No vamos a engañar a nadie:
después de la tormenta
nunca llega la calma.
Nos quedan la inundación
y la tristeza de los árboles
mutilados.
¿Qué nos espera a
nosotros
si hasta un tronco atado
a la tierra
se inclina ante la
tempestad?
Habrá que renunciar
al heroísmo,
dejarnos llevar por
estas cloacas
que nos arrastran
inevitablemente
como cuerpos de animales
muertos.
No nos mintamos,
aquí ni ganan los buenos
ni los hijos de puta
reciben su merecido;
aquí apenas se salvan
los que entendieron la
realidad
y se arrojan al mar
atados a su peso.
Benditos sean los
suicidas:
si tuviera una religión,
ellos serían mis santos.
HOY HE LEÍDO A VALLEJO
Hoy no tengo ganas de nada
ni siquiera de estar
muerto.
Mis manos pesan
como puños
de boxeador noqueado.
Me he forjado esta boca
besando la lona
más que tus labios.
Apenas puedo escuchar
la cuenta regresiva
y levantar mi voz
para intentar sostener
algo mío en alto.
Alcanzar el cielo
es asunto de pájaros,
yo me limito a pensar
con las alas de los
libros:
abrir páginas
para no destaparme el
cráneo.
Y me bebo la vida
como un alcohólico
a las diez de la mañana.
No quiero saber nada
de la esperanza:
que venga la muerte
a ver el mundo a mi lado
y entonces sabrá
por qué la deseamos
tanto.
Pienso en toda la gente
que me ha querido,
por cinco minutos o cinco
años,
no importa la medida
cuando es equivalente el
daño.
Pediré perdón por última
vez,
aunque uno se cansa
de recibir clemencia.
No me despido,
hoy he leído a Vallejo,
perdonen
la tristeza.
ANIMALES
DOMÉSTICOS
Me duele el perro del vecino.
Atado.
Limitado a un pequeño
espacio todo el día
a cambio de techo y
comida.
Triste, pero seguro...
¿Seguro de qué?
¿De su soledad entre
ladridos
de ansiedad?
¿De dos o tres caricias
que no valen la condena?
Me apena el perro del
vecino,
como si mi corbata
asfixiara menos que su
correa.
No hay mucha diferencia
entre mi horario de
oficina,
el miedo,
y su docilidad doméstica.
Mientras él se acostumbró
al tintineo de sus
cadenas,
yo me voy acostumbrando
al sonido de estas
teclas.
SOY
Soy el poema mal hecho de otro imitador de Bukowski.
La canción más desafinada
de Corcobado.
El loco que no se atreve
a ser rey de su propio mundo
imaginario,
aterrado del resplandor
blanco
en una habitación
marginada del viejo hospital.
Soy la sonrisa salpicada
de sangre en el rostro del
asesino serial.
La bala dorada que
perforó el cráneo del niño soldado.
El pensamiento perverso
del sacerdote,
o sus dedos,
persignándose.
Pálidos dedos que minutos
antes
se introducían húmedos en
la entrepierna de otra víctima.
Soy el político sonriendo
en la foto con el pobre.
El vagabundo que morirá
de frío y nadie notará.
El cáncer que matará a tu
madre en cinco años.
El niño que no volverás a
ser.
Soy la tierra sobre tu
ataúd.
La cuerda que alguien
tirará
después de descolgar tu
cuerpo aún tibio.
El perro atropellado por
un conductor borracho
que se destrozará el
cráneo a un kilómetro de ahí.
Soy el mundo destruido
por el hombre.
Y tú,
¿me reconoces?
SEGURO
QUE ESTA HISTORIA TE SUENA
Hoy vi a un niño llorando
al lado del cadáver
de su pequeño poodle.
Otro perro más grande
lo había matado.
Ese tipo de cosas siempre
me ponen mal.
Pensé en qué es
lo que se le puede decir.
Cómo explicarle.
Pero sólo vino a mi mente
el verso final
de un poema de Iribarren:
es
la vida, hijo...
y
no ha hecho más que empezar.
EL
DOLOR MÁS PROFUNDO
Aquí no hay poesía,
sólo esto:
la realidad.
Más allá de las palabras
que inventamos,
más allá de la fuerza de
todas las catástrofes,
la soledad es lo único
que sobrevive.
El miedo es la unidad de
medida de la muerte
y la muerte es la máscara
del tiempo.
Pero hay un dolor más
profundo
que supera todos nuestros
temores.
