Letrinas: El valle inquietante

—Está bien, Bargo, vámonos —dije—. De hecho, a mí también me asusta un poco este lugar.


El valle inquietante

Eva Campos
 

Le puse la correa a Bargo, mi perro pitbull de manchas cafés y blancas, y después tomé las llaves y mi celular. El paseo de este día sería más que interesante, pues hoy visitaríamos el panteón que se encontraba a tres cuadras de mi casa. El día soleado y la compañía de Bargo, me daba la valentía que necesitaba para entrar al cementerio, pues desde que era un niño jamás me gustaron, debido a que en una ocasión un señor, cuando yo tenía siete años, asomado por la barda, intentó convencerme de entrar; el aspecto de aquel hombre fue lo que más me asustó, su rostro estaba muy delgado, era muy viejo y tenía poco cabello, en pocas palabras, era horrible. Cuando le conté a mi madre lo que había sucedido, ella no dudó ni un segundo en ir a enfrentarlo, pero ya no pudo alcanzarlo, pues cuando llegó, el anciano ya se había ido. Desde entonces me fue muy difícil volver a acercarme a ese sitio.

Después de varios minutos de andar, llegamos al lugar; era miércoles por la mañana, por lo que había muy poca gente. Bargo y yo entramos sin pensarlo mucho, mentiría si dijera que no sentí un poco de miedo, pero aun con temor seguí. Una vez ahí, antes de entrar de lleno entre las lápidas, observé hacia los lados, sabía que era imposible que aquel hombre estuviera aquí, pero de alguna forma mi cerebro quería estar seguro. Convencido de que ningún anciano se hallaba cerca, continué con el paseo.

Recorrimos gran parte del cementerio, en cierto punto del paseo me pareció muy aburrido haber ido, pues no había nada interesante que ver. No comprendí cómo fue que de niño le tuve tanto miedo, si solo se trataba de un campo lleno de lápidas y árboles. Una vez que llegamos a la zona más profunda, me di cuenta de que esa parte era un lugar diferente al resto. El terreno era un poco extenso, tenía una mini montaña de tierra, y sobre la cima de esta se hallaban muchas cruces verdes. Miré el sitio cuidadosamente, entonces supe que se trataba de la fosa común; el sitio donde se enterraban los cuerpos de las personas fallecidas que no eran reconocidas en la SEMEFO.

Entré despacio, no sabía si era por el cambio de terreno, o porque el sitio estaba rodeado de muchos árboles, pero sentí que mi piel se estremeció por un súbito cambio de temperatura. Ignoré el hecho de tener frío en un día con sol, y seguí con mi propósito; sin embargo, a Bargo pareció no agradarle la idea, ya que se sentó sobre sus patas, y puso resistencia cuando intenté obligarlo a entrar.

—Está bien, Bargo, vámonos —dije—. De hecho, a mí también me asusta un poco este lugar.

En el momento en que estaba a punto de salir, un rayo de sol iluminó la montaña y al tiempo un reflejo fue perceptible. Fruncí las cejas y me acerqué al objeto que brillaba. Era un pedazo de lata, y a su lado se encontraba un cráneo humano. Me sorprendí ante el hallazgo; aunque estaba en un cementerio, las probabilidades de encontrar algo parecido eran mínimas, pues los cuidadores se encargaban de que estas cosas no estuvieran a la vista del público.

Pensar en tocarlo me provocó asco, así que mejor lo moví con la punta del pie; el cráneo era de color beige, estaba tierroso y le faltaban algunos dientes. Me agaché para observar mejor, y saqué mi celular para tomarle una foto, pero el gruñido de mi perro me interrumpió; cuando giré mi cabeza para ver a Bargo, alguien estaba detrás de mí. Un anciano vestido de negro me estaba observado fijamente.

—¡Ay, pendejo! —grité antes de caer sobre el cráneo y romperlo, sentí ardor en la palma de la mano, el hueso me había cortado la piel.

