Por René Rojas González |
El varón es el varón ingeniero, es el humano de los dos puntos, A y B; para él, entre esos dos puntos se resuelve la vida: si es abogado es entre mentira y verdad para obtener lo que llama justicia, si es médico entre enfermedad y ciencia para lograr lo que llama salud, si es contador entre pasivo y activo para tener como resultado lo que llama balance; pero en esencia es ingeniero. Prefiere la línea recta –el camino más rápido- entre los dos puntos y el cálculo exacto; esto último es lo que llama ser objetivo, nada puede entenderse fuera del cálculo exacto. Las abstracciones geométrica y aritmética las vuelve la versión dominante de interpretación de algo llamado realidad, en el entendido de que aquello que define como real, es aquello que cuenta con validez. Lo medible es lo válido, o llevado más lejos, como los ingenieros profesionales dicen, “si no se puede medir, no se puede mejorar”.
A partir de la medición, el varón establece una relación instrumental con su entorno, en el sentido de cuánto va a perder o ganar, dónde se quedará entre A y B, ¿llegará de A a B? Entonces, el mundo se vuelve enteramente funcional: aquello que no se ajusta a lo que él comprende entre A y B, lo califica de error, lo que no puede permitir, por lo tanto, debe convertirlo para “mejorarlo” o suprimirlo. En un sentido de pérdida o ganancia, el varón difícilmente acepta perder, todo debe ser ganar, o ganar lo más posible; peor aún, perder esta interpretación del mundo es perder su supremacía de manejo del entorno. Emprende conquistas, colonizaciones, competiciones, acosos, síntoma del peligro de sentirse inferior –sensación autocreada porque A y B también representan Inferior y Superior-, del miedo a perder el control sobre el entorno, que es más seguro para él usufructuarlo en tanto se apropia de éste.
Así, el varón rige su vida y la de otras y otros como si se tratara de operaciones aritméticas: la abogacía difícilmente permite contextos históricos y se maneja con la ley implícita de que “la ignorancia no te exime de la culpa”: tu ignorancia no me sirve, es una mentira, una enfermedad, un pasivo, pero tu culpa sí, basada en lo que defino con los nombres de verdad, ciencia o activo.
La ignorancia (A) se resuelve con conocimiento de los lineamientos (B), por lo tanto, sólo basta sumar instrucción 1, más instrucción 2, más instrucción 3, etc., para obtener lo que llama justicia, es decir, para alcanzar lo válido que ya ha establecido para manejo del entorno. Así la medicina, con la que ahuyenta lo mágico y la naturaleza no procesada para filtrar el acercamiento al entorno a través del método científico y transformar lo material en sintético, como medio de procuración del cuerpo. Así la contabilidad, con la que reduce el trabajo y el intercambio a una representación monetaria en tablas con rubros consecutivos, como modo de calificación del sustento. Al final, el varón requiere ejercer su dominio con parámetros binarios de comprensión, por lo que etiqueta entre bárbaro o ciudadano, natural o artificial, pobre o rico.
Las reglas del juego tienen por vocación negar esos otros entendimientos mediante su conversión en entendimiento varonizado: particularmente, hombres, pero mujeres, homosexuales, afrodescendientes, indígenas, etc., se varonizan cuando las acatan, llegando incluso a defenderlas a ultranza. Como en dichas reglas el varón es juez y parte, cuando un entendimiento no varonizado –o, al menos, no plenamente- las pone en entredicho o cuando el mismo entendimiento varonizado las critica, con el riesgo de desvaronizarse, obviamente se indispone. Conceder el uso del entorno refiere para él una pérdida, significa retroceder entre A y B, dando pie, además, a que un planteamiento distinto del uso del entorno implique un cuestionamiento de fondo a su supremacía de manejo del mismo, por lo que aparece no sólo el peligro de retroceder, sino el de acabar con A y B. Dado que los otros entendimientos son indigestos para el modelo trazado, al varón le resulta más sencillo reivindicar la “validez” de éste, arguyendo que no encajan entre A y B, actuando en nombre de la verdad, que es legal, científica y monetaria, por lo que dichos entendimientos serán dignos de asimilación en tanto legales, científicos y monetarios. Además, este llamado al orden no sólo aparecerá por causa de un cuestionamiento esporádico que eventualmente ponga en jaque el manejo varonizado del entorno, sino como una constante ante cualquier “sublevación” cotidiana.
Así, el varón invoca el cálculo exacto, revistiéndolo de estoicidad para que ningún entendimiento fuera de lo medible perturbe su control del entorno, usando su versión abstracta geométrica y aritmética de entendimiento para apropiarse del terreno de lo concreto. Esto se antoja perverso, porque la abstracción que el varón ocupa con pretensión de entendimiento totalizante es el filtro que califica un hecho como concreto, o, dicho de otra manera, es lo abstracto con pretensión de definirse como concreto. Lo irónico es que esta pretensión estaría partiendo de su inseguridad de pérdida de control del entorno, por lo que las ganas de ocupar una abstracción totalizante estarían partiendo de una sensación que sería concreta, teniendo como resultado un eterno varón conflictuado consigo mismo, para el cual las emociones pasan a ser abstractas y aquello que llama subjetividad pasa a ubicarlo fuera de sí: en la cultura varonizada, donde no sólo los hombres están varonizados, sino otros cuerpos también, si se está triste, se dice “no estés triste”, de manera completamente funcional, como si la vida estuviese guiada por un interruptor que sólo basta mover para un lado o para otro.
El varón califica la tristeza como error, por lo que le resulta “necesario” arreglarlo y dejarse “mejorado”, o extirparlo, para poder reinsertarse en el modelo.
