Francisco Joaquín Marro
Roberto Arlt escribió en el
prólogo a su novela Los lanzallamas: “…se escandalizan de la brutalidad
con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones
entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado
de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite
espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se
desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el
hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes. Pero James Joyce es
inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto
llenarse la boca hablando de él”.
Arlt escribió esto en 1932. Hace
más de 90 años y aún blanqueamos los ojos del placer si el hedor viene de una
literatura eurocéntrica, pero nos asquea si viene de nuestro campo. Esta cita
es a propósito de una reseña publicada por Elton Honores sobre la novela breve
de Julio Meza, titulada “Vargas
Yosa”. En la reseña se le señala de pornográfica y
lumpen-chabacana, adjetivos que bien pueden sentarle en un nivel, pero que solo
tocan la superficie de su propuesta literaria, más próxima a las estrategias
del arte conceptual que a los marcos lectores del reseñismo local. Pero Honores
insiste en subrayar lumpenesco como “fondo”, no encuentra un espacio en lo que
considera la inmaculada tradición literaria peruana para la novela de Meza, cuyas
premisas, nos da a entender, son de “buen gusto” y “seriedad”. Es claro
que no son aseveraciones expresas del crítico, pero se las puede leer entre
líneas.
Honores, apoyándose en una noción
de “tradición literaria peruana” nunca explicada del todo, efectúa algunas
declaraciones sobre la práctica de un “humor melancólico” en la
literatura peruana (¿o deberíamos decir, con más precisión, la limeña de clase
media-alta?) en relación con la novela de Meza. Esta noción fue aludida primero
por Alexis Iparraguirre en sus palabras iniciales a “Vargas Yosa” y se refiere
claramente a la narrativa coming of age y de la literatura del
padre, y también a las historias de amores burgueses escritas en el
siglo XXI pero encajadas en marcos políticos y sociales del siglo pasado que
emplean los autores de “autoficción” para otorgarles “densidad” o una
suerte de prestigio intelectual a sus historias las cuales, en suma, son
melodramas. Pero estos escribidores de melodramas a los que alude Iparraguirre
no son los autores de prosa humorística en los que piensa Honores, éste pasa
por alto un marco contextual y un debate contemporáneo evidente e imagina que
la frase “humor melancólico” es una calificación equívoca para una
tradición literaria peruana organizada desde la altura de humor sofisticado y
culto (panteón poblado por Ricardo Palma y Alfredo Bryce) hasta lo más bajo,
chabacano y frívolo, en donde se encontraría el autor de “Vargas Yosa”.
Demás
está decir que si esa genealogía literaria funcionara en los hechos, no
tendríamos que padecer la solemnidad del realismo y sus grandes “verdades” (dato
curioso: la invención de tradiciones para legitimar la importancia de un género
-el fantástico en el Perú- es la especialidad de Honores). Tampoco es cierto
que el humor a la peruana sea una cima de sofisticación o buen gusto: ni Palma
desdeñó en sus “Tradiciones” el humor escatológico, menos aún en sus
“Tradiciones en Salsa Verde”; ni Bryce es ejemplo cabal de un “humor blanco”,
como han querido convertirlo sus admiradores y sus peores lamebotas e
imitadores, que lo han hecho ante el público más reciente una suerte de
Chespirito literario peruano, cosa que no es en lo absoluto. Me remito a las
pruebas: las escenas sobre las heces y el posterior tratamiento con
consoladores para reabrir el ano del personaje central de La vida exagerada
de Martín Romaña; o las lumpenescas escenas de racismo y clasismo extremos
hasta la náusea entre señoritos bien en No me esperen en abril. Nuestra
literatura reciente también ha dado pruebas del uso de recursos escatológicos
con fines humorísticos: “Casa de Islandia” (2004) de Luis Hernán Castañeda y
“Terapia de Grupo” (2010) de Dany Salvatierra. En el primer caso, la
escatología es utilizada como recurso para desacralizar el quehacer literario
(enfocándose en los agentes externos a la creación estética que la
invisibilizan y la manipulan); y en el segundo, se recurre al “camp”, es
decir, al empleo irónico de las convenciones burguesas de buen y de mal gusto
para ejemplificar lo grotesco de la naturaleza humana. Por lo demás, bastante
aleccionados deberíamos estar sobre los prejuicios que entraña el ninguneo a
partir de la condena por vulgaridad que sufrió Oswaldo Reynoso, como cuando se
le acusó de inmoral o chabacano al introducir en “Los Inocentes” elementos del
habla barriobajera popular.
Declararé algo que quizá suene escandaloso en nuestro medio nacional, pero es necesario decirlo. Como en cualquier otra área de la cultura oficial, el “buen gusto” no toma riesgos y se supedita a convencionalismos de los que pocos pudieran, por sentido común, discrepar: lo bonito, tierno, bello, nostálgico, conmovedor y sus variaciones, derivarán inevitablemente en kitsch.
