las calles en ruinas a pie.

 Aciago nunca fue un pueblo reconocido por algo bueno, puras desgracias pasaban aquí. Si uno contara la historia de Aciago, no dudaría del porqué de su nombre. Antes de la conquista era un pueblo de esoltesonis, se encargaban de recoger y limpiar la sangre de los sacrificados y de los enfermos. No había otra cosa que hacer más que limpiar en Aciago. Antes no se llamaba Aciago, eso sí. Nadie sabe cuál era su nombre, se quemaron todos los códices de nuestros antepasados, y lo que sabemos de Aciago antes de la conquista es porque se pasaba como leyendas. De hecho, el nombre de Aciago viene de una leyenda. Al llegar los españoles a nuestro pueblo, lo consideraron una aldea sin chiste, por lo que mataron a todos los hombres, y a las mujeres las preñaron. El primer niño nacido de Aciago murió junto con su madre en el parto, y el padre, que amaba a la madre más que a sí mismo, solamente decía “qué día tan aciago”, lo repitió y repitió por años, y todos empezaron a decirle Aciago al hombre, y cuando lo encontraron morado en su casa, colgado, decidieron ponerle Aciago al pueblo, para conmemorar al hombre que perdió todo antes de tenerlo. Eso decía mi abuela, pero ni cómo creerle, ya era muy vieja y a veces se inventaba cosas. Una vez me contó que Porfirio Díaz se enamoró de una mujer de aquí, una chica de cabello castaño que le llegaba hasta la espalda baja, y a veces se veían a escondidas cuando él todavía era joven, antes de ser presidente. Díaz la cortejaba en las noches, le escribía poemas y hablaban por horas detrás de la casa de la chica. Sin embargo, la mujer no era una que creyera en la monogamia, y olvidó decirle a Díaz. Una vez, entrando a su casa, dicen que Porfirio vio a la mujer con otro hombre en su cama, y Díaz solo se fue. Años después, cuando ya era presidente, Díaz ordenó la matanza de Aciago. La historia dice que fue ordenada para el asesinato de desertores y revolucionarios, pero mi abuela decía que fue por la joven. Cuando terminaron los disparos, y el humo se asentaba, todos los que estaban a una calle de la casa de la mujer fueron asesinados, incluyéndola.

 Caminé por la calle principal. Ahora nada más era empedrado. Al llegar a casa me di cuenta de cómo había pasado el tiempo. Ya tenía veinte años desde la última vez que vine. La puerta todavía estaba cerrada con seguro, pero ya era muy vieja, nada más la tuve que empujar con el hombro. Polvo empezó a esparcirse en el aire, y solo me pude tapar con mi brazo. Apenas y le entraba luz a la casa, habíamos cerrado todas las ventanas cuando se murió mamá. Volví a sentir una mirada sobre mí, pero esta vez la sentí mirándome directamente a los ojos. Retrocedí unos pasos, ni siquiera había pasado del umbral de la puerta. El pequeño destello de luz que entraba alumbró los ojos de una araña grande, muy grande. Era del tamaño de una silla o un sillón individual, era más grande que cualquier cosa que había visto. No sé mucho de animales, pero sé que no era común. La vi moverse desde la esquina en la que la luz entraba hasta el centro de la casa. Una vez teniéndola más de cerca noté que estaba cubierta de pequeños vellos por todo su cuerpo. Tenía un color muy peculiar, los bordes de su cuerpo eran amarillo y naranja, mientras que el resto era negro. Apenas alcancé a ver eso, tuve la intención de irme, pero mis piernas no me respondían, no podía moverme. Se acercó más. Esta vez iluminada por la tenue luz que entraba por la puerta. Noté algo aún más extraño. Era una araña, pero tenía tenazas y la cola de un escorpión. Había escuchado sobre los alebrijes, pero nunca había visto uno. Mi abuela decía que eran representaciones de sueños, pero este no había sido un sueño mío. Mientras yo lo veía, él se acercaba, lentamente. Cuando estuvo frente a mí, pude moverme para dejarlo pasar. Olió mis pies un poco y decidió irse. Sus ojos me miraron, y me calmaron, los sentí familiares. Bajó la cabeza y se fue entre los árboles. Cuando volví a mirar hacia adentro de la casa ya no había nada que me llamara la atención, las ganas que tenía de entrar se fueron. Caminé hacia mi auto pensando en lo que acababa de pasar, y no le encontré explicación, pero así era aquí. Subí a mi auto y decidí irme para el pueblo, con Gus, tenía mucha hambre y aquí no había nada para mí. Ni para nadie.