No es de la muerte
de lo que en realidad
huimos
sino de algo aún más
inevitable.
Terrorífico.
Ordinario:
el olvido.
LA
FORTUNA DE LAS MOSCAS
Somos nada
y a la nada pertenecemos.
Pequeños seres
pretenciosos,
primates de un metro
setenta
y a veces ni eso.
Más parecidos a las
células de un cáncer
que a las estrellas en el
cielo.
Nacemos, crecemos,
follamos, fallamos y morimos.
Millones de ciclos
repetidos
en una danza absurda
entre la mierda y la soledad.
Almas frustradas,
ancladas
al mismo deseo de
eternidad.
Reafirmamos nuestra
arrogancia odiando.
Creemos que no guardamos
relación
con nada que consideremos
inferior.
Ahí están las moscas, por
ejemplo,
nos provocan asco y las
preferimos lejos.
Nos cuesta admitir
que aunque no somos
moscas
nos encanta la mierda.
Incluso,
nuestra fortuna es menor:
ellas,
en su miserable
condición,
apenas viven unos días
y además saben volar.
Somos superficies,
limitados por cinco
sentidos
y cuatro dimensiones.
No nos cuestionamos nunca
nuestra existencia;
sólo aceptamos las ideas
con las que nos violaron
la mente
nuestros padres.
Y las defendemos.
Nos aferramos a ellas
como si los muros de
nuestra percepción
fueran un sagrado
monumento,
pero sólo somos
maquinarias del miedo.
Para qué seguir.
Para qué insistir.
Para qué tanta palabra
seca
taladrándome el cerebro,
si mañana vuelvo al mismo
encuentro:
dormir, comer, cagar,
trabajar, embriagarme
y comenzar de nuevo.
Si no nos jugamos la
vida,
¿Para qué la queremos?
¿No sería entonces mejor
la muerte?
¿El abandono por voluntad
y no esta permanencia por
cobardía?
Tanto ruido y al final
nuestro cadáver apenas
servirá
de patria para las nuevas
larvas
que fundarán nuestro
esqueleto.
Se desnuda la cruda
anatomía del universo:
Morir no significa irse
sino regresar a casa.
A dónde pertenecemos.
A la nada.
LOS DÍAS NORMALES
Huimos de la trivialidad,
de
la costumbre,
de
la mediocridad,
de
lo simple,
de
lo común,
de
lo insípido:
de
lo que nos une al resto.
Huimos,
en fin,
de
los días normales.
Y
sin embargo,
son
lo que más nos sucede.
Observa
a todos
esos
perros en la calle,
avanzan
como si supieran
siempre
a donde van.
Quisiera
tener
esa
misma certeza.
Conservar
el instinto.
No
hay ni un rastro
de
furia por las banquetas.
Ni
un camino que
nos
lleve a la deserción.
¿Civilidad
o imbecilidad?
Incluso
el árbol envejecido,
con
raíces y paciencia, aprendió
a
reventar el concreto usando
la
sabiduría de su propia naturaleza.
A
morir de pie entre los arrodillados.
Nos
arrancaron la rabia
pero
no la esperanza.
La
trampa es mantener
nuestra
pasividad intacta:
un
rebaño de carne
anhelante
y acostumbrada.
Porque
un pueblo desesperanzado
sabe
que morirá peleando.
No
hay nada más incendiario
que
la desesperación.
INCENDIO UNIVERSAL
Hay algo que se pudre,
que
cruje cada vez que sonrío,
como
una máquina averiada
en
medio de un sistema productivo.
No
es para ponerse de pie
que
nos levantamos.
Es
para continuar, simplemente.
Arrastrados
por la inercia del propio juego:
la
realidad que nos ha tocado
sin
poder elegir la casilla de inicio.
Somos
el insecto que el azar amenaza
poner
bajo la bota.
Hemos
hallado algunas salidas,
es
cierto, pero no todos sobreviviremos
a
los caminos que nos llevarán a ellas.
Mi
corazón es del tamaño de un puño
y
mi puño tiene el tamaño de la ira.
Nada
es más inútil
que
algo que funciona, impecable,
dentro
de un cuerpo que no sabe
para
qué sirve.
Reunamos
toda la tristeza de nuestra generación
y
prendámosle fuego.
Será
el gran incendio universal:
las
ciudades hermanadas por las llamas,
desatando
su hedor a mierda y consuelo.
Arderemos
para
cicatrizar el dolor en cenizas.
Y
si no sobrevivimos,
al
menos
iluminaremos.