Llegué a
Tanzania a bordo de un avión procedente de Roma. Aunque parezca mentira, en
pleno siglo XXI solo hay una conexión directa entre aerolíneas latinoamericanas
con aeropuertos africanos, y ese vuelo obviamente tiene un costo muy elevado.
El colonialismo sigue vigente: Europa continúa considerándose el centro del
mundo. O eso es lo que los viajeros notamos en cualquier aeropuerto del orbe.
De Latinoamérica a África se debe hacer una o dos escalas en suelo europeo, no
importa que eso represente un rodeo inútil o un retraso de horas. El poder
económico exige que así sea, quizá con la intención de remarcar su influencia.
Que los pasajeros duerman en el piso de las terminales les tiene sin cuidado.
El poder se ejerce o se pierde. Por lo tanto, el viaje es largo, difícil, por
momentos se torna insoportable. No obstante, para llegar al parque nacional
del Serengueti aterrizar en el aeropuerto del Kilimanjaro es apenas el primer paso de los muchos que se tienen que dar.
Al bajar
del avión un mozo se acercó para ayudarme con el equipaje.
–Sir, I was waiting for you –expresó con
una sonrisa deslumbrante.
El calor continental arreciaba. Descendí de la aeronave en medio de una tórrida primavera que me abrasó con sus 45°C. En suelo africano el ambiente está sobrecargado con una bruma de vapores y sudores tanto vegetales como humanos. Además, los moscardones insistían en atormentarme la piel con sus molestos aguijones. Son un fastidio. Sin perder un segundo indiqué a mi ayudante que nos fuéramos cuanto antes a cualquier lugar climatizado artificialmente.
Cinco minutos después abordé un autobús sin techo, pintado con franjas blancas y negras, como las cebras. Era un autobús viejo pero funcional donde nos acomodamos treinta turistas con nuestras respectivas maletas. El grupo estaba conformado en su mayoría por europeos, aunque también viajaba un matrimonio chino y un deportista chileno. Agotaríamos cinco horas de viaje antes de llegar a la reserva natural del Serengueti. En el último asiento identifiqué a una hermosa joven de ojos claros que me sonrió con simpatía. Me acomodé a su lado.
–Buenos días -la saludé al tiempo que limpiaba mi sudor-, es una lástima que el autobús no tenga refrigeración. ¡Nos estamos sofocando!
La joven murmuró una respuesta ambigua e inmediatamente después vació de un trago su botella de agua.
–Mi chiamo Luciana.
Empezamos una charla insustancial acerca de todo; las palabras típicas que comparten dos desconocidos en su presentación durante un safari africano. Ya saben: el animal favorito, la tierra roja, el lugar de origen. Mientras Luciana y yo comentábamos lo que nos parecía indispensable para abrir el camino que nos conduciría a beber una copa en el hotel, la sabana africana se extendía por todos lados, inundando de colores brillantes el horizonte. Un espectáculo hermoso, cautivador, que predispuso a mi compañera a la nostalgia.
Como buen lector de novelas de viaje donde los autores relatan no pocas veces que los grandes animales se encuentran en el corazón de África, me sorprendió observar a ambos lados del camino manadas de cebras pastando en compañía de ñus, una familia de elefantes levantando polvo con sus patas gruesas y tres o cuatro jirafas que no perdían detalle de nuestro autobús mientras masticaban las ramas de un árbol de acacia.
–Esto solo es la carretera. Lo mejor lo verán mañana -señaló el guía-. Me llamo Makonnen Doudou. ¿Saben lo que significa Serengueti?
–No.
–Es una palabra de origen masái que quiere decir “lugar donde la tierra no termina nunca”, es una planicie infinita. Pero para disfrutarla aguardaremos hasta mañana. Ahora nos dirigimos al hotel de su reservación. Allá los espera una opípara comida para que repongan fuerzas. También hay duchas y bungalows para descansar de las penurias del viaje. A media noche el hotel les ofrecerá una cena para que convivan y se conozcan. ¡Bienvenidos al corazón de África!
Yo ansiaba admirar a los animales en ese mismo momento, pero comprendí que mi deseo era una imprudencia.
Las luces rojas del atardecer dibujaban sombras fantásticas en el horizonte, como danzas elaboradas por espíritus camuflados en el paisaje. A lo lejos el rugido de un león agregó un elemento auditivo al magnifico momento. África es mágica, increíble.