           “¡Gabriel! ¿Qué haces aquí? Tiene mucho que no nos vemos, hermano.” Me dijo Gus cuando llegué. Ya lo extrañaba, al canijo. Me invitaron a comer al rancho. Su familia estaba bien, su esposa y su hijo, cada quien trabajando en su parte de la tierra. Lo que se me hizo raro es que pusiera a trabajar a Carlitos, nosotros a esa edad estábamos jugando con trompos o al fútbol. Y sí le dije: “Oye, Gus, tu chavito apenas tiene 13, debería estar jugando con sus amigos y echando novia, no se me hace buena idea que esté trabajando en el campo todo el día.”, y él me dijo “Me estoy muriendo, Gabriel”. Que, según el cura, le había agarrado la maldición. Por eso lo estaba poniendo a trabajar, para que cuando él ya no estuviera, alguien se encargara de la familia. Yo estaba que no me lo creía. Le dije “Gus, si es en serio lo que te dijo el cura, deberías ver a un médico. Yo sé que no crees en la medicina ni en los doctores, pero tienes que entender, que a los que les agarra, se levantan. No te quiero ver muerto, y menos te quiero ver levantado”, pero nomás el Gus se hacía loco, me decía que no creyera en todo lo que dicen las noticias, que era para la borregada, que él era más inteligente que eso. Estuve a tres de darle un sape, si yo sé lo que le digo. Mis nenas tenían 15 y 8, y aun así se me murieron. Gus, con sus 49 años, apenas y se salva de un resfriado, la maldición lo va a matar. Me dijo que ya no habláramos más de eso, que ya lo había decidido, si se moría, se iba a morir y no podía hacer nada. Le dije que estaba bien y que me hablara a la ciudad de vez en cuando, para saludar, mínimo. Fuimos a la mesa y comimos unos tacos de buche, le quedaban muy sabrosos a Rosalba, la esposa de Gustavo. Le había llevado unos regalos a Carlitos, me los había traído de allá, de la Ciudad de México. Le llevé unas películas y unos libros, le gustaba leer mucha ciencia ficción. Si supiera que lo que estamos viviendo era eso, ciencia ficción. Me despedí, pero antes le di el número de mi hospital, por si se sentía mal. Me dijo que no me anduviera con burradas y se despidió. Quise mucho a mi carnal, de veras. Me hubiera gustado quererlo un poquito más.

             Normalmente los viajes a mi departamento eran largos cuando iba al pueblo, pero ese día había toque de queda para todos los menores a 40 años, así que estaba muy despejado. Ya era un poco tarde. No recuerdo haber visto atardecer más bonito como el de ese día. El cielo era de todos los colores, y decidí estacionar el carro para verlo pasar. Antes tomaba muchas fotos y se las enseñaba a María cuando llegaba a la casa, ahora solo las tomo por placer, me gusta guardar los recuerdos, aunque sea así. Cuando empezó a oscurecer, volví a la carretera. Pasé por el centro para comerme unos churros, y otros se los iba a poner en el altar a mis niñas, tenía antojo. Siempre me sorprende ver que esté tan vacío los días de toque de queda, me recordaba a cuando no sabían qué hacer con los levantamientos. El gobierno decidió que las actividades a partir de las seis de la tarde se suspendían. A esa hora se levantaban. Me acuerdo la primera vez que vi a uno. Ahí estaba, caminando, nada más. Los científicos dicen que tienen fuerza sobrehumana y que sus instintos son animales, que su cerebro algo tiene que sólo caminan y comen. Era muy extraño, antes de que crearan la Comisión Recolectora de Levantados, los cuerpos sólo amanecían tirados, algunos con sangre en la boca, porque les daba hambre y comían lo que encontraban. Si no encontraban humanos, se comían ratas o perros, no les gustaba la carne cocida o la comida que comemos. Al principio todos pensábamos que eran como los de las películas, que se levantaban y te infectaban si te mordían, pero solamente tenían hambre, y no había una explicación clara de cómo te contagiabas, simplemente pasaba. Tus uñas se volvían moradas, luego perdías mucho peso, y te salían llagas en el cuello, y luego te morías. Y te levantabas después. Y a veces no. En realidad, le podía tocar a todos, vivos o muertos, aunque era más raro que los muertos sin síntomas volvieran, pero pasaba, eso sí.