Por lo tanto, un cuerpo no varonizado, o no del todo, tanto no debe sentirse triste por la supremacía que ejerce el varón en el manejo del entorno –en el cual está envuelto- como se ve obligado a negar el acercamiento particular que ha tenido con lo concreto: si despliega otro modo de gestionar el entorno, el varón exige el conocimiento de las leyes; si quiere cuidar de su salud, el varón indica el acudimiento a los productos sintéticos; si desea garantizar su sustento, el varón señala la revisión de las finanzas. Cuanto más acata estas maneras de proceder con el entorno, más le hace el juego al varón, haciendo irónicamente ambos un esfuerzo conjunto por (re)componerse, lo que evoca bastante la expresión inglesa pull yourself together, conflictuados por estar partidos en pedazos, que tienen que encajar exacta y permanentemente entre A y B. La “falta de alternativa” a este modelo parece ser el germen de la violencia varonizada, puesto que los diversos cuerpos en la escala entre lo no varonizado y lo varonizado se oprimen constantemente y entre sí para lograr un margen de acción dentro del “único” entendimiento válido de lo concreto; por lo tanto, puede decirse que varonizar es una forma de violentar, lo que requiere que las opresiones mutuas se vivan como (re)ajustes necesarios para preservar el manejo dominante del entorno. Asimismo, la violencia varonizada será sentida por cada cuerpo de manera distinta, dependiendo de la ubicación de cada uno en dicha escala.
Tal vez sean la resistencia a esta violencia y la emergencia de otros entendimientos, ambas cada vez más recurrentes, por parte de los diversos cuerpos que no se amoldan, o no enteramente, al patrón de la varonización, lo que va dejando en evidencia que el varón no entiende su propio cuerpo –concreto-: es un error quejarse de pesadez, llorar, ser inseguro, no ser contundente, mostrarse incapaz, ser ignorante, no ser rudo, expresar emoción en momentos ordinarios –sólo en los extraordinarios está justificada-, protegerse el cuerpo, no tener la suficiente fuerza física para ciertas tareas, no saber pelear verbal y físicamente contra otro varón, no buscar vencer frente a algún desacuerdo, no buscar posiciones de poder, no proveer individualmente el suficiente sustento para sí mismo y otros, cuidar de sí mismo y de otros a través de las labores materiales y emocionales desempeñadas en el hogar -aquellas tradicionalmente asignadas a la mujer-, tener gusto por contenidos de entretenimiento y formas de expresión relacionados típicamente con las ideas de delicadeza o niñez, manejar el propio cuerpo con movimientos “femeninos” o “sobreactuados”, entre otros tantos errores.
El varón, entonces, se priva de otras posibilidades de entendimiento de su cuerpo, lo que se refleja en la manera en cómo usa o dispone del mismo: forma de hacer ademanes, forma de caminar, forma de hablar, forma de hacer esfuerzos físicos y mentales, forma de acercarse a los otros; esto, porque su cuerpo lo piensa en abstracto, como herramienta de medición que da validez al movimiento de su propio cuerpo a través del trazo de dichas formas, el cual permite la unión entre los puntos A y B, así como la evasión de los errores mencionados, mismos que califica de no concretos. El varón trazará en su cuerpo las distancias e intensidades para dirigirse a alguien, de manera que calcule el movimiento apenas indispensable para alcanzar lo que necesita específicamente de ese otro, no haya motivo para el surgimiento de una sorpresa que lo perturbe y, si la hubiera, la controle para reinsertar a las partes entre los dos puntos.
El miedo del varón a liberar su cuerpo es su miedo a perder el control del entorno, para lo cual hará permanentemente el llamado a la mesura, que remite a la palabra medida, característica por excelencia de este varón ingeniero.
La trampa está en que el varón -o el cuerpo varonizado-, en realidad, nunca acaba de serlo en su totalidad, porque nunca acaba de tener el control de todo el entorno; sin embargo, es necesario que preserve este mito para mantener su aspiración de continuidad y aumento de dicho control. Por lo tanto, la condición para que el varón realice particulares y diversos trazos A con B es que crea en que él culminará un trazo general y totalizante A con B, acto de fe emprendido incesantemente para combatir el miedo a la desmesura y que, por esa misma perennidad, conduce al varón a nunca salir de un círculo vicioso de reafirmación propia.
Justo en esta reafirmación, no sería casualidad que el varón sólo haga referencia a la cabeza como medio para el entendimiento del entorno, puesto que su mente está tradicionalmente educada en la elaboración de las abstracciones geométrica y aritmética previas para manejarlo, sin que se moleste en validar al resto de su cuerpo como reflejo de la interpretación de sensaciones, es decir, como forma de conocimiento. El varón que se atreva a realizar esta validación, estaría abriendo la posibilidad de disponer de su cuerpo entero en formas que se desmarquen de aquella que usa lo mensurable con propósito de dominio. Por ello, el varón o cuerpo varonizado que quiera liberarse de la opresión que ejerce sobre otros y sobre sí mismo, sería el varón o cuerpo varonizado con deseos de experimentar entendimientos que rompan la contención entre A y B. Superar el miedo a perder el control del entorno, no apostaría por continuar el trazo hacia ganarlo, sino por dejar de dibujarlo, moviendo el cuerpo de manera menos varonizada.
rene.rojas.glez@gmail.com
*Este texto finalmente ha tomado forma, gracias a los reflejos provenientes de la lectura del libro Desandar el laberinto de Raquel Gutiérrez Aguilar y de la participación en la jornada de talleres “Dibujar juntas nuestra cuerpa antipatriarcal: ejercicios feministas de mapeo corporal entre mujeres del Posgrado de Sociología de la BUAP”, impulsada por la Colectiva Caracola Tejedora y celebrada entre el 8 de octubre y el 3 de diciembre de 2021.