Apenas teníamos tiempo suficiente para llegar al hotel. La noche es peligrosa en la sabana. No solo por la cacería impredecible de los carnívoros; sino por las bandas de cazadores furtivos que no se tocan el corazón para matar. “Ellos no dejan testigos”, leí en una pancarta del aeropuerto.
–Espero que lleguemos pronto –pronunció Luciana, visiblemente cansada.
Una hiena emitió una carcajada desde la oscuridad.
II
El Hotel Löwe era un pequeño paraíso climatizado en medio de la ardiente sabana. Contaba con todas las comodidades de los cinco estrellas, pero no pertenecía a ninguna cadena. Un matrimonio alemán era dueño del espacio y de varios cientos de hectáreas a su alrededor. El albergue tenía dos jardines, una alberca, una sala de coctel, despachos, y bungalows suficientes para las treinta personas que pasaríamos ahí una íntima velada.
La noche transcurrió tal como lo esperaba. Luciana y yo, luego de bañarnos y reposar dos horas en nuestros respectivos bungalows, nos encontramos en el lobby. Nos sirvieron champaña y una orquesta en vivo deleitó nuestro oído con el vals Moonlinght serenade, de Glenn Miller. La luz era tenue, el licor suave, la mujer hermosa y la noche inmejorable. Deslicé mis manos por la cintura de la italiana. Era un momento perfecto, un instante para recordar toda la vida…
–¿Bailamos?
La luna lucía enorme, como el ojo amarillo de un gigantesco felino.
Nos besamos al ritmo de la cadencia de esa magnífica melodía. Y luego bailamos otras tres, lentamente, predisponiéndonos al placer.
–Vamos a mi bungalow para estar más cómodos -sugirió la romana-. Mañana veremos leones, guepardos, antílopes, pero esta noche será solo para nosotros...
III
–Sugiero que vistan ropa clara, muy ligera, de telas livianas. El calor a medio día es sofocante –advirtió Makonnen Doudou, nuestro guía.
Abandonamos el hotel antes del amanecer.
–Lamento no tener la tez negra -susurré a Luciana-, la melanina característica de la piel africana tolera mucho mejor los rayos del sol.
Nuestro autobús salió con rumbo al norte. Los obturadores de las cámaras fotográficas no cesaban de disparar. Capturamos la imagen de un leopardo refrescándose en las ramas de un árbol. También vimos una familia de jabalíes, y dos guepardos devorando una pequeña gacela muerta. Nos perdimos la persecución, llegamos tarde por escasos minutos. Sin embargo, ver a esos felinos comer fue motivo de sorpresa y estupefacción. Más adelante observamos los grupos migratorios de cebras y ñus pastando a pesar de la amenaza de una jauría de hienas que aguardaban el momento de atacar. Antes de las dos de la tarde contemplamos muchos de los animales prototípicos de África. A excepción de rinocerontes y elefantes, pues tales especies no se veían por ninguna parte.
–No se preocupen, amigos. Mañana será otro día. A primera hora los llevaré a donde cazan los leones, visitaremos la ribera del río Mara, donde con suerte verán a los cocodrilos devorar una presa. A los hipopótamos los admiraremos de lejos pues son peligrosos asesinos de gente. ¿Sabían que es el animal que mata más personas en todo el mundo? Son extremadamente ágiles, aunque sus figuras gordas indiquen lo contrario. No se confíen. Son territoriales, les disgusta que invadan sus dominios. En fin, mañana presenciaremos todo eso… por el momento deléitense con la inmensidad de la planicie sin fin. Pueden bajar del vehículo y caminar, pero recuerden no alejarse demasiado del autobús. Tienen una hora para comer sus alimentos. Después regresaremos al hotel para evitar que la noche nos atrape en el trayecto. Es una medida preventiva. En estas tierras debemos ser prudentes y velar por la seguridad de nuestros huéspedes.
