Un golpecito en la ventana me hace saltar. Subo el volumen, me acomodo los audífonos y cambio de canción, pero la ventana se cimbra y me doy cuenta de que Mauricio va a seguir aventando piedras hasta que me vea salir. Antes de asomarme a la ventana, miro hacia la sala para ver si mi mamá escuchó: está dormida frente a la tele, trae puesta su bata de baño y se ve pálida, como los muertos en las morgues de las películas. Mauricio nunca le ha caído bien, dice que es una mala influencia y que un día me traerá problemas. Yo no sé, a mí se me hace que exagera, pero eso es lo que hacen las mamás. Mientras me pongo los tenis, pienso que a lo mejor Mauricio quiere dinero. Saco de mi cartera dos billetes de a doscientos y los escondo debajo de mi almohada. Me pongo la mochila y salgo quedito, para no despertar a mamá. Además, tampoco es que pueda correr.
Cuando
bajo, Mauricio ya está parado junto a la puerta del edificio. Tiene las manos
en las bolsas de la sudadera y mastica nervioso. Desde que lo noquearon en un
sparring, empezó a masticar chicle a todas horas porque, según él, en una
entrevista, Mayweather Jr. dijo que así vas fortaleciendo la quijada, pero no
sé, yo no he escuchado nada así. Mi tío dice que eso se trae o no se trae. Eso
sí, puedes trabajar más el cuello, y eso ayuda, pero no es que te cambie el
aguante que ya traes. A los que nacieron con quijada, bien por ellos; los
demás, a trabajar la guardia y que mejor no te toquen tanto. Siempre he pensado
que se castiga de más: el que lo noqueó le llevaba, mínimo, diez kilos, además
de que ya había hecho un par de peleas amateur. Le digo, pero no le importa: ya
se le metió a la cabeza que tiene quijada floja y quiere remediarlo.
―¿Qué vas a hacer al rato? ―me pregunta, pero se pone a caminar antes de que le
conteste. Rengueando, trato de emparejármele: no me he curado bien del tobillo,
que me torcí igual en un sparring. Le grito que me espere, pero sigue
caminando.
Les
da risa cuando lo cuento, pero todo fue por el charquito de sudor que dejó el
señor con el que me tocó ese día. Me emocioné sembrándole los guantes en la
careta, se me hizo como de película ver el sudor volando cuando le dejaba ir
los golpes. Ya nada más traía las manos abajo y trataba de quitarse todo con
cintura, pero no podía. Luego, casi para acabar el round, me empujó y fue
cuando me resbalé. Lo que son las cosas: en una pelea profesional, me hubiera
ganado por nocaut técnico. O sea que ese día es la única vez que no he ganado,
si contamos aquella que empaté con Mauricio.
―No
sé, ¿acompañarte? ―trato de seguirle el paso, pero no puedo.
Avanzamos
más de cinco calles sin decir nada. Voltea a cada rato para ver si sigo atrás
de él, pero no dice nada y tampoco se saca las manos de la sudadera. Me empieza
a dar desconfianza, no sé qué se traiga.
―Ah,
bueno, me vas a hacer esquina ―es lo primero que dice luego de muchas cuadras
sin hablar.
Subimos
un puente peatonal. Los carros allá abajo pasan a velocidad constante, con un
ruido casi apacible, sin claxonazos. En media hora, cuando todos salgan del
trabajo, la cosa va a ser distinta: una peregrinación de luces rojas, a vuelta
de rueda, plagada de ruidos y calor. Como para volverse locos, si no es que ya
lo están. Una ciudad así vuelve un desgraciado al más tranquilo, y a los que ya
son unos desgraciados los hace unos hijos de perra. Cualquiera quisiera irse,
la verdad. Yo también lo haría, si pudiera.
