Es bien sabido que David
Bowie era un camaleón, en el mejor de los sentidos, un imitador. Esta cualidad
le permitió reinventarse una y otra vez hasta el final de su carrera. Desde el
garbo y el estilo que imitó de Marc Bolan y los modes, pasando por su
apropiación del soul y el funk para lanzar el maravilloso Young Americans, hasta los sonidos industriales que calcó de Nine
Inch Nails para imprimirlos en el Outside,
Bowie siempre supo robar lo mejor de lo mejor y hacerlo suyo.
En biografías como Strange Fascination de David Buckley, y en los múltiples anecdotarios que encontramos aquí y allá sobre la personalidad de Bowie, se le describe siempre como un chico carismático que sabía ganarse la buena voluntad y aprecio de quienes lo rodeaban. Esta otra cualidad suya le permitía, además, robar de la mejor manera: con permiso. Bowie se codeaba de la gente que admiraba y los involucraba en sus procesos creativos: Lou Reed, Iggy Pop, Bryan Eno, Trent Reznor, James Murphy y un largo etcétera de personas que a menudo participaron o lo invitaron a participar en sus proyectos. Un caso muy sonado en los medios fue el de Arcade Fire, para quienes, se dice, Bowie fue una especie de padrino, luego de que en la revista Rolling Stone el ícono británico mencionara que compró un cargamento del álbum Funeral, de la banda canadiense, para regalarlo a sus amigos.
En este sentido, Black Star, el último álbum de David
Bowie, que se publicó en 2016, a unos días de la muerte del Duque Blanco, no
fue la excepción. Su producción estuvo a cargo, principalmente, de Tony
Visconti, una de las apuestas seguras de Bowie desde el 69, pero también contó
con la colaboración de James Murphy, quien hizo gala de su acostumbrada
petulancia y declaró no haberse involucrado más porque tenía proyectos más
importantes y personales; pero quizá la influencia más sui generis para esta
última obra es la del ganador del Pulitzer, Kendrick Lamar, uno de los
exponentes más disruptivos de la escena, quien un año antes habría lanzado al
mercado su transgresor y refrescante álbum To
Pimp a Butterfly, obra que revolucionó el género y regresó a Compton el
cinturón de campeón en cuanto el rap y el hip-hop concierne.
Durante las vísperas del lanzamiento de Black Star, Visconti declaró a la revista Rolling Stone, que habían estado escuchando incansablemente To Pimp a Butterfly luego del proceso de grabación, y que admiraban el hecho de que Kendrick Lamar había logrado hacer un álbum de hip-hop que no sonaba casi nada a hip-hop, por lo que se impusieron el objetivo de que Blackstar sonara lo menos posible a un álbum de rock’n’roll.
To
Pimp a Butterfly fue recibido como una mezcla de tradición
y vanguardia, lo que demostró la capacidad de Kendrick para satisfacer el gusto
del público experimental y mainstream a un mismo tiempo. Quizá el gusto por
romper las reglas que caracteriza al rapero de Compton fue lo que llamó la
atención de Bowie, quien no dudó en imitar a Kendrick para imbuir el Blackstar de distintas texturas que
oscilan entre el jazz neoyorkino, la música electrónica y el Krautrock.
Blackstar
fue
un excelente álbum de despedida, manchado de tonalidades oscuras, referencias
telúricas y apropiaciones dignas del crisol que representa la trayectoria de
David Bowie, quien fue, de todas a todas, un excelente lector de las tendencias
de época, las cuales digería y aprovechaba para nutrir de autenticidad su
trabajo creativo.
No cabe duda de que, de
haber vivido un poco más, hubiéramos presenciado una colaboración más cercana
entre ambos genios, pues Bowie hubiera echado mano de su natural carisma y
simpatía para acercarse más a Kendrick, quien tampoco se hubiera negado a
colaborar y aprender de uno de los exponentes más variopintos, interesantes e
influyentes de la actualidad.