IV
Encontramos a los cazadores furtivos a dos kilómetros del hotel, en un sendero apartado del camino principal, de muy difícil acceso pero que era paso obligado para nuestro autobús. Ellos eran cinco. Casi todos menores de quince años, a excepción del jefe quien a juzgar por la fisonomía de su cara rondaba los veinte. El grupo de individuos conformaba una estampa grotesca pues a su lado se observaban cuatro colmillos recién cercenados. Dos cadáveres de elefantes, inmensos e imponentes a pesar de la muerte, yacían descuartizados
Los cazadores subieron los colmillos a su jeep, evidentemente urgidos por escapar. Nosotros aguantamos la respiración. “Ellos no dejan testigos”, recordé la pancarta. Luciana apretó mi brazo con fuerza. Mientras todo ocurría, noté que los elefantes tenían los ojos destrozados, como si los hubieran picado con lanzas hasta molerlos dentro de las cuencas. Una visión aterradora que manchará con sangre mis pesadillas, la recordaré toda la vida.
–Guarden silencio. No intenten nada -pronuncia Makonnen asustado-. Conductor, retroceda. Ellos pretenden irse, haga espacio. Es imperativa la retirada.
Los africanos nos observan con sus grandes ojos amarillos. Dirigen hacia nosotros temibles miradas. Portan escopetas que no dudarán en utilizar si les damos una excusa para apretar el gatillo. Luciana coge mi mano, yo me aferro a la suya con tanto miedo que no me percato de la orina que escurre por mis piernas. “Staremo bene, vedrai”. Mis palabras no me convencen, pero ojalá a ella sirvan de consuelo. Los cazadores parecen dispuestos a retirarse. Pero una francesa les regala el motivo para desbordar su odio. ¡La mujer fotografía a la partida de cazadores en una selfie que nos costará la vida! El flash de la cámara impacta los ojos amarillos con la misma intensidad que un disparo. Ellos simplemente repelen lo que consideran un ataque…
Los balazos perforan la carcasa del autobús como una lluvia de fuego. Afuera un león ruge: es África demostrando su milenario poder contra seres que no nacieron aquí.
***
Mi nombre es Idrisa Doudou. Soy originario de Kenia. Escapé de mi villa por la enfermedad que atormenta a mi pueblo. La peor plaga, la más cruel y contagiosa: el hambre. Los medios occidentales divulgan que en África hay enfermedades mortíferas incluso en el aire. El SIDA, el ébola, la fiebre de Lassa y el cólera, entre otras, aquejan a la población continental desde hace muchos siglos, dicen. Pero estas plagas no tienen comparación con la peor de todas: el hambre, un falaz regalo de los hombres blancos.
Vinieron con sus armas de fuego, con sus enfermedades venéreas y su insaciable afán de arrebatar nuestras riquezas. Ellos explotaron las minas de oro, de carbón y de diamantes. Explotaron nuestros campos y fundaron plantaciones, granjas, ranchos donde criaron su ganado sin importarles que el nuestro muriera degollado por sus perros. También se llevaron leones, guepardos y hienas para abarrotar sus circos, sus zoológicos, sus museos. A los elefantes y rinos les arrancaron el marfil para completar su saqueo. África para ellos fue un continente abundante de todo. La maldad de los colonialistas no conoció límites y como sus armas aseguraban impunidad a sus actos de barbarie, empezaron a secuestrar a nuestras mujeres, a nuestros hijos, a nosotros, los guerreros, nos vendieron como esclavos para hacerse servir por nuestros descendientes “por los siglos de los siglos”, como acostumbran repetir.
Nuestra piel negra, hermosa y útil, pues repele la luz del sol, fue convertida en un estigma, un símbolo de maldad. Para ellos “lo negro” era “lo malo”. En su discurso nuestro continente era malo. Ellos eran los “civilizados”, los que traían las “buenas costumbres”, la “legítima religión”, “el estereotipo de belleza” y nos obligaron a aprender su doctrina mediante la violencia. A cambio de eso nos dejaron miseria, hambre, desigualdad y un horizonte de expectativas que nos esclavizó a sus vicios.
Los
blancos fundaron ciudades en el corazón de sus centros de explotación. Nairobi
es ejemplo de ello. Construyeron líneas de ferrocarril para que su brazo rapaz
se extendiera a través de los valles y montañas. Su ambición no conoce fin. No
obstante, una vez que nos dejaron muertos de hambre, cristianamente nos endilgaron
armas de fuego para enseñarnos el fratricidio. Además, nos golpean una y otra
vez con su yugo monetario. A pesar de todo lo anterior tienen el descaro de
declarar que África es un continente enfermo, retrasado, poco civilizado. Lo
que ocurre es que los europeos se llevaron el oro y nos dejaron su mierda.
