Yo lo sé todo, lo vi todo y podré contarte cómo es la
vida en el corral de Kika. Cada mañana se arregla el cabello, lo acomoda sobre
uno de los hombros y lo trenza. La bata transparente nos deja ver lo que nos dejó
así, ya te darás cuenta. Limpia las bateas y sirve de comer a cada uno lo que
nos gusta. A Marcos, El Pinto, maíz hervido. A Lucas frijoles negros, a Pedro la
tortilla remojada en agua con sal y a mí la cáscara negra de los plátanos podridos.
Saben bien, es más su mala fama. Ya te acostumbrarás a los nuevos sabores, a
los aromas que se descubren a ras de tierra.
Kika nos acaricia el lomo y nos dice que somos buenos
muchachos. Los puercos son animales encantadores una vez que se les conoce. No
golpean, no insultan ni tampoco dejan a una agonizando de amor, dice. Acerca
sus labios a nuestro hocico y nos besa. Al menos nos recuerda lo que se siente
tocar el cuerpo de una mujer.
Entra a su casa, el día no dura y apenas tiene tiempo
de comer algo, de ver por la ventana que los cerros cada vez están más secos.
De quemar varas de copal para que su casa no huela a lodo y a mierda.
Se pone el mismo vestido rojo, el que le deja ver la
parte baja de las nalgas. Se pinta los labios del mismo color y con el dedo se
difumina el colorete. Ya no lleva el pelo trenzado. Lo deja caer, largo, sobre
su espalda. Nos dice adiós mis niños, no tardo, pórtense bien. Ahí les encargo
el cuchitril, cuídenlo como si fueran perros de ataque.
La veo ir, procurando no pisar una piedra con los
tacones, cantando una canción que sólo ella se sabe y diciendo el nombre de
Javier. El tuyo. Todos nosotros fuimos alguna vez Javier, porque es el único
nombre que sus labios aprendieron de memoria. Desde siempre fuiste su adoración.
Te pensaba en el momento en el que me invitó una cerveza y cuando me metió la
mano en medio de las piernas. Sé que veía tu cara en la mía cuando me dijo que
la acompañara a su casa porque la íbamos a pasar muy bien.
Eran ya las dos de la madrugada cuando te vi llegar
con ella, poniéndole los brazos sobre el hombro, cantando cómo quitarle el
brillo a las estrellas. Cómo impedir que corra el ancho río. Cómo negar que
sufre el pecho mío. Cómo borrar de mi alma esta pasión.
Ella sosteniéndote con su cuerpo delgado y amplio,
como si desde siempre hubiera estado listo para recibirte.
Entraron a la casa y yo me asomé por la puerta. Kika
tenía una mirada que no le vi antes. Ni conmigo ni con los otros. Entonces supe
que tú eras el verdadero Javier. Me metí debajo de la mesa y levanté más las
orejas. Intenté no mover mi cuerpo redondo y pesado para que el ruido no los
interrumpiera.
Los escuché besarse. Vi cómo Kika se desabrochó el
vestido y aventó los tacones debajo de la cama. Te le fuiste encima como un animal.
Le apretaste las tetas con fuerza, le besaste el cuello, las piernas y los
ojos. La penetraste de espaldas y te aferraste a su pelo como a un lazo en el
precipicio. Kika gemía y gritaba Javier, Javier.
Terminaste. Terminaron. Dejaste caer tu cuerpo sobre
su espalda, rendido. Jadeos y luego silencio. El sudor en las piernas de Kika
brillaba con la luz del foco y luego vi ese mismo resplandor en tu cara.
Llorabas y cantaste cómo negar que sufre el pecho mío. Cómo borrar de mi alma
esta pasión.
Pronunciaste el nombre de Laura. Laura por qué me
dejaste si siempre te quise tanto. Laura, regresa. Laura, por favor, vuelve. Y
la cara de Kika, qué cara. Vi cómo le aparecieron nuevas arrugas en la frente.
Cómo los ojos se le inyectaron de sangre. Te preguntó quién era esa y
respondiste mi mujer. Siempre será mi mujer.
Entonces se te fue a los golpes. Te arañó la cara, y
te mordió los labios hasta que las manchas rojas se regaron en tu camisa. Maldito
mil veces, repitió Kika hasta que ya no pudo contener las lágrimas. Levantó las
manos hacia arriba y supe exactamente lo que vendría después.
Tú llorando, hincado en el piso, pidiendo perdón sin
saber por qué. Me diste pena, Javier. Vi en tu cara la suerte de los diez
puercos del corral y quise hacer algo por ti, como si lo hiciera por nosotros.
Corrí lo más rápido que me dieron las pesuñas y te
mordí el chamorro. Gritaste de dolor y me diste una patada en el hocico.
Aguanté lo que pude. Te jalé la carne y la piel que apretaba entre los dientes
para que te levantaras y caminaras hasta la puerta. Pero no me entendiste,
Javier. Es difícil entender a un puerco.
Kika sí podía entenderme y me dio de golpes en el lomo
con la palma de la mano. Quise salvarte de nuestro destino, de tu suerte. Di
vueltas a tu al rededor, pero no parabas de llorar, Javier. Estabas muy tomado,
muy dolido.
Con un pedazo de su cabello, Kika me amarró a la cama.
Y ya no pude detenerla, ni tú, ni nadie. Levantó los manos al techo y dijo Ñikjané
jané tató laré. Ñikjané tató laré… y con cada palabra te fuiste deformando. Se
te cayó el pelo de la cabeza y de las manos, parecías una rata recién nacida.
El hocico se te fue haciendo grande, se abrieron las fosas de tu nariz. Las
orejas crecieron hasta volverse del tamaño de las mías. Te encogiste y te
hiciste redondo y rosa, como yo.
Dejaste de moverte y Kika gritó por qué un millón de
veces. Lloró hasta quedarse dormida, contigo abrazado entre sus tetas.
Todo esto lo sabrás, Javier, cuando te lo cuente,
cuando haya salido el sol y te cale en la cara. Cuando arrugues la nariz y
huelas el pelo negro de Kika.
Es el momento. Tus ojos se abren.