Con
cada calle que dejamos atrás, el dolor en el tobillo crece. Casi casi puedo
imaginar la bolsa de gel frío reposando en el congelador. Mamá la usa para
reducir las bolsas bajo los ojos, pero esos últimos días me la ha prestado. Se
siente raro al principio, quema, pero después se adormece el músculo y viene el
alivio. En unos años, cuando las arrugas y las bolsas en los ojos se le noten
más, va a decir que fue por mi culpa, por esas dos semanas que me prestó su
bolsa. La conozco, va a rematar diciendo que su juventud se la acabó Alfredo
Almazán, padre, para luego pasarle la estafeta a Alfredo Almazán, hijo.
―¿Cuánto
traes? ―me pregunta cuando nos detenemos frente a un semáforo.
Ya
se había tardado en mencionarlo, pero ahí está: quiere dinero, aunque no sé
para qué. No es que me caiga de raro ni que me moleste: ya me acostumbré. Mi
mamá dice que no sabe por qué le aguanto tantas cosas a ese “muchacho”. Lo dice
como insulto y le sale bien. Sólo las mamás saben usar las palabras de tal
forma que acaban pareciendo otra cosa. Yo no sé si son tantas, además no me
pesa: aparte de lo que me da ella, mi papá a veces me manda dinero con mi tío,
su hermano, el que nos entrena. Les ha de caer de raro a los del gimnasio, los
que no me conocen, ver que mi tío me da dinero cuando acabamos de entrenar:
parece que él me paga a mí. Bueno, ni a mí ni a Mauricio nos cobra: mi tío sí
lo aprecia, o por lo menos no lo trata mal. Ya también él lo llama “muchacho”,
pero con otro tono. Así nos dice. Órale, muchachos, no estén descansando entre
series. No estén de pinches flojos. Trabajen con alguien más, nadie les va a
robar a su amiguito.
Mauricio
y yo tenemos exactamente la misma edad. A veces juntábamos las fiestas de
cumpleaños, bueno, más bien mi mamá lo dejaba celebrar en mi casa, porque su
mamá, sola desde quién sabe cuando, nunca pudo pagarle algo así. Mi pastel, mis
familiares y mis amigos, pero la fiesta de los dos. Pero eso era cuando todavía
me festejaban así, con una fiesta. Ahora sólo me dan dinero o a veces un
regalo: el año pasado, mis guantes nuevos.
―Traigo
como trescientos ―le digo, pero no es cierto. Trato de recordar cuánto hay en
mi cartera, descontando los billetes que dejé―. ¿Por qué?
―Con
eso ―contesta, pero no dice más.
Seguimos
avanzando cuando el semáforo se pone en verde. Pueden ser dos cosas, me digo
mientras caminamos y las calles se me hacen más y más desconocidas, pero no
quiero imaginarme a fondo ninguna de las dos y mejor sigo tratando de
emparejármele. Tampoco quiero saber qué trae en la bolsa de la sudadera. Estoy
a punto de decirle que ya no puedo seguir caminando a ese ritmo, que me
aguante, pero se echa a correr hasta la entrada de una casa de materiales de
construcción. Voltea a todos lados y me hace señas con la mano para que me
acerque rápido. Con todo y dolor, troto hasta donde está. Cuando lo veo sacar
las manos de la sudadera, noto que las trae vendadas. Revisa su reloj y truena
la boca decepcionado. Ese reloj era mío, me lo dieron en mi cumpleaños doce y
se lo regalé cuando se le descompuso la luz. Hasta donde mamá sabe, lo perdí.
―Toma,
detenme ―se quita la sudadera y el reloj―. Guárdalos en tu mochila.
Voltea
constantemente al zaguán de la casa de materiales y se jala el cuello de la
playera para secarse la boca y la nariz. Inhala profundamente y comienza a
hacer círculos con las manos y los brazos. Se da tres golpecitos en la cara,
con los dos puños, antes de persignarse.
―No
mames, ¿qué vas a hacer?
―No
dejes que se meta nadie, pero si me está dando la vuelta, me lo quitas.
