El
suelo se abría bajo sus pies, pero Federico saltó las grietas y siguió su
camino. El cumplimiento de una última voluntad antes del fin lo motivaba.
Una
fila de coches rodó en reversa hacia el abismo entre gritos de horror y golpes
de claxon. La fachada rutilante del edificio de oficinas Weltt, Husman &
Asociados estalló en mil pedazos. La lluvia de cristales tasajeó a los
oficinistas que, despavoridos, buscaban ponerse a salvo en la banqueta. Se
contaba que no sabían qué hacer sus últimos días de vida, salvo poner en orden papeles
dentro de los archivos. Merodeaban por sus puestos de trabajo esperando, quizá,
que el orden de las cosas pusiera un alto al apocalipsis.
Federico
se identificaba con la pureza de esa aspiración. Se miró los brazos rojos y
excoriados sobre los que comenzaban a levantarse ampollas de piel. La espiral
ardiente que surcaba el cielo se desenrollaba con rapidez hacia la superficie,
por mucho quedaban unas horas para que la Tierra ardiera en llamas; debía
apretar el paso.
Escaló
una pendiente formada por rocas, cabezas y torsos frescos. Dos cuadras eran
todo lo que lo separaba de Eduardo, pero cada nuevo trecho era más escabroso
que el anterior.
Una
pequeña lluvia de rocas incandescentes se desató de pronto y tuvo que desviarse
de su trayecto para guarecerse entre los restos de un puente elevado que había
caído tras el primer sismo. Ahí, encorvado bajo las planchas de concreto, Federico
entrevió pequeños grupos de gente que se congregaba para orar y darse los
santos óleos con saliva antes de asistirse, los unos a los otros, para darse
una muerte rápida. En la semioscuridad se distinguían con suma claridad los
rajones de piel, las respiraciones ahogadas y uno que otro plomazo.
A
Federico se le revolvió el estómago. El solo pensar que Eduardo pudiera haber
optado por una despedida de esa clase era peor escenario que la asolación de la
Tierra y la raza humana. Debía llegar a él. ¡Pronto!
Se
arrastró fuera de la madriguera de los suicidas, dejando tiras de piel
derretida de sus manos sobre el asfalto quebrado, y advirtió que en lugar de la
lluvia de rocas una neblina vaporosa y encarnada acariciaba las azoteas de las
contadas estructuras y edificios que aún quedaban en pie. Un rugido, similar al
de una bestia, cruzaba la bóveda celeste. Las cosas por fin llegaban a su fin.
Federico cerró los ojos y cruzó una gruesa avenida que separaba los márgenes de la ciudad de la zona habitacional. Las suelas de sus zapatos se quedaban adheridas al suelo a cada paso hasta que, finalmente, tuvo que prescindir de ellos y andar a pie sobre el chapopote reblandecido. Bramidos de dolor escaparon de su garganta. No era el único que aullaba. Por todas partes, la gente burbujeaba.
Abrió
los ojos, dispuesto a darse por vencido y morir, pero vio la fachada de
la casa de Eduardo. La construcción estaba intacta, envuelta en un aura
pacífica. Era un milagro, había que aprovecharlo, y motivado aún más por el
tacto del contenido dentro de su bolsillo prosiguió más allá de sus fuerzas.
Resuelto,
Federico rompió el cristal de la puerta, liberando todas las emociones
contenidas, quitó el seguro desde el interior y entró en la casa sombría.
—¡Eduardo!
—se desgañitó, al borde de las lágrimas—. ¡Eduardo, sal! ¡Soy Federico!
Un
hombre salió de una habitación a oscuras. Era increíble. No solo seguía vivo,
sino que sonreía, ileso. ¿Era un preferido de Dios? Posiblemente.
—¿Federico?
—preguntó, como si soñara—. ¡Es un milagro! ¿Qué haces aquí?
Federico
rio, limpiándose las lágrimas con el dorso ennegrecido de la mano, y sacó la
pistola. Acercó el cañón al entrecejo de Eduardo.
—Nunca
me pagaste los dos mil varos que te presté.
En
el umbral de la habitación a oscuras una mujer desgreñada y una niña con los
ojos hundidos miraban con ojos de pasmo a la figura quemada plantada como un
ángel en medio de la habitación.
—Y
prefiero dos mil veces que en el infierno me conozcan por cabrón, no por
pendejo —dijo.
Y
apretó el gatillo antes de que el fuego acabara por envolverlo.
Julio
César Ortega López (San Mateo Atenco, 1991). Estudió comunicación en la
Universidad Autónoma del Estado de México. Ha publicado en Revista La Colmena
(UAEMex), Revista Tierra Adentro, Punto de Partida UNAM, Grafógrafxs,
Penumbria, Alas de Cuervo y otras publicaciones digitales. Facebook:
/juliotrystero