Esa
Navidad sería la primera en la que tendríamos la visita del tío Óscar, hermano
menor de mi padre. Recuerdo haber escuchado historias fantásticas sobre él
desde que era niño. Mi padre decía que el tío Óscar había descuartizado a toda
una organización criminal y por eso estaba en la cárcel.
Mi
tía Malena, la mayor, aseguraba que el tío se perdió en los vicios, así de
simple. Cuando uno es niño deja que la imaginación gane partida, y a mis ojos,
el tío Óscar era algo así como un Sansón que podía aplastar la cabeza de
cualquier buscapleitos que le echara bronca.
Crecí
con esa idea y al fin, al tener dieciséis años, iba a ponerle rostro a ese
nombre mítico.
Eran
las ocho y media de la noche. Mi mamá hizo un lomo relleno con papas, ensalada de
manzana y sacó un vino añejo de muy mala calidad para que comenzáramos la cena.
La tía Malena llevó a mis primos, Daniela y Cheto. Los dos apáticos, haciendo
caras de fuchi a la comida de mi mamá. Los típicos parientes creídos que uno
tiene que soportar porque hay un lazo de por medio que no puede borrar nadie.
Hay
que empezar a comer, dijo Cheto. Ya tengo hambre. Sí, sí, le secundó Daniela.
El tío Óscar seguramente está de nuevo en la cárcel. A fin de cuentas, es un
esquizofrénico.
Tuve
ganas de levantarme de la silla y darles un puñetazo en la cara a los dos. Que
la fuerza de mis nudillos les reventara las venas más pequeñas de la nariz y
llenaran todo de sangre. La sangre que tanto aborrecía y que a fin de cuentas
también corría por mis venas.
Hay
que esperar un rato, dijo mi padre. Si a las nueve no llega, comenzamos. Todos
aceptaron la idea en silencio. Mis primos sacaron sus teléfonos para tomarle
foto al lomo, al vino que sabía a agua de calcetín y a ellos mismos.
Yo
me pegué a la ventana esperando ver una sombra gigante abriéndose paso entre
las casas, entre las pocas columnas de humo de un par de chimeneas en la
colonia. Se me vino a la mente la figura voluminosa de un orco o un cíclope. De
esas proporciones tenía que ser el tío Óscar.
Ya
son las nueve cinco, dijo mi tía. No creo que venga. No vemos a Óscar desde
hace veinte años. Ni siquiera sabemos si le interesa estar con nosotros. Claro
que sí, respondió mi mamá. Imagínate estar tanto tiempo solo entre
delincuentes. Cualquiera desearía sentir el amor de la familia y más en estas
fechas.
Un
trato es un trato, dijo mi padre. Hay que empezar. Cada quien ocupó su asiento,
uno apretujado contra el otro. Yo era el único que sentía la ausencia del
compañero. La silla de al lado era la de mi tío. Tenía más rabia que hambre.
Quería que todos sintieran la misma emoción que yo, pero qué hacerle. Hay
ausencias que al prolongarse tanto dejan de hacer falta.
Mientras
partíamos el lomo sonó el timbre. Mi mamá fue a abrir la puerta, sobándose las
manos. En el umbral estaba un hombre alto, sí. No musculoso, no era un orco ni
un cíclope. Tenía la piel pegada a los huesos. El cabello crecido cubriéndole
las orejas. Desde mi asiento podía ver el color miel en los ojos del
desconocido que miraba todo alrededor como si se le hubiera perdido algo que
trepaba por las paredes.
Gabardina
negra, al menos tres tallas arriba de la suya. Pantalones manchados por la
suela de los zapatos y en los brazos, como si fuera un regalo, la cabeza de un
maniquí. Buenas, cómo están. Gracias por recibirme. Ella es Silvia, mi esposa.
Las
miradas de mis familiares iban y venían de uno a otro, esperando a que alguien
hiciera algún comentario. Yo no podía creer que ese fuera mi tío, el que
desmanteló una organización criminal sin la ayuda de nadie. El que podía
hacerle frente a cualquiera.
Mi
mamá lo invitó a pasar y el tío ocupó el asiento que yo había reservado
especialmente para él. Quería sentir la emoción de estar al lado de un presidiario.
Cómo
estás, Óscar. Cuánto tiempo. Sírvete, qué rebanada quieres del lomo. Mi tío
ignoraba las palabras de su hermano. Veía la casa y luego a Silvia, su mujer. La
gabardina expulsaba un olor a humedad, el mismo que tiene la ropa que no se ha
usado en años. La presencia de mi tío me intimidaba. Algo de energías, un halo
de muerte que lo rodeaba y que no he vuelto a sentir en nadie.
Mi
mamá le ofreció un plato bien servido del lomo, imaginando, tal vez, que el tío
Óscar estuvo vagando por las calles desde que salió de prisión y había llegado
esa noche de Navidad muerto de hambre, suplicando un bocado. Pero el tío apenas
y vio la comida. Le ofreció caballerosamente una cucharada de la guarnición de
papa al maniquí, que por lo demás, era uno de los rostros más bellos que he
visto.
Ojos
grandes y azules, pestañas postizas. La nariz respingada y los labios pequeños,
melocotón. El cabello rubio le marcaba la barbilla. Mi tío veía la cabeza
hipnotizado, perdiéndose en su belleza artificial.
¿Y
cómo se conocieron? Preguntó Cheto. Mi prima comenzó a reírse y mi tía Malena
igual. Mi mamá volteó la cara hacia otro lado y mi padre le dio un sorbo al
vino que nadie quería probar. Mi tío apretó con el puño el tenedor en el que clavó
un pedazo de carne.
¿Y
piensan tener hijos?, agregó Daniela. Cheto se carcajeó, todos, de alguna
manera se rieron por la estúpida pregunta. Todos menos mi tío que arrugaba el
entrecejo. Con movimientos suaves y tranquilos, metió los dedos en la cabeza
del maniquí y sacó un revólver.
La
mano derecha de Óscar sostenía el arma que apuntó directo a la frente de Cheto.
Ya nadie se reía. Las gotas de sudor en la frente de mi primo brillaban con las
luces de colores del árbol de Navidad.
Cállate
la puta boca.
Nunca
vi un brazo tan firme como el de mi tío Óscar mientras apretaba el gatillo.