Soy cazador furtivo. Me dedico a asesinar
animales, elefantes en su mayoría, para alimentar a mi pueblo. Me duele
hacerlo. Me arrepiento antes de consumar la cacería. Pero ¿qué puedo hacer para
evitarlo? No hay opción. Nunca la hubo. Es la muerte de los animales o la de
mis hijos por inanición.
Los contrabandistas blancos nos pagan una miseria por los colmillos. Ellos incrementan las ganancias vendiéndolos en Europa por cantidades exorbitantes de dinero. Ese es el ciclo de su hipocresía, de su doble moral. Así inicia. Para el mundo “civilizado” los tipos como yo somos monstruos desalmados que asesinan elefantes indefensos. En parte tienen razón, ningún animal debiera morir para convertirse en ornato de un estúpido. Pero lo que resulta fastidioso es que esos mismos individuos se maravillan con el material, lo compran, lo admiran, lo consideran un elemento decorativo que da estatus, lujo, dignidad. Ellos solo ven el colmillo trabajado en forma de un tablero de ajedrez, un bastón, o una irónica figurilla de elefante. Nosotros, “los negros”, “los malos”, vemos la agonía del animal que se retuerce y gime mientras deja de existir. Es horrible, triste, desolador. Pero no hay opción. Solo aquellos que se han visto obligados a tragar gusanos directamente de la tierra o tragar mierda de mono seca para no morir de hambre sabrán que no hay opción, que esos hijos de puta nos la quitaron cuando se llevaron todo. A pesar de eso sus hijos rubios tienen el cinismo de declarar que “les robaron su infancia”. ¡Ja ja ja!
II
Un trato compasivo para los elefantes es matarlos con disparos que penetren sus ojos. Esos animales poseen cráneos muy duros, huesos muy fuertes, impenetrables en ciertas zonas, que muchas veces retrasan su muerte provocándoles una larga y dolorosa agonía. He sido testigo de cómo cazadores inexpertos fallan el tiro y obligan al paquidermo a sufrir por horas con el cerebro medio molido pero funcional. Otros, acostumbrados a la crueldad, cometen infamias adrede contra los indefensos mamíferos: les disparan en la barriga o en la boca, a sabiendas que así no los matarán, que esos no son puntos vitales. Solo se quieren divertir, tomar revancha contra el mundo que los hizo así. Pero yo no. Y los cazadores que están a mi cargo lo hacen tal como les indico. Son chicos de catorce y quince años, motivados por sus hambrientas familias a llevar cuanto antes algo de dinero para subsistir sin importar el riesgo que implica ser cazador furtivo.
Mi modo de operar es sencillo: abordamos un jeep para perseguir a esos majestuosos animales, cerciorándonos de no dejar huella de los neumáticos para evitar a los guardabosques. En Tanzania está penado con la muerte realizar lo que nosotros consumamos cada dos meses. Una vez que encontramos a los elefantes idóneos, siempre son dos o tres, nos dedicamos a esperar el momento propicio con nuestros binoculares bien puestos. A una distancia considerable, pues el elefante es una bestia muy grande y fuerte, provocamos al animal para que nos mire de frente. Por lo general el paquidermo intenta embestirnos pero nosotros somos inteligentes y tenemos fina puntería. En el momento oportuno vaciamos nuestros rifles en los ojos de la bestia para hacer de su cerebro un puré sanguinolento. El animal exhala un último barrito de dolor antes de desvanecerse sobre un charco de su propia sangre, tan grande como un manantial. Entonces nos disponemos a abrir la piel de su rostro con afilados cuchillos y extraemos sin ninguna contemplación los colmillos: nuestro tesoro, la esperanza de nuestro pueblo. A veces cortamos algo de carne para comerla, pero otras veces no podemos pues la guardia forestal siempre anda tras nuestra pista y debemos huir lo más pronto posible.
Pido disculpas al animal después de asesinarlo. Con lágrimas en los ojos le destrozo la trompa con mi punta de acero. Deseo que no sufra tanto, que su muerte sea veloz. “Perdóname por lo que te hice”. Beso su frente.
¡Maldito ciclo del contrabando, de la hipocresía y la doble moral! No habría oferta si no hubiera demanda y no habría demanda si no existiera un mercado especializado en satisfacer “gustos exigentes”. Tampoco habría hambre en África ni elefantes muertos si nos dejaran trabajar las tierras que nos arrebataron y que no podemos aprovechar.