El viejo se parecía mucho al hombre que vi de niño, aquello hizo palpitar muy fuerte mi corazón. Me levanté y tomé con fuerza la correa de Bargo, él se posicionó frente a mí, listo para protegerme en caso de que aquel individuo tratara de tocarme. Lo miré fijamente, mientras él hacía lo mismo, después de varios minutos así, quitó su vista de mí y miró el cráneo roto.  —¿Acaso no te enseñó tu abuela que nunca debes tocar los huesos de un difunto? —susurró, estaba chimuelo—. Los muertos tienen memoria y suelen ser muy vengativos.

No respondí, era evidente que él estaba loco. Bargo continuó gruñendo cada vez más fuerte. El anciano dio un paso hacia mí, pero no esperé a que se acercara más, lo rodeé y antes de alejarme, sentí que rozó mi brazo con sus dedos, estaba frío como un muerto. No me detuve hasta que llegué a casa. Una vez dentro, me lavé la herida de la mano y limpié el lugar donde había sentido su tacto. Aún lejos de aquel sitio, mi corazón seguía latiendo con fuerza, por lo que me fui a recostar en la recámara, para tratar de tranquilizarme.

No sé cuánto tiempo me dormí, pero era evidente que había sido por mucho, pues cuando desperté estaba cubierto con una manta, prueba de que mi madre ya había llegado del trabajo. Busqué mi celular bajo la almohada y lo encendí. Eran las tres de la mañana. Me sorprendí de lo tarde que era, me costó trabajo creer que había dormido todo el día y parte de la noche. Mi estómago gruñó, tenía mucha hambre. Me senté sobre la cama, sentí que un frío helado recorrió todo mi cuerpo. Me acerqué a la orilla y antes de pisar el suelo, de reojo, logré divisar una sombra en la entrada de mi puerta. Contuve la respiración. Giré mi rostro y observé lo que sea que estuviera allí. Bargo estaba sentado sobre sus patas traseras, inmóvil, mirándome fijamente. Sus ojos brillaban rojizos, como si fueran un par de llamaradas.

—¿Bargo? —susurré—. ¿Estás bien?

Bargo no se inmutó, siguió en esa misma posición. No sabía qué, pero algo, no estaba bien. Sentí que en mi estómago se había asentado una presión muy fuerte. Era irónico pensar que yo estaba teniendo miedo de mi propio perro; sin embargo, muy en el fondo, lo tenía. Pisé el suelo y me levanté despacio.

—Bargo, amigo, ¿qué tienes? —pregunté al mismo tiempo que intenté acercarme a él.

Antes de que pudiera tocarlo, Bargo me mostró sus dientes y me gruñó con amenaza. Retrocedí. Respiré lentamente, lo que sea que le estuviera pasando a Bargo, estaba provocando que me desconociera. A lo mejor era porque las luces estaban apagadas y no podía distinguir bien mi figura, sería la primera vez que algo así le pasaba. Caminé hacia atrás con lentitud, busqué de reojo el apagador que se encontraba a un lado de mi ropero; cada vez que me movía, los bramidos de Bardo se volvían más fuertes. Una vez cerca del interruptor, Bardo se levantó sobre sus dos patas traseras y comenzó a salivar como perro rabioso. Tragué lento. No era posible que él pudiera mantener el equilibrio parado de esa manera; en mi vida había visto que un perro se levantara como un humano.

—Tranquilo, amigo, soy yo, Julián —le dije atemorizado.

Apreté el apagador. Pero la luz no prendió, y en ese mismo instante, Bargo ladró con fiereza y corrió hacia mí, todavía levantado sobre dos patas. Yo grité aterrado, brinqué sobre mi cama antes de que el perro pudiera acorralarme contra la pared. Corrí hacia la puerta, al tiempo que encendía la linterna de mi celular. Salí corriendo hacia el pasillo y choqué contra la pared. Sus ladridos ensordecedores y sus fauces calientes, podía sentirlos cerca de mis pantorrillas; me di vuelta lo más rápido que pude y lo alumbré con la linterna de mi celular, pero Bargo desapareció.