 Después de recoger mis churros me fui al departamento, no es tan grande, pero no necesito grande, solo soy yo. No se gana mucho como recolector, pero se gana lo suficiente para vivir bien. También hago un turno de limpieza en el hospital general, con eso y de recolector me podía comprar mis churros y vivir bien. Tenía una televisión y un celular, estaba bien. Ya en la noche veía las noticias, y justo ese día anunciaron que era el fin del mundo. Yo no sabía que se podía anunciar eso. Dijeron algo así como: “Dadas las circunstancias, el reloj del apocalipsis ha llegado a la media noche. La humanidad está viviendo en tiempo contado”. Apagué la tele y no supe qué hacer, me quedé un rato sentado en mi cama. Le llamé a Gus. Estuvimos hablando un rato, me dijo que él creía que ya iba llegar Dios, que eso decía la biblia. Yo le dije que no sabía si iba a llegar Dios o no, pero que no me quería morir todavía. Gus era muy religioso, llevando sus santitos en la cartera y yendo a misa todos los domingos. Yo nada más iba a la iglesia a pedirle a Dios, a contarle cómo iba mi vida. Nunca me contestaba, pero espero que me estuviera escuchando. Le pregunté qué iba a hacer, y me dijo que se iba a ir a rezar hasta que llegara Dios. Me mandó bendiciones y me colgó. Ahí estaba, sentado, viviendo el fin del mundo. Yo pensaba que iba a ser más ruidoso.

 Entonces, el mundo ya se estaba acabando, estábamos en tiempo contado. A mí la verdad sí me pareció raro, yo veía para afuera de mi edificio, y todo se veía normal, no se veía que todos estuvieran en la calle rezándole a lo que creyeran para que nos salvara. No sé para qué rezar si ya estuvo que nos morimos todos. Yo solo vivo para cuidar a mis muertas, porque si no las cuido yo, nadie más las va a cuidar. Pensé que, si yo también ya me voy a morir, por lo menos voy a descansar. Tenía un dinerito ahorrado. En lo que se acababa el mundo podía irme a Acapulco, no conozco el mar. Ya estaba guardando mi dinero con mi ropa y zapatos en una maleta, cuando escucho “Gabriel, vete para Aciago, ahí te vas a morir”, y yo que me volteo para ver de dónde me hablaban, pero nada. Entonces dije “¿Quién te dijo que me voy a morir ahí?” Y me dijo la voz “Yo te voy a matar allá”. Yo no sabía ni qué contestar. Sí quería ir para Aciago otra vez antes de ir a Acapulco, entrar a mi casa ahora sí. Pero ya no, si me voy a morir quiero que sea donde yo quiera. Morirse tampoco está tan mal, pero quiero seguir vivo un rato más. “Gabriel, vete, ya te toca.” Me di cuenta de que la voz me sonaba conocida, pero no podía saber si era de hombre o mujer. “Yo iba para Acapulco, ni tenía ganas de ir para allá.” Le dije a la voz, y ya no me contestó. Terminé de empacar y les escribí una carta a mis niñas y a María, por si se espantaban de que no durmiera ahí. Cerré la puerta y me sentí como en un sueño, como si yo no estuviera en mi cuerpo, viéndome de lejos. Ya no me sentía vivo.

