Antonio León | Foto: Omar Pimienta |
Volvemos al restaurante cuyas viandas eran deliciosas en el
2010, pero ahora son un asco. Regresamos al paraje vacacional en el que vimos
amaneceres anaranjados junto a un riachuelo, ahora es un mingitorio hippie con
un oxxo pintado en color terracota de pueblo mágico. O el gran templo
expiatorio que nos apantalló la infancia pueblerina darks, no es tan grande ni tan lleno de gárgolas como lo
recordábamos.
Pero el declinismo, la noción de que todo tiempo pasado fue
mejor -creencias de gente pendeja, como diría aquella señora del puesto de hierbas
y remedios durante la contingencia- afecta a todas las narrativas de la
experiencia humana, excepto las fiestas.
O sí, porque una vez que leí el libro pude reconocer algunos
guiños y concluir que estuve en la mayoría de las fiestas que dieron origen a
estos cuentos (no por omnipresencia, sino porque soy amigo de la narradora, y
suele arrastrarme a todo tipo de despropósitos). Los fantasmas, ecos y salidas
en banda de estas celebraciones, traducidos por obra y gracia del oficio de
contar historias, tienen mejores resultados que cualquier colección de liosas
haciéndose las estupendas, jotas posonas, playlisters novedosas, heteros en
situación de calle y amigas pasadas de Michelub Ultra que se obsesionaron con
algún rufián espantoso.
¿Quieren lo anterior en otra fiesta? los lectores tampoco. Elma
Correa lo sabe y decide entregarnos doce cuentos en los que las condiciones de
festejar en el límite del espacio físico y la barrera finita que nos separa de
la locura se ven mejor, más divertidas y definitivas. Todo lo anterior con la
factura ya conocida de la narradora mexicalense: velocidad y acción, nada de
detenerse a perder el tiempo en descripciones inútiles (a menos que tengan
gatitos), humor a prueba de señoros, un mimo especial por la construcción de
personajes y una atención casi neurótica a las estructuras planteadas en su
prosa.
Historias en las que nada sobra porque todo merece ser una
versión desvelada y dolida de sí mismo. Doce cuentos breves en los que la
autora le tira faquius a gente como
César Aira, Jordi Soler y otros eyaculadores precoces. Historias cuyos
personajes empujan su tristeza y soledad a la pista de baile para perrear
hasta abajo y señalar que la felicidad es una estupidez y que el primero de
esta fiesta en irse a casa se la come
dobleitor.