Ya
no le pregunto nada. Ambos miramos hacia el zaguán, que apenas si se alcanza a
ver, medio iluminado por un foco escondido en quién sabe qué parte del techo.
El tobillo ya se me enfrió y siento la punzada. Mauricio escupe el chicle y
comienza a abrir y cerrar la boca exageradamente, como si masticara el aire de
la noche. Está nervioso, pero no tiene miedo. Una vez me dijo que con vendas y
guantes no le da miedo intercambiar golpes. Cosa chistosa, pero a lo mejor es
puro reflejo: cuando peleas en el ring es distinto, puede que te tires con todo
contra el rival, ya sea entrenando o en una pelea, pero al final del día es
legal. No hay coraje que aguante una buena pelea, y ya si lo aguanta es porque
no es coraje, es odio. Hasta ahorita, creo que no he visto a nadie odiar. De
verdad odiar.
―Acuérdate,
que no se meta nadie ―me repite y camina hacia el zaguán.
Tres
hombres vienen saliendo. Voltean sorprendidos cuando Mauricio grita algo que no
pude entender. Uno de ellos, el más alto y corpulento, se gira a mirar a los
otros y después se queda quieto, incrédulo, cuando se da cuenta de que es a él
a quien llaman.
―Te
dije ayer que iba a venir, ¿a poco creíste que era broma? ―le grita Mauricio
antes de empujarlo― Levanta las manos, cabrón, porque te doy a dar en tu madre,
pero legal, para que luego no estés diciendo.
―Cálmense
―grita el hombre cuando me ve acercarme, entonces le reconozco la voz: la misma
que escucho en la casa de Mauricio cuando paso por él para irnos a entrenar―.
No se metan en problemas.
De
los dos hombres que lo acompañaban, uno se va caminando discretamente en
dirección opuesta y el tercero se acerca a Mauricio, pero se queda quieto al
ver que me quito la mochila. Levanta las palmas y da unos pasos atrás, pero sin
relajarse. El otro, por el que vinimos hasta acá, voltea a verme una vez más,
yo encojo los hombros.
―Mejor
déjalos solos ―le pido al otro hombre. Parece que por él está bien,
retrocede.
El
primer golpe que tira Mauricio, un recto de derecha, hace un sonido hueco al
impactarse contra la cara del hombre. Ni se dio cuenta cuando se lo tiraron. A
veces es eso lo que te hace enojar: ese sonido. Luego pasa que no duele que te
peguen, pero te enciende. Para eso sirve el primer golpe: para darte cuenta de
que no te rompes si te tocan y de que puedes hacerle lo mismo. Que no es nada
del otro mundo. Mauricio se espera a que el hombre se dé cuenta de lo que está
pasando: la sangre que le baja de la nariz lo ayuda. Le contesta con la
derecha, a lo pendejo. Mauricio se lo quita con un pasito al lado y le deja la
izquierda en la cara. Suena a puro hueso.
Los
golpes que te meten en los brazos no cuentan en las tarjetas, no ganas una
pelea pegándole a los puros guantes y a los antebrazos, pero también duelen,
van durmiendo el músculo y te cansan, te acalambran, luego ya no puedes subir
las manos por más que quieras y entonces sí, a tragar guante. Y si el que te
está pegando es alguien que te lleva mínimo treinta kilos y veinte centímetros,
más todavía. Por eso existen las categorías, porque el peso sí importa. A pesar
de que no sabe meter las manos para nada, los golpes que le tira a Mauricio,
cuando le llegan a dar, lastiman; se nota que le pueden. Es lo que tienen los
que trabajan en construcciones o cargando: están correosos, aguantan mucho. Una
vez, hace ya tiempo, casi cuando empezamos a entrenar, me tocó guantear con un
albañil. Lo conecté hasta cansarme, literalmente, pero ni siquiera se dobló. Al
otro día fue a entrenar como si nada, y eso que venía de trabajar. A mí las
manos me quedaron doliendo.
―Ya
hay que separarlos, chavo ―me grita el otro hombre. No le contesto.
