Son
las cuatro de la mañana. Caminas a la cocina y bebes té, sin apresurarte,
todavía no estás segura si su compañía es lo correcto, pero necesitas a alguien
ahí: no puedes hacerlo sola. Sientes culpa por no tener culpa, hace un par de
meses que no sabes lo que quieres y todo parece nebuloso.
Eres
un cuerpo adormecido, que fue dolor, placer, agotamiento. Tomas tu chamarra y
te acercas a la cama pequeña en la otra habitación. Sigue dormido, esperándote
envuelto en sueños, aunque una palabra bastará para que se incorpore. Antes de que
se fuera a dormir, le dijiste que debía estar listo, que te haría falta su
ayuda. Apenas despertar, se calza los zapatos y un gorro, afuera sigue frío.
Tienes
la pequeña caja entre las manos, casi no pesa. No pueden tomar el camión, aún
no comienzan las rutas y un taxi es demasiado costoso. Caminan calmados,
cuentan historias en el trayecto, él habla de los libros que ha leído, se
emociona y tú también lo haces. Comienzas a sentir calor y temes que pronto los
alcance la luz del día. A unas cuadras de distancia, se observa el arco de
entrada del cementerio, le acomodas el gorro para que le cubra las orejas y le
sonríes: te sientes bien de que estén juntos.
Tienes
la certeza de que nunca va a olvidarlo. No lo entiende, pero algún día lo hará
y la madre que ahora eres no volverá a ser la misma. Te pregunta por qué están
ahí, «No
puedo hacerlo sola. Levanta los pies porque te puedes caer con la hierba». Se acercan a la tumba, sientes
una vez más la tibieza en la parte interna de los muslos y un impulso te lleva
a tocarlos; no hay nada. Te repites mentalmente que no lo decidiste, aunque
también te sientes aliviada. Respiras profundo, una vez más. Se va a resfriar y
sabes que si no puede ir a la escuela tendrá que quedarse solo, no hay quien lo
cuide.
Lo
ves saltar de una tumba a otra, le gritas que se detenga. El viento, a lo
lejos, deja oír su silbido. Colocas la caja a un lado y buscas la herramienta
que hace un par de días escondiste con cuidado. Sigue ahí, fría y pesada. Te
cuesta levantar la lápida, lo llamas y acude corriendo. Le pides tomar en sus
manos la caja.
Lloras
al verlos, por única ocasión, juntos. Le explicas que cavarás a un lado de la
tumba y que cuando levantes la lápida debe poner ahí dentro la caja, para eso
han ido. Te escucha, abre grandes los ojos y asiente.
Lo hace muy bien, la caja queda adentro, se
aplasta cuando dejas caer la lápida, la cubres con tierra y finges pronunciar
una oración. Parece asustado, le das la mano y se encaminan a la salida. Cuando
toman la calle, vienen llegando los vendedores con sus puestos de comida,
flores, veladoras, santos. En tan solo unos minutos se llena de algarabía el
lugar, muy pronto la calle estará repleta de personas. Dentro del cementerio,
muchas familias se acercarán a donde descansan sus seres queridos, para recordarlos
como fueron algún día. A ti no te queda ese consuelo, no podrás recordarlo como
fue.
Traes
a la mente los días de muertos en tu pueblo, la comida, las fotografías
familiares. La voz de tus padres. En tu cuerpo palpita la muerte. Tú vuelves a
caminar entre los vivos.