Habían pasado nueve aviones. Los vecinos llevaban tres días afuera de su departamento. Solo me quedaba una bolsa de aceitunas. Cargué el celular, la tablet, vi la película de horror que me causó más ternura que espanto; descargué la App.
La gente pasa con sus teléfonos en la mano, los audífonos en los oídos, con el mapa virtual en las “gafas inteligentes”, todo para no perderse. Nuestra memoria es la de un anciano de ochenta años. Nuestro olfato y gusto muertos tampoco ayudan a saber dónde estamos pisando. Programas la ruta del día: trabajo-casa, casa-trabajo… Así las gafas inteligentes siempre te dicen dónde estás, y a dónde vas para que no te pierdas. Así tus jefes siempre saben dónde estás, si vas al médico o no. Las gafas son obligatorias porque la gente comenzó a perderse en la ciudad después de la cepa Zeus-23. Caminaban de un lado al otro: como los perros de la calle que siempre tienen prisa. Siempre tienen un lugar a donde ir. Solo que los humanos en esos tiempos no, era como si las personas y los perros hubieran cambiado de posición en el ajedrez citadino.
Subo las fotografías a la App, elijo una de cuando en mi cumpleaños número seis me sumieron la cara al pastel y salgo llorando en la imagen. Son tres fotos en total, en la segunda salgo en traje de baño dentro de una alberca, a los diez años, con un pedazo de pizza de anchoas y doble ración de aceitunas. La última fotografía había sido tomada en el año 2020. En ese año llegó el futuro. El virus se había instalado en el aire desde aquel funesto año. Llevamos dieciocho años entre pandemias.
Después de media hora de que mis dedos no paran de teclear botones digitales con antifaces de gatitos lujuriosos, por fin la aplicación me avisa de un match. La figura de un árbol aparece en la pantalla del celular bailando samba y brotándole frutos de lo que parece ser su cabellera de árbol. La musiquita es inadmisible, es más que ridícula. Esto parece una aplicación de teenagers. Nos comportamos como eternos adolescentes en cuerpos de ancianos. La gente llega a los cuarenta años con más horas frente a la pantalla que con orgasmos reales.
Al ver la fotografía no me lo puedo creer. Es vulgar. Tiene las gafas reglamentarias puestas, pero con falsos diamantes. Su color de cabello está demasiado teñido. Siempre he querido hablar con una de esas mujeres. Su respirador también debe estar en una funda con brillos, a mí también me gustan los brillos en el respirador, pero soy demasiado opaco para atreverme a llevarlos como parte de mi atuendo.
Hay otro match, el árbol bailador sale de nuevo con su ritmo latino. Van trece aviones que pasan por arriba de mi casa. La chica del último match se parece más a mí; es opaca. Sus fotografías también me agradan. En una de ellas sale un globo terráqueo desinflado que trae colgando en el espejo retrovisor de su auto. La segunda fotografía es la cáscara de un plátano tirado en la calle. La tercera foto es de un helado recién caído al piso. Ahora tengo una cita con la chica de las fotografías tristes; tengo un lugar a donde desplazarme, como los perros de ciudad, o la gente de los aviones.
El agua moja todo. Ahora, en el tiempo donde estamos atrapados en mi ciudad llueve todo el tiempo, mi ciudad parece un intento de set de una película oriental, donde imaginaban a las ciudades del futuro con luces de colores neones. Las personas lucen mojadas, parecen perros y los perros parecen personas; los perros se quedan quietos por más tiempo viendo caer el agua, refugiados bajo un letrero de luz neón. Olvidan por un segundo desplazarse con tanta prisa moviendo su cola como siempre lo hacen. Las personas corren con una viveza que antes no tenían, como perros: siempre entusiastas caminando a ningún punto de la ciudad.
Falta un día para mi cita. Temo que vaya a resultar un desastre. El agua de arriba no para de caer. ¿Qué le voy a decir sobre mis cosas importantes a la chica? ¿Y sobre mis desplazamientos? Tampoco quiero que la lluvia se lleve toda nuestra atención y miremos la tierra mojada durante horas intentando recordar su olor.
Hoy es el día. Me pongo las botas de plástico. El impermeable. Enciendo el celular; mi corazón late. Me pongo las gafas inteligentes que me guiaran hasta el parque de reforestación. El árbol rítmico suena otra vez; mi corazón late. Atravieso la ciudad. El árbol virtual baila; mi corazón late. Las gafas no dejan de darme las instrucciones de mi destino.
Sé que puedo lograrlo. Estimular mi cerebro al recuerdo con la ayuda de un ambiente natural. Con imágenes, que es lo único que nos queda.
