Samanta Galán Villa
En memoria de Maurilia.
Ahí
está. La misma cara de arrepentido, el mismo perdóname Cariño, perdón. No sabes
lo mal que me siento, soy un bruto. Es que no sé qué me pasa. Te juro que
cuando tomo no soy yo. Tú me conoces. Ya sé que no me vas a creer y que quieres
agarrar pa’la casa de tu mamá, pero espérate. Mira lo que te traje. Apoco no
está bien chistoso. Lo vi en un puesto del mercado. Me lo dejaron barato porque
está enfermo. Yo creo que con un té de hierbas lo vas a curar. Como no te
gustan los perros y te hace llorar el pelo de gato, con este no hay pretexto.
Así no te vas a sentir sola cuando me vaya a trabajar. Ya sé, Cariño, ya sé que
irme con los amigos no es ningún trabajo, pero ya deja de chingar. Ahí vas de
nuevo con tus reclamos de mierda. Pues allá tú si no lo quieres y lo tiras a la
calle. Loca. Cariño no dice nada cuando lo ve salir. Mira al animal echo bola
envuelto en periódico. Es blanco, nunca ha visto algo que se le parezca. ¿Y
para qué quiere ella un animal de esos? Si apenas puede con las tareas de la
casa, con la comida que tiene que estar lista para Martín cuando regrese de la
calle, con la ropa ajena que tiene que entregar planchada a las cuatro en
punto. Ni siquiera sabe cómo se llaman esos animales tan raros, tan exóticos,
como les decía su prima Isabel a los pavos reales que tiene en el jardín
bardeado con piedras amarillas. Deja al bicho y agarra los montones de ropa que
no se van a lavar solos. El ojo ya no le duele igual y el mareo de anoche la
dejó por fin tranquila. Asoma de vez en cuando la cabeza por la puerta del
patio para verlo. Será macho o hembra o a lo mejor las dos cosas. Sabe que hay
animales que no necesitan de otro para tener cría. Esos animales tienen un
nombre, pero no lo recuerda y al fin y al cabo qué importa. En una de esas se
abre. Tiene la cara chiquita y rosa, los ojos rojos y una trompa. Sus piecitos
caminan por el sillón como queriendo escalar, pero criatura, te vas a caer,
bájate de ahí. ¿Y a ti cómo te agarran? Si estás lleno de espinas, Dios mío. Ni
unos guantes de hule hay para echarte en una cubeta. A ver, ay, si sí duele.
Ayayayay. Es como agarrar un nopal sin pelar. El animalito se hace bola de
nuevo y su respiración se agita, bufando, amenazando con el aire que entra y
sale, moviendo las espinas como si fuera a reventar. Si ni te puedo acariciar,
para qué quiero una mascota así, que no sirve para nada, ni para traerte un
ratón muerto, ni para ladrarle a los rateros o a los chiquillos que juegan en
el patio y que le pegan a la puerta con el balón. Va al quehacer con la duda de
si ya se volvió asomar. Está bonito, es un animal diferente. Tiene los ojos
redondos y la colita pelada. Qué será. Qué comen, se bañan o qué. En el reloj apenas van a ser las diez. La
ropa se va a secar en una hora o dos si le apura. Tiene tiempo de ir y
regresar. Cierra la llave y va por una toalla.