Me ahorraré
de citar la famosa frase de Milan Kundera. Lo repito: la literatura peruana de
los últimos treinta años, especialmente la urbano-limeña, es kitsch: apela al
sentimiento común, al reforzamiento de conceptos que nadie quiere poner en duda
por temor a perder una cuota de prestigio, por miedo al ridículo, como en el
cuento del Traje del Emperador de Andersen. Y lo digo de nuevo: el kitsch nunca
arriesga, siempre pretende gustar a todos lo que pueda. Las obras literarias
kitsch no ponen en duda creencias ni generan preguntas, no son un diálogo de
“tú a tú” con su lector; se funda en una premisa propia de quien no sabe de
literatura, pero sí de agradar: “es obvio lo que es de buen gusto, no lo
definiré, pero brindemos porque todos los sabemos y somos listos”.
Por ello, es de agradecer que una
novela como ““Vargas Yosa”” nos permita discutir sobre “buen gusto” y “mal
gusto”. Estas nociones, en literatura, están vinculadas estrechamente a
nuestras propias aspiraciones sociales. Es sugerente que “lo que callamos dice
más de lo que decimos” y esto puede percibirse en la imagen de un estante lleno
de libros a la espalda de un conferencista literario peruano en una charla vía zoom; esta imagen habla de las pretensiones de prestigio intelectual del
conferencista frente a su público. Pero esta pretensión no es la misma en todos
los lectores, porque estos pueden subdividirse según estratos y relaciones
sociales. Con riesgo en caer en la peor caricatura, esos académicos afines a la
“novela histórica” realista a los que alude Honores hablando de sus “papers,
muchas veces insustanciales” probablemente considerarán de “mal gusto” las
novelas premiadas de Planeta, Herralde y Alfaguara, las que por estos años son,
más bien, propias de unos lectores sin criba intelectual, embrujados por la
mercadotecnia y ávidos del prestigio de cultivar la lectura. Y así,
distinciones hay muchas más.
Pero
así como el gusto es diverso y es una categoría vacía para comentar una novela
(o el traje de un reggaetonero), también lo es el humor. ¿A qué se
referirá Honores cuando habla de “un humor más reflexivo y culto”? ¿Tratará
de decir que la obra de Julio Meza no es lo suficientemente “reflexiva y culta”
para sus estándares? Me remito a las reflexiones de Emilio de Gorgot en su
artículo “Los límites del humor”: “Por supuesto, podríamos vivir en un mundo
donde toda la comedia fuese blanca e inofensiva, pero esto sería como vivir en
un mundo donde toda la música fuese apta para sonar en un ascensor ¿Quién
demonios querría vivir en un mundo así?”. (Jot Down, 07/12/2021).
Pero Honores utiliza el humor como
compartimento estanco y se pregunta de forma no solo válida, sino pertinente:
“En cuanto al humor [en “Vargas Yosa”], es claro que la intención, el sentido y
la construcción del texto se orienta a conseguir el efecto humorístico (el que
se cumpla o no con esta intención depende de muchos factores, y no siempre
funcionará en todos los lectores), ¿qué tipo de lector busca esta novela?”.
Podemos ir adelantando que a quien
no le guste el humor al estilo de “South Park” o “Drawn Together”,
naturalmente, no será el lector ideal, no le dará risa.
Y aquí parto lanzas por la
propuesta literaria de Julio Meza Díaz, por su apuesta por un tipo específico
de humor, y explicaré mis razones.
Desde su primer cuentario “Tres
giros mortales” (2007) hasta “La máquina del orgasmo infinito” (2021) sus
historias, en conjunto, han utilizado como recursos el absurdo, el
dadaísmo y la propuesta del fanzine underground para reflexionar sobre
cómo los seres humanos ejercen el poder y abusan de la autoridad. En “Tres
giros mortales” están, por ejemplo, “El amor de un dinosaurio” y “El
mensaje divino”. Mientras el primero introduce en la narrativa de Meza una de
sus constantes favoritas, el raro, el sujeto disonante con las normas sociales;
el segundo, es una sátira anticlerical. “La máquina del orgasmo infinito”
(en su cuento “Fredo”) y “Vargas Yosa” nos conceden el arquetipo del
personaje con autoridad “moral” tan propio de nuestro siglo; el miedo de
quienes aparecen como caricaturas esperpénticas al perder su cuota de prestigio
social y capital simbólico es el detonante de todas sus disparatadas
desventuras. ¿Qué mayor terror puede existir, en el siglo XXI, en el mundo de
las redes sociales, de las burbujas políticas y de las carismáticas figuras de
autoridad sino el simple hecho de un rumor, una denuncia o un dedo
acusador? Es un miedo frecuente en nuestro mundo de influencers y followers,
lo vemos a diario: ídolos con basamentos ruinosos como el Ozymandias de
Shelley. Lo que caricaturiza Meza en sus cuentos es precisamente toda esa
paranoia, mediante el retrato de egos exagerados hasta casi el solipsismo o la
mera brutalidad onanista. Es un espejo deformado, horrible, de la cotidianidad.