Llego por fin al punto de encuentro. Es el lugar del que todo el mundo habla. El pulmón naciente de la ciudad. El umbral que nos devolverá de donde venimos todos. Se siente mucho más frío y es más sombrío que el que se ve en la postal que te presentan en la aplicación de citas. Es un bosque improvisado. Nuestro último barco. Un signo. Una bandera blanca de rendición contra el minúsculo bicho que se apoderó del aire, de nuestro olfato, de nuestro gusto y de nuestros recuerdos.
Ella estaba ahí, en la taquilla. La reconocí por su extraña gabardina escurrida de una de las fotografías que tiene en la aplicación. Apreté el paso, solo dije: hola soy tu cita de la App.
Leí las instrucciones a la entrada del parque. Esto era más ridículo de lo que yo pensé. Personas de veinte a cuarenta años a la entrada de una especie de parque de diversiones intentando tener un vínculo duradero con alguien. Teníamos que enseñar el código que nos habían mandado cuando la aplicación hizo match. Después, ellos nos mostraban una imagen de cuadritos que se generó por las preguntas que nos hicimos, según ellos, única. Como si no supiera que las preguntas que se hace la gente en la App son una repetición infinita entre una cita y otra; un bucle infinito de lo mismo.
La imagen de cuadritos, que según se generó por nuestra particularidad de preguntas, la teníamos que escanear con la aplicación de IQ-R que lee dibujos así. Y entonces ellos nos explicaban que había cien tipos diferentes de árboles para plantar y que la aplicación marcaba el tipo de árbol a plantar y la ubicación precisa para hacerlo en las más de doscientas hectáreas de tierra para hacerlo. El árbol que nos tocó era un roble. El mapa de la ubicación para plantarlo se mostró en mi celular. Todo estaba fríamente calculado. Las instrucciones te las daba un árbol bailador de la aplicación. Hasta tenía una voz y podrías preguntarle lo que fuera. A partir de ahora, el árbol virtual, se convertiría en una especie de consejero y te recordaría los días de riego. Los días de terapia de estímulos para llamar al recuerdo en el parque. Hasta le podrías preguntar qué cosas le gustaban a tu cita y de qué humor estaría la siguiente semana, en dos meses o el próximo año. El algoritmo en forma de árbol bailador lo predecía todo.
Toqué el árbol real que nos dieron a la entrada del parque para plantarlo. Ella también lo hizo. Pero no sentimos nada. Nos metimos al gran lodazal. Las botas se enterraban en la tierra mojada. El frío se hizo mucho más intenso y oscuro. ¿Sería que esta locura, fuera alguna vez un bosque de verdad? ¿Con la oscuridad maestra que la naturaleza provee a las cosas? ¿Y no esta farsa digital que todo lo hace simplemente pixelado? Era una locura imaginar que algo que ha nacido bajo el manto del algoritmo llegará a tener la profundidad de una relación espontánea como en el pasado.
Las palabras salían con dificultad. El frío servía como muletilla perfecta en el lenguaje para hacer comentarios sobre el clima. El terreno tenía forma de pendiente. La gente caminaba con la mirada puesta en la pantalla del celular de una manera insistente: dando vuelta por aquí, por allá, regresando al lugar donde partían, volviendo a retomar camino, regresando de nuevo, todos buscando algo. Solos, mirando sus árboles plantados. Desesperados por escucharlos hablar. Verlos a todos juntos te hacía pensar que formabas parte de una danza agónica. Las gabardinas de plástico fosforescentes flotaban entre los árboles. La luz de las pantallas de los celulares también. Los únicos que no flotaban en ese lugar eran los humanos; las luces de las pantallas eran demasiado.
El parque está dividido por coordenadas y meridianos. Hay rayos láser verdes que atraviesan el parque indicándote en qué coordenada y meridiano estás. Unos regaban los árboles, otros les rezaban y otros los maldecían. La mayoría los miraban en silencio. Había columpios improvisados con cuerdas y llantas viejas que oscilaban de una manera fantasmal, sin nadie que los ocupara, y sin embargo flotaban al vaivén del viento. Casi siempre estos columpios eran contemplados también con el más ceremonioso silencio por parte de los caminantes.
La plática se desbocó en los temas más obvios: la situación de nuestros pulmones. Tener un pulmón sano se había vuelto un lujo que no todos se podían dar. La chica había pasado siete veces por urgencias a lo largo de su vida. Cuando se enteró que yo solo había pasado cinco veces, la sonrisa se le dibujó en los ojos. Era un hombre con unos pulmones medianamente sanos que tenía a lo mucho quince años más de vida. Eso era suficiente para ser un buen prospecto en estos tiempos.
Plantamos el árbol. Insertamos el chip orgánico de regalo dentro del tronco. El chip tenía forma de corazón. El chip nos indicaría la salud del árbol, su ubicación exacta y su estado emocional. Era mi primer árbol plantado a través de la App. Pero sabía de gente que llevaba cerca de cien árboles plantados. Nos fuimos al hotel una vez que lo regamos.