 Salí de madrugada, todavía estaba oscuro. En el camino me puse a pensar en mi vida. María sabía quererme, era muy linda, a veces todavía la veo en el asiento del pasajero, quejándose de que no le gustaba ir al, ir a Aciago. Era una persona muy elegante y no le gustaba ir a esos lugares. Ella sí conoció el mar. Pero cómo es chistosa la vida, en sus últimos días me dijo que fuéramos al pueblo, que quería ver las flores amarillas, pero en el pueblo no había flores amarillas. No la pude llevar al final, se murió antes de que el doctor pudiera darme permiso. Ahora siempre que voy al pueblo busco sus flores amarillas, pero nunca hay nada. Me acuerdo que les pegó muy duro a mis niñas que su mamá se muriera. Yo nunca fui su amigo, esa era María, y se habían quedado sin su amiga. Pero tampoco pudieron llorarle mucho, se murieron unas semanas después, Ana un martes y Lucía el mismo viernes. Dicen que Dios les pone sus retos más grandes a sus soldados más fuertes, pero nunca me consideré fuerte, ni fui a la guerra. Era muy chillón de chiquito. Los viajes en carro siempre me mareaban y mi mamá me decía que me durmiera que no pasaba nada, pero yo siempre vomitaba. Creo que nunca le caí bien a mi mamá, aunque sí me quería, pero no le caía bien. Le recordaba mucho a mi papá.

 Andando por la carretera, vi que los carros estaban parados, y había una fila muy grande, no supe qué pasaba. Le pregunté al señor del carro de la izquierda, pero sólo subió su vidrio. Las casetas estaban tomadas, pero le di cien pesos al señor que la atendía y me dejó pasar. Creo que los que no querían dar dinero eran los que no pasaban, pero ya no tenía en qué gastarme el mío. Últimamente toman mucho las casetas, dicen que son La Nueva Ola, pero yo no he escuchado que hagan algo fuera de tomar casetas y saquear supermercados. Antes de seguir mi viaje les iba a preguntar que qué hacían tomando las casetas, porque nunca daban explicaciones, pero el otro día vi en las noticias que habían desaparecido a una familia en esa caseta, y nadie quería hablar; y ya no tendré familia, pero sí sé a qué se refieren con estar “desaparecidos”. Me empecé a sentir un poco mareado el resto del camino. A mi abuela se le bajaba la presión cuando iba a Acapulco, eso me contaba Gus, tal vez era eso. Nunca me llevaron, pero yo le creo a Gus.

  Cuando vi la señal de “ACAPULCO A 7 KM” me sentí mejor. La radio estaba sonando, y desde muy pequeño me gustaban Los Prisioneros, y cuando los escuché en la radio me perdí por unos minutos, cerré los ojos y me vi con María bailando, como cuando éramos jóvenes. Ella bailaba como si fuera una bailarina de ballet, y yo hacía lo que podía, pero parecía que tuviera dos pies izquierdos, hice lo mejor que pude. María siempre quiso que fuéramos a clases de salsa, pero yo no tenía dinero para pagarlas. Luego entraba a la casa y veía a María con las niñas bailando, copiando los pasos de un video de internet. Se me partía el corazón verla así, tan simple, cuando yo prometí darle todo lo que pudiera imaginar. Siempre me dijo que yo era suficiente, pero yo podía imaginar muchas cosas mejores que yo que nunca le pude dar. Pero ya estaba muerta en todos lados menos en mi cabeza, y yo la veía bailar como cuando éramos jóvenes. Veía sus ojos verdes y sus labios rojos, y solo me veían y besaban a mí. Mi María. Cuando se acabó la canción sentí como si despertara de un sueño. No sé cuánto tiempo estuve bailando con María, porque cuando desperté el reloj decía que eran las dos de la tarde, pero yo seguía viendo el camino oscuro.