Mauricio
tiene la ceja derecha abierta y la mitad de la cara llena de sangre, pero sigue
conectando al hombre, que cada vez se mueve más lento y ahora respira por la
boca. “Ya estuvo, en serio, cálmate”, grita de vez en cuando con la voz temblorosa,
entre bocanadas espesas, pero Mauricio sigue brincando sobre puntas alrededor
de él, escogiendo cada vez con mayor precisión sus golpes. Las luces de los
carros iluminan la escena, que por lo demás apenas se deja raspar por la luz
del foco de la entrada.
Cuando
es así, en la calle, casi nunca es un golpe lo que define, sino la falta de
aire. Mauricio ya trae las manos abajo, está jugando y quiere humillarlo. Se
quita con cintura una derecha malísima y luego luego veo cómo viene un ganchito
de izquierda a la zona blanda. Y así es. Después de conectar, Mauricio desplaza
hacia atrás la pierna derecha y queda a dos cuerpos de distancia: limpiecito el
movimiento, como nos lo enseñó mi tío. El hombre cae de cara, tratando de jalar
aire, pero el cuerpo en esos momentos no puede sacar ni meter nada: el puro
infierno, una probadita de lo que se ha de sentir morirse ahogado. Mauricio se
acerca a patearle la cara, le escupe un gargajo con sangre en la cabeza.
―¿Qué te dije? No es lo mismo con un hombre, ¿verdad, cabrón?
Logro
quitarlo en el momento en que tiraba una segunda patada que sólo encontró el
aire.
―Ni
te aparezcas por allá otra vez ―le grita mientras yo lo sigo deteniendo―.
Pinche puto.
Alguien se asoma del zaguán y escuchamos una
voz de mujer pedir a gritos que llamen a la policía. Nos echamos a correr; de
los nervios, ni siquiera siento el dolor en el tobillo.
―¿Cuánto traes? ―me pregunta Mauricio sin dejar de correr, pero no lo escucho;
su voz se corta de nervios.
―No
sé, cómo doscientos, igual más ―volteo para ver si nos siguen―. ¿Por qué?
Por
fin nos frenamos, parece que nadie nos está siguiendo. Ahora sí siento el
tobillo como piedra, caliente y abierto, pero ya no hay nada que hacer. Otras
dos semanas de reposo, mínimo.
―Para
ir a la Cruz Roja a que me cosan ―se quita las vendas mientras empieza a
caminar de nuevo―, préstame.
―Sí
―le quiero decir algo más, pero no sé qué―, ya sabes que sí. No está tan grande
el tajo, pero vamos.
Termina
de quitarse las vendas y me las da para que las guarde en la mochila. Me pide
que le regrese su reloj y se lo doy junto con la sudadera. La ceja le sigue
sangrando. Nos quedamos callados el resto del camino. Quiero preguntarle algo,
hacer que hable, pero no se me ocurre nada y mejor me quedo callado. Lo único
que le pido es que se acerque para apoyarme en él. Así avanzamos, poco a poco,
cada uno con su dolor.
Cuando
llegamos a la Cruz Roja, hay dos personas antes que nosotros. Pago y me entregan
el turno 9. Mauricio pasa al baño a lavarse la cara y las manos, luego regresa
a sentarse junto a mí. La sala de espera huele a sangre seca, a orina cargada
de pastillas, a sudor echado a perder. La recepcionista, una mujer gorda con
cara de cansancio, mira una televisión pequeñita colocada sobre el escritorio,
a un lado de la máquina de escribir. Está viendo la misma telenovela que mi
mamá: me doy cuenta de que ya son más de las ocho y a lo mejor ya se dio cuenta
de que no estoy. O a lo mejor no. Reviso mi teléfono: ni llamadas ni mensajes
de ella, sólo dos de un número que no conozco.
―¿Cómo
se me ve? ―pregunta Mauricio y se gira para que lo vea bien.
―Normal,
pero te está saliendo tantita sangre.