Su nombre es Aria. Llevaba veintiún árboles plantados. Cuando le dije que era mi primer árbol, me dio la calificación más alta en la App en ese mismo momento, antes de siquiera haber terminado la cita. Se rio maliciosamente. Durante la estancia en el hotel solo pasaron tres aviones. Ella se bañaba de una manera muy chistosa. Todo lo hacía al revés. Empezaba por tallarse el cuerpo y después la cabeza. Ocupaba más veces el respirador a la hora de hacer el amor que yo. A ella le excitó que yo solo lo usara una vez.
Únicamente he estado tres veces en un hotel con las mujeres. Los hoteles nunca son lo que las películas prometen que sean. Aria camina por el cuarto fatigada y con el sudor en el cabello, toma su respirador y destapa las cervezas que hemos traído. Las preguntas acerca de la salud de mis pulmones comienzan de nuevo.
Se pone el respirador de nuevo al montarse en mi miembro. Ella ríe muy poco, se cansa, se agita. Su pulmón resiste. Se viene. Sus gemidos son de dolor, como todas. Le paso la mano por su espalda, la dejo sobre su pulmón. Pasa el segundo avión. Saco tres aceitunas que guardé en el impermeable de plástico fosforescente y muy suavemente coloco una adentro de su vagina. Ella duerme. Intento recordar el sabor de las aceitunas. Comienzo a masturbarme. Hago un esfuerzo vehemente por recordar el olor de una vagina. Imagino el olor impregnado de esa sacra aceituna entre sus piernas. Me resigno, voy a dormir junto a ella. Pasa el tercer avión. Y pienso: casi lo logro, casi logro desplazarme.
Al llegar a mi casa recibo el mensaje que ya esperaba de ella:
—¿Lo lograste? ¿Pudiste regresar en algún momento? ¿Aunque fuera por segundos?
—No y tú
—Tampoco.
Hago otra cita y otra y otra y otra y otra…
Un día el árbol que corresponde al perfil de Aria y mío saca una alerta muy graciosa donde se mira deshidratado y seco. Decido ir a regarlo sin avisarle a Aria. Al llegar de nuevo a casa, el árbol bailador del perfil de Aria me indica que Aria ha subido un gif a nuestro perfil. Es la aceituna de nuestra primera cita, le ha dibujado unos ojos llorosos y una boca con una pluma. La aceituna sostiene una sombrilla diminuta mientras caen gotas gigantes en su paraguas pequeñísimo. La aceituna no se ve nada bien.
La invito a cenar a mi casa, le cuento cómo me ha ido con las chicas de la aplicación y ella me cuenta de sus citas también. Le cuento que he descubierto ideas para el regreso, pero que puede escucharse como una locura. ¿Cuál es el sabor que más extrañas? El licuado de plátano con avena y vainilla. Contesta. Te espero a las ocho, trae tus fotografías de la App.
Conseguir comida del viejo orden costó una fortuna, pero finalmente pude conseguir los ingredientes para hacer una pizza de aceitunas y licuado de plátano con vainilla. La leche que conseguí era en polvo, pero era lo más parecido a las malteadas de antaño.
Puse velas, ventiladores que regaban agua con sal de mar y apagué las luces. Cuando llegó Aria, rio como nunca la había visto reír. Me dijo ridículo, me dio un beso. La senté en una silla con los ojos vendados. Puse la mesa y la comida real, y solo le dije: vamos a actuar como si no estuviéramos aquí. Actuemos como si nos amáramos, como si la comida supiera exquisita y el olor y la brisa del mar nos deleitaran. ¿Vale? Le quité la venda de los ojos y sus ojos se aguaron al ver su malteada de plátano con avena y pizzas a la antigua. Encendí las velas que iluminaban un póster con la imagen del mar y le pedí sus fotografías digitales para proyectarlas encima del póster; las acomodé de manera que se intercalaran con las mías, cuando comía pizza a los diez años, con la tierra desinflada.
Cenamos de maravilla. A cada bocado que dábamos a la comida decíamos: ¡Pero qué maravilla de aceitunas, están exquisitas! ¡Wow! ¿El queso es de importación? ¡Qué buen gusto tienes, me encanta el olor del mar! Es la mejor malteada de plátano que he probado, gracias Elías. Te amo.
Después de cenar, no quisimos separarnos de la brisa del mar. Desarmé el comedor para poner en su lugar mi colchón. Le di un regalo a Aria, era un globo terráqueo nuevo para su coche. Lo infló, juntó todas las velas de la casa y las prendió a su alrededor. Las fotografías de nuestros recuerdos alumbraban la tierra. Escuchamos el primer avión caer. Nos quedamos dormidos mirando la tierra iluminada.