Será la ironía y no precisamente el humor (no son lo mismo) la hoja de
ruta que un lector de Julio Meza debería seguir para disfrutar de su obra. El
humor, así como las invenciones de las historias de ciencia ficción, tienen
fecha de caducidad. Las válvulas de memoria Thorsen de la novela Puerta al
verano de Robert A. Heinlein están más que caducas debido a nuestros micro
procesadores actuales y, sin embargo, el relato no ha envejecido un ápice,
sigue tan fresco como hace más de cincuenta años. Nadie hoy se mata de risa
leyendo a Don Quijote (bullying tras bullying en la primera
entrega) pero lo que subsiste es la hondura psicológica de sus variopintos
caracteres sociales. Antes de que me apedreen, no estoy comparando a Julio Meza
con tremendos monumentos literarios, pero sí afirmo que su obra tiene “capas” y
es necesario resaltarlas y no negarlas o invisibilizarlas.
En lo que falla Honores es en
calificar la obra de Meza a la altura de las comedias de cine americanas de
parodias metarreferenciales. Ojo, no habría nada de malo si tal fuera el caso,
es más, sería genial que existieran obras de ese tipo en nuestro trillado campo
literario nacional ¡pero ni siquiera eso! Entonces responderé a su pregunta más
importante. ¿Funcionaría la novela si el personaje principal no tuviera ese
nombre? Quién sabe, pero para la propuesta de Meza es necesario que
el personaje se llame así. Quizá Honores tenga como base de sus apreciaciones
las nociones románticas de inmortalidad y perdurabilidad literarias que hacen a
muchos escritores declararse a sí mismos “artistas”, imaginando golosamente un
futuro inamovible en el “canon” nacional y un monumento dedicado a ellos (o por
lo menos una avenida), y en la que lidiar con la literatura que recurre al
vocabulario de los excrementos y las funciones corporales bajas resulte poco digno,
impropio de quienes debieran ser un modelo de la moral y las letras de la
patria.
Si asumimos que Elton comparte esa concepción romantizada del quehacer literario, no hay forma de conciliación posible con él, porque está tratando de hacer calzar una lectura arbitraria en la novela, una que no encaja con los propósitos del autor de “Vargas Yosa”.
Posmoderno o no, Julio Meza está más cerca de pretensiones iconoclastas concernientes al hoy, o del situacionismo de los años 60 o quizá del “no hay futuro” del punk. Y para todo ello es necesario abrir debates, renunciar a los esquemas convencionales y derribar monumentos.
Tal vez deberíamos reflexionar, a raíz de todo lo dicho por Honores, sobre la propuesta literaria de Meza que, como ya adelanté, se explica en las estrategias de las artes plásticas, específicamente conceptuales. Para tener en claro a lo que refiero, haré algunos apuntes. Recordemos que hay mucho arte malo en el mundo, como aquel plátano pegado a una pared con una cinta adhesiva, y hay mucho buen diseño gráfico a quienes las personas llaman “arte”. Y aquí podríamos añadir varios otros puntos: un artista puede ser mal artista, y no por ello deja de ser un artista. Pero un escritor no es necesariamente un artista.
Y un artista tiene actitud, gesto y pose. Para un artista la pose ES medio, mensaje y provocación. Por poner un ejemplo, las actitudes de los escritores César Aira y Mario Bellatin frente a la industria editorial son las que completan sus obras y los convierten en artistas conceptuales, son indivisibles a su quehacer literario. Habrá quienes no gusten de sus obras, pero no les pueden negar el gesto o, mejor dicho, la situación que crean. Si despojamos a sus obras del discurso y contexto dentro de los cuales fueron publicadas y posicionadas, las mutilaríamos de su capacidad polisémica y de interrogación.
Precisamente por eso hace muy bien
Elton Honores en mencionar que la obra de Meza nunca obtendrá un premio de la
Bienal Vargas Llosa o una invitación al Hay Festival; en ello queda constancia
del desafío político, entre otros muchos, que plantea su obra. Tampoco creo que
Meza logre dinero en el “Plan Lector”, escribiendo historias de ciencia ficción
o leyendas nacionales exentas de violencia y sexo, adecuadas para promover la
lectura en niños y adolescentes que corren el riesgo de ser infantilizados para
siempre. Y quién sabe, probablemente su obra no cuaje con los intereses
editoriales de las grandes transnacionales. Alguien que se dispara así los pies
o debe estar completamente loco, o es un provocateur. Y Dios sabe que,
para la espesa ciénaga conformista e inmovilista que es nuestro erebus
literario, es de agradecer que exista, por lo menos, uno.
Pisco
(Ica) 14 de junio, 2023.