Intenta acercarse y se da cuenta que debe parar cuando la bola de
espinas bufa como toro cuchileado. Avienta el trapo y lo envuelve para meterlo
en una bolsa de malla. Qué milagro, mira nada más cómo vienes. De nuevo
maquillando los moretones. Piensas que lo disimulas, pero es que ese color de
base no te queda. Eres más morena. Por qué lo aguantas, por qué no lo dejas
solo para que se muera de hambre y te sepa valorar, mujer. Mira que sin ti no
es nadie. Y tú ahí, de mensa, soportándole todo. ¿Qué es eso? Qué animal tan
feo. A ver, podemos buscar en mi teléfono. Pero no te hagas la sorda cuando te
digo que un día de estos vas a aparecer muerta en un drenaje. Cuídalo mucho,
aunque se ve que esos animales no duran. Si quieres te puedo regalar uno de los
pavo reales, si lo puedes mantener. Aprende lo básico sobre el animal. Toma la
bolsa y como puede se quita de encima los regaños de Isabel que ya tenía
abierto el portón del jardín para enseñarle las flores y las aves tornasol. La
escucha decir a lo lejos que se cuide, que aprenda a cuidarse ella misma. Pollo
sin sal, atún en agua, grillos, tenebrios. Pollo sin sal, atún en agua,
grillos, tenebrios. Pollo… abre la puerta y la recibe un golpe en la cara. La
bolsa cae a un lado y Martín la patea como balón. Cariño siente lo metálico en
la garganta, el ardor de la sangre que pasa como remedio. Martín la empuja y se
monta sobre ella. El cuerpo endurecido apesta a alcohol, las manos callosas que
le recorren las piernas, que le bajan los calzones a fuerzas, el mismo miembro
empuñado que entra por donde quiere. Los dedos que le tapan la boca y que no
puede morder porque ya sabe que el castigo será peor, que mejor flojita y
cooperando, mamita. Bien que te gusta, no te hagas. Si no quisieras que te
cogiera así no te pondrías tus vestiditos flojos y sin brasier. No grites
porque ya sabes que te toca tu chinga. A gritar con el cabrón que fuiste a ver.
¿Crees que me ves la cara de pendejo? Sé que tienes un amante. Pues a ver si él
te coge así. Los pujidos le avisan que ya terminó y que se va a quitar para
quedarse en el suelo, con los pantalones en las rodillas, roncando. Cariño mira
la bolsa de mandado y el alfiletero ya no está. Lo busca con la mirada, entre
las patas de los sillones y de la mesa, atrás del garrafón, entre los zapatos
de Martín, hasta que encuentra los ojos rojos asomándose entre las cortinas,
moviendo la nariz como si buscara para comer pollo sin sal, atún en agua,
grillos o tenebrios. Cariño se levanta con el conocido ardor entre las piernas.
Va al baño a limpiarse las lágrimas y la sangre de la nariz. Se lava, se mete
los dedos para que salga el veneno. Revisa bien el nuevo golpe que debe tapar
con maquillaje. Le angustia la idea de tener a otro en la casa que debe
proteger y que necesita un nombre, pero cuál. Quisiera que me recordara algo
bonito, como aquel chamaco que conocí en la primaria. Tenía unos ojotes y el
cabello de hongo. Maurilio, se llamaba. Bien guapo el niño. Me sentaba junto a
él y olía a leche. Nos contó que le ayudaba a su papá a ordeñar y repartir
antes de llegar a la escuela. Muy educado, a veces me regalaba dulces.
Maurilio, dónde andarás. La bola blanca sigue escondida entre las cortinas,
moviendo la nariz y las patas de un lado a otro. Cariño se acerca hasta él y no
corre, se enrosca y bufa. Pero qué daño vas a hacer, qué cosa vas a lastimar
con esas espinas, criatura. Eres tan chiquito y cualquiera te puede patear como
este desgraciado. Tan indefenso, tan haciéndote el bravo con esas espinas, pero
yo no te tengo miedo y te voy a asar unos muslos que hay en el refri. No te voy
a dejar morir, Maurilio. Un pollito asado todo lo cura. Lo agarra, quejándose
por el filo de las puntas, va a la cocina, abre el refri y saca los muslos que
sin sal no le saben ricos a nadie y seguramente tampoco al animal, pero qué
hacerle. La sal los enferma, la sal es veneno porque se llenan de tumores si no
se les da el pollo desabrido. Maurilio se acostumbra a ella y a la casa, al
olor del alcohol y de la sangre. Ya no se envuelve cuando escucha el llanto de
Cariño y le cuesta menos abrir la trompa para pasarse el té de cuachalalate,
tan bueno para el cáncer, la gastritis y problemas del corazón. Y ella, cómo lo
quiere, cómo le pesa no poder deshacerse en abrazos y en besos con el espinoso.
