Letrinas: El quinto jinete

Julio César Ortega López (San Mateo Atenco, 1991). Ha publicado en revistas como La Colmena, Tierra Adentro, Punto de Partida UNAM y Grafógrafxs.



El quinto jinete

Julio César Ortega López


El suelo se abría bajo sus pies, pero Federico saltó las grietas y siguió su camino. El cumplimiento de una última voluntad antes del fin lo motivaba.

Una fila de coches rodó en reversa hacia el abismo entre gritos de horror y golpes de claxon. La fachada rutilante del edificio de oficinas Weltt, Husman & Asociados estalló en mil pedazos. La lluvia de cristales tasajeó a los oficinistas que, despavoridos, buscaban ponerse a salvo en la banqueta. Se contaba que no sabían qué hacer sus últimos días de vida, salvo poner en orden papeles dentro de los archivos. Merodeaban por sus puestos de trabajo esperando, quizá, que el orden de las cosas pusiera un alto al apocalipsis.

Federico se identificaba con la pureza de esa aspiración. Se miró los brazos rojos y excoriados sobre los que comenzaban a levantarse ampollas de piel. La espiral ardiente que surcaba el cielo se desenrollaba con rapidez hacia la superficie, por mucho quedaban unas horas para que la Tierra ardiera en llamas; debía apretar el paso.   

Escaló una pendiente formada por rocas, cabezas y torsos frescos. Dos cuadras eran todo lo que lo separaba de Eduardo, pero cada nuevo trecho era más escabroso que el anterior.

Una pequeña lluvia de rocas incandescentes se desató de pronto y tuvo que desviarse de su trayecto para guarecerse entre los restos de un puente elevado que había caído tras el primer sismo. Ahí, encorvado bajo las planchas de concreto, Federico entrevió pequeños grupos de gente que se congregaba para orar y darse los santos óleos con saliva antes de asistirse, los unos a los otros, para darse una muerte rápida. En la semioscuridad se distinguían con suma claridad los rajones de piel, las respiraciones ahogadas y uno que otro plomazo.   

A Federico se le revolvió el estómago. El solo pensar que Eduardo pudiera haber optado por una despedida de esa clase era peor escenario que la asolación de la Tierra y la raza humana. Debía llegar a él. ¡Pronto!

Se arrastró fuera de la madriguera de los suicidas, dejando tiras de piel derretida de sus manos sobre el asfalto quebrado, y advirtió que en lugar de la lluvia de rocas una neblina vaporosa y encarnada acariciaba las azoteas de las contadas estructuras y edificios que aún quedaban en pie. Un rugido, similar al de una bestia, cruzaba la bóveda celeste. Las cosas por fin llegaban a su fin.

Federico cerró los ojos y cruzó una gruesa avenida que separaba los márgenes de la ciudad de la zona habitacional. Las suelas de sus zapatos se quedaban adheridas al suelo a cada paso hasta que, finalmente, tuvo que prescindir de ellos y andar a pie sobre el chapopote reblandecido. Bramidos de dolor escaparon de su garganta. No era el único que aullaba. Por todas partes, la gente burbujeaba.

Abrió los ojos, dispuesto a darse por vencido y morir, pero vio la fachada de la casa de Eduardo. La construcción estaba intacta, envuelta en un aura pacífica. Era un milagro, había que aprovecharlo, y motivado aún más por el tacto del contenido dentro de su bolsillo prosiguió más allá de sus fuerzas.

Resuelto, Federico rompió el cristal de la puerta, liberando todas las emociones contenidas, quitó el seguro desde el interior y entró en la casa sombría.

—¡Eduardo! —se desgañitó, al borde de las lágrimas—. ¡Eduardo, sal! ¡Soy Federico!

Un hombre salió de una habitación a oscuras. Era increíble. No solo seguía vivo, sino que sonreía, ileso. ¿Era un preferido de Dios? Posiblemente.  

—¿Federico? —preguntó, como si soñara—. ¡Es un milagro! ¿Qué haces aquí?

Federico rio, limpiándose las lágrimas con el dorso ennegrecido de la mano, y sacó la pistola. Acercó el cañón al entrecejo de Eduardo.

—Nunca me pagaste los dos mil varos que te presté.

En el umbral de la habitación a oscuras una mujer desgreñada y una niña con los ojos hundidos miraban con ojos de pasmo a la figura quemada plantada como un ángel en medio de la habitación.

—Y prefiero dos mil veces que en el infierno me conozcan por cabrón, no por pendejo —dijo.  

Y apretó el gatillo antes de que el fuego acabara por envolverlo.

 

Julio César Ortega López (San Mateo Atenco, 1991). Estudió comunicación en la Universidad Autónoma del Estado de México. Ha publicado en Revista La Colmena (UAEMex), Revista Tierra Adentro, Punto de Partida UNAM, Grafógrafxs, Penumbria, Alas de Cuervo y otras publicaciones digitales. Facebook: /juliotrystero

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