Genaro da un trago a la cerveza y mira por
la ventana. El cielo está despejado, el día caluroso. Son más de las dos de la
tarde y unos niños juegan futbol. El pavimento en la colonia Vacacional parece
brasero pero poco les importa. A Genaro le llama la atención el portero, quien
es rechoncho, moreno y de baja estatura. Al instante se identifica con él y
recuerda todo lo que sufrió respecto a su apariencia física en la escuela.
—¡Genaro puerquito!
—¡Mantecoso!
—¡Oing, oing!
Una época dura, difícil
de olvidar. No fue de muchos amigos porque había que permanecer en casa todo el
día. Su madre trabajaba de camarera en los hoteles de la Costera y se veían
sólo por las noches. Una mujer cariñosa y sensible. Jamás volvió a salir con
otro hombre después de la muerte de su esposo. Se dedicó de tiempo a completo
al trabajo y a su hijo, hasta que el cansancio y la edad acabaron con ella.
Genaro no aparta los ojos
del portero. De pronto le meten un gol y todos los de su equipo comienzan a
darle de manotazos en la cabeza; el contrario celebra. No alcanza a escuchar lo
que le gritan mas lo supone. Acaba la cerveza, se limpia los labios con el
antebrazo y deja la botella en el alféizar. Acto seguido se sienta en el sofá,
coge el control de la televisión y la enciende. Pasa de un canal a otro hasta
que finalmente se detiene en una película mexicana en blanco y negro. Al cabo
de unos minutos tocan la puerta. Apaga el televisor y se dirige a abrir.
—¿Quién? —pregunta en tono brusco.
Una voz femenina y dulce responde al otro
lado.
—Soy yo, Mariela, su nueva vecina.
Después de asegurarse
quién es, Genaro gira la perilla y abre. Mariela es una mujer joven, morena,
delgada, de fino rostro y casada. Lleva puesto un vestido azul con burbujas
blancas, holgado y escotado por la espalda.
—Buenas tardes, don Genaro. Perdón que lo
interrumpa, ¿tendrá que me preste un taladro? Sucede que mi esposo lo necesita
porque pondrá un espejo en el baño. Y como sabemos que usted trabajó en teléfonos,
pues...
Genaro guarda silencio por algunos minutos
y luego dice:
—Deje voy a la bodega y lo busco. Pase,
tome asiento.
Mariela ingresa echándose
aire con ambas manos en sus senos, se sienta en uno de los sofás y mira a su
alrededor. Genaro suspira y cierra la puerta. De inmediato a Mariela le atraen
los cuadros que cuelgan en la pared, los floreros y algunos juguetes que
adornan los muebles. Genaro le ofrece agua y refresco.
—Agua está bien —responde Mariela.
Genaro va a la cocina por
ella. Mariela no contiene su curiosidad y se levanta de su lugar y se aproxima
a ver de cerca una foto donde un niño gordo abraza a una mujer por la cintura.
Al fondo hay juegos mecánicos, luces de múltiples colores. Genaro regresa con
el vaso de agua y se lo entrega. Mariela lo lleva a la boca y bebe hasta el
fondo. Después coloca el vaso sobre la mesa que se encuentra al centro de la
sala y pregunta:
—¿Es su mamá, don Genaro?
Genaro frunce el ceño, le incomoda hablar
de su madre mas asiente.
—Qué linda era, y usted tan serio. Pero
qué calor ha hecho últimamente, ¿no?
—Bastante. Permítame, voy a la bodega por
el taladro. En seguida vuelvo.
Sale por la cocina y
atraviesa el jardín trasero. Una vez dentro de la bodega, baja una caja enorme
de la repisa, la abre y extrae el aparato. Mariela continúa contemplando las
fotos, una a una. Genaro entra a la sala, la mira de espalda y dice:
—Aquí tiene.
Mariela se vuelve hacia a él.
—Gracias. ¿Sabe, don Genaro? Acabo de
descubrir que usted es un hombre triste. Lo digo por sus fotos. Nunca sonríe.
La mujer de allá, la de la foto de encima del televisor, ¿es su esposa?
Genaro hace una mueca de disgusto y dice:
—Señorita Mariela, no quiero ser
descortés con usted, pero no es asunto suyo.
—Lo siento. No quería ser imprudente. Cielos.
— No se preocupe, sólo que no me gusta
hablar mucho de mi pasado. Sí, fue mi esposa. Murió en el parto junto con mi
hijo hace años.
—Yo… no sé qué decir. Creo que debería
marcharme.
Sin embargo, hace mucho que Genaro no
tiene visitas y desea estar en compañía un poco más.
—Espere, ¿gusta tomar otro vaso de agua?
También hay cerveza en el refrigerador.