Se conforma con que le camine por los brazos, la barriga y por las piernas. Sí,
muy bonito y todo, pero con qué le compro sus tenebrios, con qué quiere que le
traiga las latas de atún si no es con el esfuerzo de estas manos. Mira que si
no las tuviera curtidas, me dolería un chingo cuando no te dejas agarrar y te
haces bola. La mañana es tranquila. Todas las mañanas donde no tiene qué
limpiar los orines del piso o la basca de Martín. Como un pellizco en la piel,
se asusta con el portazo, el hipo de su marido que siempre sí decidió aparecer.
Mentadas de madre, las sillas que vuelan por el aire y caen al piso. Un golpe
seco. Cariño corre hasta la sala y mira a Maurilio entre las sillas, con el
blanco interrumpido por manchas rojas. Rojo como los ojillos que la miraban
escondido entre la ropa sucia, entre los muebles o las sábanas bordadas por
ella misma. El rojo que le deja Martín siempre que la encuentra y lo mancha
todo de rojo salvaje. El doloroso rojo carmín. ¿Qué hiciste, hijo de la
chingada? Malnacido, miserable. Martín la mira y luego al animal que ya no se
enrosca con los gritos ni la corretiza. Cariño siente que se le viene algo de
adentro, un caballo que se despotricó y que quiere írsele a las patadas. Martín
la toma de las muñecas y ella lo muerde, lo patea, le escupe en los ojos y se
zafa. Abre la puerta del patio y se esconde entre la ropa del tendedero, entre
sus cabellos que vuelan con el aire y las lágrimas que los humedecen. Martín en
su beodez no logra quitar el pasador y cae hacia atrás, como cuando termina.
Cariño se asoma por el vidrio esmerilado y ve que no hay peligro, que no hay
quien pueda levantarlo a esa hora. Saca las llaves de la bolsita del vestido y
abre. Le pisa una mano a Martín y no hace caso de la queja. Toma a Maurilio,
todavía tibio, la sangre que le escurre de la boca y que ya le ensució la
pancita aguada, la pancita llena de pelo delgado y suave que pocas veces pudo
tocar cuando estaba vivo. Lo toma entre los dedos y mece, desbordando la presa
que se ha aguantado, descosiendo el lazo que creó con el animal y que tanta
alegría le dio en los días que pasaron juntos, viendo las novelas en el tres,
ella cuidando no usar perfumes o cremas con fragancia para que se acostumbrara
a su olor, apurada porque ya se cayó del sillón y dónde te metiste, no te vayas
a perder porque te puedo pisar sin darme cuenta. Tómate el tecito para que no
te mueras, para que me acompañes a lavar. Cómete el atún para que no enflaques
y sigas corriendo por ahí. Se lo dijo a ella misma muchas veces, que el
sentimiento se acaba y basta un momento de descuido para que le arrebaten a uno
el amor. Igual que Maurilio que de un día para otro se cambió de escuela y no
lo volvió a ver. El animal se enfría y ella intenta calentarlo sobándolo con la
palma de las manos. Mira al borracho que ronca como un animal pantanoso. Que
nunca le dio nada. Que ya no le produce risas ni ganas de caminar por la
avenida agarrados de la mano y que ya no la mira con los ojos embobados cuando
le dice te quiero. Se levanta del suelo y camina hacia la calle. No cierra la
puerta, no le responde a la señora del restaurante que ya viene por los
manteles porque las mesas peladas se ven bien tristes. Camina y sigue hacia
delante sin bajar la vista que arde con el sol.