 La madrugada en la playa parecía irreal, como de película, y sentía que era el protagonista de todas las historias de Luis Miguel. O bueno, así pensé que me iba a sentir. Pero no salió el sol. No sabía que el sol podía no salir. Le cambié a la estación de radio. En las noticias decían que todos nos resguardáramos en nuestras casas, y que no veamos al sol, pero yo seguía sin entender, porque yo no lo podía ver. Las calles estaban solitarias, y nadie salía. La única luz que podía ver era la de mi carro. Escuché la voz otra vez: "Vete para Aciago, el sol brilla para ti allá". Pero Aciago me quedaba muy lejos ya. Olía muy feo por aquí. "¿Por qué no salió el sol?" Le pregunté. No me contestó, y pensé que tenía esquizofrenia, como mi mamá. Sonó un trueno al lado de mí, y el árbol que estaba ahí estaba en llamas. "¡Vete para Aciago!", me gritó otra voz, y yo me quedé como atontado del ruido de su voz y la belleza del árbol quemándose, el contraste de la luz de las llamas con el frío camino adelante de mí. ¿Por qué escuchaba la voz? ¿Qué tengo de especial? Pensé que nada, pero no veía a más personas ni árboles quemándose. Y ya no tuve de otra más que irme para Aciago.

 Cuando estaba manejando me empezaron a doler mucho las manos, y empecé a sudar de mi frente también, y mientras más me acercaba, más me dolía el cuerpo, sentía que se me iba el aire. Todo el camino estuvo lloviendo, llegué a pensar que se iba a inundar toda la carretera, llegué nada más porque las estrellas estaban brillando como nunca las había visto, grandes y blancas. Cuando ya estaba en Aciago empezó a aclarar el cielo, y los rayos de luz pasaban por las nubes. Nadie te dice que cuando se va el sol, se te olvida cómo se ve la luz y cómo te duelen los ojos. Estacioné mi carro y me bajé, fui a mi casa. La puerta estaba cerrada con seguro otra vez, pero yo no la había cerrado. La intenté abrir como antes, pero no abría y no abría. Cuando me empezó a doler el hombro dejé de intentar. Me quité el sudor, y me di cuenta de que tenía un poco de sangre, pero no me había pegado. Me acordé de Gus y le quise marcar, pero no salían mis llamadas, a ningún lado. Entonces me acordé de que Gus iba a rezar, y no tenía otra cosa que hacer. Parecía que el empedrado estuviera intervenido por una corriente roja, que manchaba las piedras debajo de mis pies. Volví a tocar mi frente, y la sangre estaba seca. Llegué a la entrada de la catedral, y ya había luz. En la iglesia había unas personas muertas sentadas en las bancas, me acerqué. La primera fila de la iglesia estaba llena de muertos, todos hombres, menos dos mujeres. La mujer que me llamó la atención tenía los ojos abiertos, me recordó al alebrije, a mi abuela. Se murió hace muchos años, pero sus ojos me veían, muertos, otra vez. Me acuerdo cuando la maté. No quería hacerlo, ella me lo pidió. Me dijo que ya no quería vivir, y que si la ayudaba, que puras cosas buenas me iban a pasar. La empujé de las escaleras, yo no quería. Yo no quería. Yo no quería, ella me dijo. Los ojos de la señora me veían, aunque no se movían, me estaban viendo. Le di un abrazo y le pedí perdón, me recordaba a ella. Ya todos los demás estaban muy pálidos, no podía hacer nada por ellos. No me preocupé porque se levantaran porque aquí eso no pasaba. Caminé hasta el altar, y me hinqué para rezar. Entre mis lágrimas, la voz me habló otra vez, pero ya solo susurraba, ya no la entendía, el dolor de mis pies y manos era demasiado. Empezó a llover otra vez, pero el sol seguía ahí. Vi un arcoíris por el techo de la catedral. Ya no me podía mover, nada más sentí como el agua me mojaba las rodillas. Empezaron a llegar más personas a sentarse en las bancas, y se morían. El agua, poco a poco, iba subiendo. Alcancé a ver a Gus y su familia. No sé qué está pasando, pero sé que no me voy a levantar cuando me muera. Aquí no nos levantamos.

© Copyright | Revista Sputnik de Arte y Cultura | México, 2022.
Sputnik Medios