―No
está tan profunda ―se vuelve a sentar derecho y se cruza de brazos―. ¿Y si nos
vamos?
―Ya
pagué. Mejor espérate.
―Aprovecha
tú la ficha y que te revisen el tobillo. Yo así ya quedé.
―¿Es
en serio? ¿Para qué me hiciste pagar entonces?
Una
mujer y un hombre nos miran desde las sillas de enfrente. Él carga a un niño y
le hace caballito con las piernas, pero no logra que deje de llorar. Me acuerdo
de mis papás: esa edad debían tener cuando yo nací. La mamá de Mauricio es más
joven que la mía, mucho más, pero siempre se veía cansada, ya muy maltrecha, y
eso la hace parecer mayor. A su papá, hasta donde recuerdo, no lo conocí. Creo
que él tampoco.
Después
de unos minutos, llaman a Mauricio al consultorio y sale antes de que termine
de acomodarme. El tobillo me está molestando cada vez más, como si cada dolor
que ha pasado por aquí me estuviera revoloteando sobre la lesión, entonces noto
cuántos enfermos hay siempre en las salas de espera, como siempre hay alguien
herido o agonizante en el mundo. Cuando te rompes un brazo, empiezas a notar
cada vez más gente enyesada en las calles. Será que el dolor llama al dolor y te
abre los ojos.
―Ya
estuvo, vámonos ―se para frente a mí y me pide que guarde en la mochila las
pastillas que le dieron. Trae una gasa sobre la sutura.
A
pesar de que estamos a unas calles de mi edificio, le pido que tomemos un taxi,
no le parece. Le digo que yo pago y entonces se relaja. Sale peor: hay mucho
tráfico, pero por lo menos no tuve que caminar. El taxista nos mira por el
retrovisor, pero no se anima a preguntar nada. Sólo nos insiste en que si
traemos dinero.
Nos
bajamos frente a mi casa y Mauricio camina detrás de mí. Ni siquiera le
pregunto, sé que se va a quedar a dormir. No tengo ganas de pelear con mi mamá,
pero tampoco quiero que Mauricio duerma en la calle, y eso es lo que va a hacer
si no lo dejo entrar, lo conozco. Al menos hoy no va a regresar a su casa. No
sé si ese hombre va a hacerlo. Yo no creo. Subimos despacio las escaleras y
entramos sin hacer ruido. La tele está prendida, pero no veo a mi mamá por
ningún lado. Le digo a Mauricio, con señas, que se adelante y me espere en el cuarto
en lo que voy a la cocina por hielos.
―¿Dónde
estabas?
Salto
al oír la voz de mi mamá detrás de mí.
―Bajé
al parque a hacer ejercicio ―me mira molesta―, pero nada más de brazos y pecho.
En los tubos.
―Así
no te vas a curar ―toma una taza humeante y sale rumbo a su cuarto―. Ahí está
en el congelador la bolsa de gel. Habló tu papá, que te estuvo marcando al
celular.
Lleno
dos vasos con agua y me voy rengueando al cuarto. Mauricio mira por la ventana,
como si se observara a sí mismo parado ahí hace dos horas. Abre y cierra la
mano derecha mientras se mira los nudillos. Recibe el vaso de agua, sin voltear
a verme.
―Hijo
de su puta madre ―dice entre dientes. Se bebe el agua y deja el vaso en la
ventana―. Creo que me rompí estos nudillos. Mira, toca.
―¿Cómo
crees? Ibas vendado.
Nos
sentamos en la cama. Se masajea los nudillos con la izquierda al tiempo que
mira con atención la mano, como tratando de ver sus huesos a través de la piel.
Quiero preguntarle algo, pero creo que no es lo mejor. Saco sus vendas de mi
mochila y me pongo a alisarlas contra mi pierna derecha, luego las enrollo y
las pongo en el buró. El tobillo me duele mucho más que en la tarde. Creo que
lo lastimé más, ahora sí en serio.