Me puse de pie, iluminé hacia los lados del pasillo, buscando a Bargo, pero no logré divisarlo. Respiré hondo, mis manos temblaban, y mi corazón latía como loco. No tuve tiempo de pensar en por qué Bargo se estaba comportando así, porque la linterna de mi celular se apagó de manera súbita.

—¡No, no me hagas esto! —gemí.

Cuando la luz se extinguió, él apareció de nuevo; al final del pasillo, Bargo estaba de pie, gruñendo de nuevo. Esta vez no esperé a que él se moviera primero, corrí despavorido hacia el cuarto de mi madre. Entré precipitado y cerré de un golpe. El fuerte ruido la despertó y asustada se levantó de un salto.

—¿Julián? —preguntó—. ¿Qué pasa?

Ignoré sus preguntas y cerré la puerta con seguro. Me agaché hacia el suelo y observé por la rejilla de la puerta, vi las dos patas de Bargo caminar afuera de la habitación. Me levanté y caminé nervioso hacia mi madre.

—¡Tenemos que irnos de aquí! —grité—. ¡Dame tu celular! ¡Llamaré a la policía!

—¡¿De qué estás hablando?! ¡Dime qué pasa! ¡Me estás asustando!

—¡Bargo se ha vuelto loco! ¡Quiso atacarme y estaba caminando en dos patas como si fuera una persona!

—¿Qué? —mi madre frunció las cejas—. ¿Estás drogado? No hay manera de que Barguito esté haciendo esas cosas, ¡es un perro!

—¡Lo que está allá afuera no es un puto perro!

—Ay, por dios Julián, seguramente tuviste una pesadilla —caminó hacia la puerta—. Te demostraré que solo ha sido un mal sueño.

—¡No! ¡No abras!

Sin escucharme, abrió la puerta y, en el mismo instante que lo hizo, Bargo entró y de un salto la pescó del cuello. Comenzó a morderla violentamente. Mi madre vociferó mi nombre con fuerza. Salí disparado contra el perro, lo tomé por la espalda y traté de quitárselo, pero estaba bien agarrado contra su carne; las mordidas eran tan intensas que la sangre de mi madre comenzó a brotar con rapidez. No lo pensé más, corrí hacia la cocina y tomé un cuchillo. Regresé apresurado y me arrojé contra Bargo, logré quitárselo de encima; comencé a apuñalarlo sin piedad una y otra vez, hasta que los chillidos de mi perro se apagaron. Las lágrimas aparecieron y mojaron mi rostro, el shock me hizo temblar de pies a cabeza, arrojé lejos el cuchillo y comencé a llorar frenéticamente.

—¡Ay, dios mío! —gritó enloquecida—. ¡¿Qué hiciste Julián?! ¡Bargo! ¡No puede ser!

Sentí un espasmo del susto que me provocaron sus gritos. Parpadeé muy rápido. Mi madre ya no estaba tirada, sino que estaba al final del pasillo, observándome con horror. Sentí que el pánico me embargaba desde lo más profundo de mis entrañas. Ya no era de noche, sino de día. Perdí la respiración. Un miedo atroz me invadió por dentro; me obligué a mirar hacia abajo, donde yacía mi pobre perro. Grité horrorizado. Bargo estaba sobre mis piernas, con las tripas de fuera. Aún tenía la correa puesta. Nunca me quedé dormido.




Eva Sulim Campos Martínez, ha publicado un total de cinco cuentos en diferentes medios, como El Velador en Licor de Cuervo, La mosca en Estrépito, Petunia y su hambre en Nudo Gregoriano. Así como también, ha sido parte de dos antologías, una de la Editorial Tinta de Escritores TDE, con su cuento Un labial y un vestido de 1922. Y la segunda en la Editorial Lebri, con su cuento La casa de mi abuela.
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