Hace
frío. Al lado de mí alguien llora. Sus gritos me aturden. No me importa lo que
le hacen, pero sé que me tocará recibir exactamente lo mismo. Es el lugar sin
límites. Está sitiado por barrotes, dividido por celdas, apartados del mundo porque
hicimos algo mal, algo prohibido socialmente y aquí adentro pasa todo lo
prohibido, pero peor.
Sé
que los gritos que escucho de pronto cambiarán de tonada, subir y bajar. Como
cuando me rasuro todas las mañanas y subo y bajo el rastrillo por toda la cara
llena de pelo hasta que queda limpia y me veo más joven.
Él,
me acuerdo, tenía la cara llena de pelo. Mina, quisiera que estuvieras aquí
conmigo. No. Quisiera estar lejos de aquí contigo, en otro lugar. Me gustaría
regresar a esa mañana en la que me dijiste que te acompañara al monte porque
querías enseñarme algo.
Qué
contento me puse. Pensé: al fin se me hizo con esta. Perdón que te dijera
“esta”, pero aquí, en una celda mientras los gritos del de al lado se elevan
cada vez más y luego se atraganta con algo que meten a su boca e imaginar que
ya pronto es mi turno me da el valor de decirte que esa vez te dije “esta”.
Fuimos
al monte y yo me iba aguantando las ganas de acariciarte las nalgas que
temblaban detrás de la tela de tu vestido o de meter mis dedos en tu cabello
largo, negro y lacio. El olor de la tierra recién labrada y también a quemado
por el tiempo de siembra hinchando los pulmones. Nos van a ver, Mina, te dije.
Hay que buscar un árbol frondoso.
Cállate
y no digas nada, ya casi llegamos.
La
rama entró por debajo del lóbulo de la oreja izquierda y salió en la coronilla
del cráneo. Los ojos abiertos mirando al cielo que apenas empezaba a volverse
azul. La sangre en el cuello coagulada. La cara llena de pelos, como si no se
hubiera rasurado todas las mañanas, moviendo la mano arriba y abajo, así, así
hasta quedar limpio como la cara de un muñeco de aparador.
¿Sabes
quién es? Preguntaste. No, respondí. Me hubiera gustado decir más, decirte Mina,
que me había hipnotizado el color rojo alrededor del cuello, viscoso y
brillante. No había salido el sol, pero brillaba. La cabeza de un extraño
colgada en la rama de un árbol como una manzana. Como un fruto cualquiera.
Entonces
dejé de pensar en las formas de tu cuerpo, en el peso exacto de tus tetas en
mis manos. No podía dejar de ver al desconocido, a las moscas en las fosas nasales,
que se arremolinaban en el cuello cercenado.
¿Qué
hacemos? ¿Le avisamos a la policía?
No.
Hay que llevarla a mi casa.
¿Por
qué? ¿Para qué quieres una cabeza en tu casa?
Mina,
esas cosas no se preguntan. Uno no sabe por qué de pronto un día aparece una
cabeza colgada de la rama de un árbol con el mismo resplandor de una estrella y
tiene los ojos mirando hacia arriba como quien está harto de vivir y ruega un
descanso. Uno no sabe por qué de pronto tiene la necesidad de descolgar la
cabeza igual que con un fruto maduro y jugoso que ya está listo para comerse y
la quita con cuidado para que no se desbarate y se convierte a partir de
entonces en su posesión más sagrada. Uno no lo sabe. Yo no lo sé explicar.
Ya
con la cabeza en las manos me miraste como si el aparecido fuera yo, como si me
desconocieras. Te pedí que no le dijeras a nadie y respondiste que sí con un
movimiento. Ya no quisiste hablar. ¿Te arrancaste la lengua Mina? ¿Tu boca se convirtió
en una cueva oscura a la que nunca toca la luz?
Mina,
los gritos de al lado, son insoportables. Tú no podías soportarlos y tampoco
las risas de los otros presos que se divierten con los que acaban de llegar a
la prisión. Qué frío. Los dientes me castañean y casi puedo olvidarme de que en
poco tiempo se van a aburrir de esa víctima y será mi turno.