Esta vez lo dice con una voz entrecortada,
tímido. Mariela suspira y dice:
—Bueno, sólo una. A nadie le hace daño un
trago, después de todo. Además el clima lo amerita.
—De acuerdo. Voy por ellas.
Mariela de nueva cuenta
toma asiento y coloca el taladro en su regazo. Genaro vuelve con las cervezas y
se sienta junto a ella. Las chocan, dicen salud y ambos dan un trago.
—¿Lleva tiempo viviendo solo?
—Algo.
—¿Alguna novia o pretendiente?
—No que yo sepa. ¿Usted lleva mucho
tiempo casada?
—No mucho. Apenas un año, y nos mudamos a
esta colonia por cuestiones de trabajo. Soy maestra de primaria.
—¿Tienen hijos?
—No por ahora. Quizás más adelante.
Dan otro trago y bajan las cervezas al
suelo, junto a sus pies.
—¿Ya vio las noticias?
—Sí.
—Caray, cuántos muertos, ¿no cree, don
Genaro? Acapulco me da miedo y tristeza. Ya nada es como antes. De puras
migajas turísticas sobrevivimos por tanta violencia.
—Demasiados, pero así funciona la vida en
el sur. Sólo es cuestión de acostumbrarse.
—¡Qué horror! Mis ojos no podrían con la
sangre desparramada a diario, ¿se imagina?
Genaro cambia el tema de conversación y
dice:
—Su esposo debe ser muy afortunado al
casarse con usted. Me recuerda a mi esposa. Siempre radiante con su sonrisa y
llena de energía. Era enfermera y amaba su trabajo. Estaba muy emocionada con
el embarazo. Diego, así deseaba llamar a nuestro hijo.
Mariela se sonroja y baja
la cabeza. Genaro no deja de sudar y agita con movimientos bruscos su playera. Por
momentos le tiemblan los labios.
—También era una mujer con un gran
sentido del humor. Hacía reír a cualquiera con sus chistes. Vaya que sí.
Mariela aguarda unos
instantes y cuando está por hablar, un balón entra por la ventana. Vuelan
virutas de cristales y ambos brincan de sus lugares debido al estallido.
—¡Santo Dios!
—¡Qué carajo!
Genaro se incorpora con
dificultad mientras Mariela permanece inmóvil, nerviosa. Genaro se dirige a la
puerta, sale hasta la calle y no encuentra rastro alguno de los niños que
jugaban futbol. De pronto, entre los arbustos, asoma una cabeza pequeña. Es el
niño rechoncho, trata de ocultarse pero es inútil. Así que avanza hasta Genaro,
cabizbajo. Al verlo de cerca, le pregunta:
—¿Fuiste tú?
—¡No, señor, se lo juro! Fue Carlos y todos
me mandaron por él. ¡Por favor, devuélvamelo o me irá muy mal! Por favor.
—Tranquilo, hijo. Tranquilo, caramba. Acá
lo tengo. Ven por él.
Genero vuelve a la casa y
el niño duda en hacerlo, teme por lo que pueda pasar una vez dentro. Luego
piensa en la golpiza de sus compañeros y lo sigue. Mariela se ha marchado sin
llevarse el taladro; Genaro se encoje de hombros y se lamenta de lo sucedido.
Invita al niño a sentarse pero éste decide permanecer de pie.
—¡Señor, por favor, devuélvame el balón!
Lo necesito. En serio.
Genaro se coloca frente al niño, cruza los
brazos y dice:
—Dime una cosa, hijo, ¿quién me va a
pagar por los daños? ¿Tú?
El
niño baja la cabeza y guarda silencio. Descubre que el balón se encuentra en el
suelo y que hay vidrios por doquier.
—Lo suponía. Te mandaron por el balón pero
no te dijeron nada sobre las consecuencias, ¿verdad?
El
niño se echa a llorar. Genaro deja caer sus manos, levanta el balón y se lo
entrega. El niño lo sujeta contra su pecho, se limpia los ojos con su playera, se
marcha a toda prisa y deja la puerta abierta. Genaro no tiene más opción y la
cierra. Después entra a la cocina por otra cerveza. De regreso a la sala se
detiene frente a la ventana rota. Respira hondo, suda; de un momento a otro le
llegan recuerdos de su madre, esposa e hijo. Un hilillo de agua escurre
lentamente por su mejilla y da un trago largo.
Franco García (Guerrero, 1987). Ha publicado en Punto de partida, Punto en línea, Ágora, Opción, Mono, La otra voz, Trinchera, Acapulco cultura, Minificción, Monolito, Rankia, Zompantle, Capote, Enpoli, Sputnik, Periódico Poético, entre otras. Parte de su obra ha aparecido en antologías de minificciones y cuentos.