―Ahora
que regreses ―le digo―, más bien, cuando yo regrese…
―
¿Qué? ―se para de nuevo.
―Te
voy a enseñar a regresar la pinche derecha después de tirarla.
No
le da risa, se levanta para ir a la ventana nuevamente. Aprovecho para poner en
mi cajón los billetes que había guardado bajo la almohada. Mauricio sigue con
la mirada hacia la noche, masajeándose la mano. Voy por la bolsa de gel y
vuelvo en silencio.
―Te
va a regañar mi tío ―me quito despacito los tenis y me pongo la bolsa de gel en
el tobillo―, ya sabes que dijo que no nos iba a recibir si andábamos peleando
en la calle. Ya ves cómo se pone.
―No
voy a ir estos días. Si te pregunta, le dices que me disculpe, que tengo mucho
trabajo ―voltea a verme, nota la bolsa de gel―. ¿Eso qué es?
―Es
la bolsa que te había dicho, sirve para reducir la inflamación. Mamá se la pone
en la cara antes de dormir.
―Ah,
ya ―me contesta, pero sólo por decir algo. A lo mejor piensa en la cara de su
mamá, también hinchada. A lo mejor yo hubiera hecho lo mismo. No sé, no hay
forma de saberlo.
―¿Te quedas en la litera de arriba?
―Sí,
como me digas ―contesta, pero estoy seguro de que ni siquiera puso atención.
Me
acuesto y le marco a mi papá desde el celular. Hablamos poquito, me pregunta
cómo voy y si me hace falta algo. Pregunta por mi mamá, pero sólo por no dejar.
Le digo que estamos bien. Luego nos vemos, se despide, pero sabemos que no es
cierto. Mauricio parece escuchar lo que estoy diciendo, pero de pronto me doy
cuenta de que está llorando. Después de que mi papá cuelga, hago como que sigo
hablando, para darle tiempo a Mauricio de desahogarse. Sé que no le gusta que
lo vean. ¿A quién sí? La última vez que
lo vi hacerlo fue en la primaria. Sólo él y yo nos quedamos en el salón, para
que nadie se diera cuenta. Ya no recuerdo qué pasó esa vez, a lo mejor también
algo de su mamá. Quién sabe. Hago como que le cuento a mi papá todo lo que ha
pasado, en la escuela y en los entrenamientos. Le hablo de los exámenes, de las
tardes en la casa, de mi mamá. Escucha mejor cuando no escucha, cuando no está.
Sigo hablando como si fuera cierto que me oye. Le reclamo también por irse, por
tener otros hijos y hacer de cuenta como que no existo. También le echo en cara
que me hable como si fuéramos amigos, y le digo, por fin, que no me gusta.
Hasta que Mauricio se calma, hago como que cuelgo.
―
¿No tienes sueño? ―le pregunto después de un rato de silencio.
―Estoy
cansado, pero no puedo dormir.
―Te
mandó saludar mi papá.
―Ya
no me acuerdo cómo es él ―contesta―, ¿cuánto tiene que se fue?
―Ah,
no sé bien ―me doy cuenta de que yo tampoco lo recuerdo con precisión. No lo
había notado.
―Dile
que gracias. Ahora que vuelvas a hablar con él.
Nos
quedamos callados. Del otro lado de la pared, mi mamá habla con alguien, no sé
quién. Quiero preguntarle a Mauricio si él se acuerda de su papá, si lo extraña
a veces, aunque no lo diga, pero sólo me atrevo a preguntarle si le duele la
ceja.
―No
―mete aire y carraspea―. Me arde pero el estómago.
―Te
quedaste con el coraje.
―No,
no es coraje ―lo escucho descargar un golpe sobre el colchón―. Ojalá fuera nada
más coraje.
Quiero decirle algo más, pero no sé qué. Creo que no hay nada. Quién sabe, puede que sea lo mejor. Es más difícil cuando de verdad alguien te escucha: corres el riesgo de que te contesten.