Llegué
a mi casa corriendo y puse la cabeza, no la mía sino la del desconocido, en una
caja de cartón. Atrapó mis ojos. Todo alrededor se volvió borroso y también
dentro de mí. Me costaba trabajo recordarte, Mina. ¿Cómo es que te llamas?
Mina. Guillermina. Sólo podía recordar el nombre sin una cara porque la cara
del desconocido se convirtió en la cara de todo el mundo.
Inventé
historias sobre él. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Por qué le cortaron la cabeza
y la colgaron de un árbol? El desconocido es mi hermano Luis que desapareció
hace muchos años cuando intentó fugarse a Estados Unidos con su novia y nunca
los volvieron a ver. No es cierto, es mi papá: Un jornalero que sembraba maíz
en los tiempos de lluvia. Madrugaba con el sol y regresaba hasta tarde, pero un
día sólo volvió su cuerpo caminando sin orientación. Nunca encontramos la
cabeza, pero mi papá sí encontró la forma de seguir trabajando de todos modos.
La cabeza eres tú, Mina. Somos todos.
El
desconocido, igual que yo, fue cambiando con el tiempo. No te imaginas cómo se
transforma el ser humano después de la muerte. La piel, Mina, se pone verde, se
pone azul y luego negra. Huele mal. A otro mundo y a un aire que sólo puede
respirarse por los que ya caminan en los infiernos. Los gusanos y moscas que
atrae la podredumbre son imparables, pero yo me acostumbré al ruido del
revoloteo de los insectos necrófagos.
Es
fácil hablar con alguien cuando sabes que nunca lo volverás a ver. Que está
desapareciendo. Le dije al desconocido todos mis secretos. Por ejemplo, que tú,
Mina, eres la mujer que más he querido. Que te llamas Guillermina y que te
llevaré a otras tierras para regalarte campos donde el trigo aun sea verde.
Le
dije que yo también estaba harto de la vida y que se comienza a notar en la
piel manchada por el sol y en las costillas que se asoman encima de la ropa. Le
dije: No sabes la suerte que tienes de estar lejos de aquí y estar aquí al
mismo tiempo. ¿Los muertos son los únicos que pueden habitar dos dimensiones?
1,2,3,4,5,6,7,8,9,10…¿Cuántos
días estuvimos juntos? No lo sé Mina, sólo puedo decirte que contemplar la
cabeza me robó el tiempo y las ganas de trabajar, de comer y hasta de citarte en
el cerro para levantarte el vestido y clavarte contra un árbol.
11,12
o13 días más tardaron en llamar a la puerta y preguntarme si estaba bien, si
había alguien adentro y que si no respondía iban a tirar la puerta. La tiraron.
Me encontraron a mí con una cabeza descarnada en una caja de cartón oliendo a
diablos. Oliendo a muerte.
¿Cómo
lo mataste? ¿Por qué? ¿Qué te llevó a cortarle la cabeza a este desconocido y
dónde dejaste el cuerpo?
No
sé, no sé. Él no es un desconocido. Es mi amigo. Él me conoce mejor que nadie.
Por favor no se lo lleven. Por favor déjenme aquí.
Me
acusaron de homicidio, Mina. Ho-mi-ci-dio. Qué palabra más triste. Mina, no te
olvides de decirles que yo no maté a nadie. Cuéntales que tú fuiste quien me
llevó al monte, tú fuiste la que me dio a comer del fruto prohibido en el
Jardín.
Pasos
en el corredor. Pasos que vienen a mí. Pasos que se detienen en la celda. Mina,
ya vienen. Mina, dime algo y tal vez logre escucharte. Mina, llévale flores a
mi amigo en su mausoleo que tiene la leyenda “Aquí descansa la cabeza de un
desconocido, asesinado por un criminal”.
La
reja se abre. Ellos entran. El aire que entra en mi pecho duele.
La
reja se cierra.