III
A veces ocurren imprevistos, malas coincidencias. A veces encontramos grupos de turistas. Tratamos de evitarlos, pero predecir sus rutas está fuera de nuestras manos. Si guardaran silencio o pasaran de largo de buena gana los dejaríamos marcharse en paz. Pero la mayoría de veces no ocurre así. Horrorizados por los colmillos sangrantes que transportamos en el jeep, los turistas nos insultan, nos increpan, y, lo que es fatal para ellos, nos toman fotografías para denunciarnos ante las corruptas autoridades africanas quienes de atraparnos nos confiscarían el marfil para revenderlo en el mercado negro horas después de ultimarnos con un disparo en la sien. “Ellos no dejan testigos”, advierte la propaganda que difunde nuestros crímenes contra los elefantes. Pero las autoridades tampoco los dejan. Si atrapan a un cazador furtivo le disparan en la cabeza y abandonan su cuerpo para que se pudra al aire libre. Un festín para las hienas y los buitres.
Y aquí entra de nuevo la doble moral de
los blancos, pues son ellos quienes obligan, bajo presión internacional, a las
autoridades africanas a imputar este tipo de penas. Porque si un hombre de raza
negra asesina a un elefante para que su familia no muera de hambre lo llaman
“cazador”, “criminal”, “furtivo”. Pero si un rey ibérico u otro blanco con
mucho dinero viene a África y mata uno o dos elefantes con el absurdo propósito
de colgar su cabeza en una pared de trofeos lo denominan “caza deportiva”,
“hobby de millonarios”. Este mundo es injusto. Los blancos interpretan las
leyes a su conveniencia. Y nuestra única defensa contra esa inequidad es no
dejar testigos, como advierte la pancarta.
IV
No fue una masacre como la describen los medios occidentales. Al menos no de la magnitud de las hecatombes que provoca la hambruna en el centro de África. No murieron todos los turistas. Dejamos con vida a algunos. En primer lugar porque se agotaron las balas y en segundo porque nuestros cuchillos perdieron filo luego de utilizarlos para cortar la dura piel de los paquidermos.
Esta vez los turistas conformaban un grupo pequeño; solo un autobús. En otras ocasiones hemos tenido que cargarnos a tres vehículos para no comprometer nuestra identidad. Estoy seguro que no querían fotografiarnos, que no pretendían cometer esa tontería. Recuerdo que su autobús retrocedía para evitar el conflicto. Pero una rubia nos pidió una sonrisa mientras posaba para una selfie que mandó a todos al infierno… Contratacamos. Vaciamos sin piedad nuestras escopetas contra su autobús. Los gritos no se dejaron esperar. La sangre brotaba a torrentes de las heridas y las voces no paraban de sollozar. A lo lejos se escuchó el temible rugido de un león como un coro de aliento.
–Es la diosa Asase Yaa que apoya nuestra hazaña. Esto es solo una prueba de lo que ellos han hecho con nosotros durante siglos de injusto sometimiento.
Así
empezó la noche su recorrido por el cielo. Nuestros corazones de guerreros de
la sabana latían al unísono como tambores de guerra dispuestos a la redención,
los leones rugían, las hienas reían y mientras los turistas morían mi
Isaac Gasca Mata (Puebla, 1990). Licenciado en Lingüística y Literatura Hispánica por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y pasante en la Maestría en Literatura Hispanoamericana de la misma casa de estudios. Ha presentado sus cuentos en diversos foros a nivel nacional como la FIL Guadalajara. Ganó algunos premios literarios en su ciudad natal y en Monterrey. Como investigador participó en foros internacionales entre los que destaca el “Coloquio estudiantil sobre identidades en América Latina”, celebrado en Ciudad de México y en Bogotá, Colombia. Algunos de sus textos aparecen en revistas como Círculo de Poesía, Armas y Letras, Oficio y Monolito. En 2016 realizó una estancia en Texas, Estados Unidos de América, para compartir estrategias educativas con docentes del área de lenguaje. En el 2018 participó en el “II Encuentro Latido Latino, región LATAM”, de la red global Teach For All, realizado en Lima, Perú. Es autor de los libros Yo, el maldito (BUAP, 2022), Guerra y Rabia (Vortoj, 2021), El libro de las personas invisibles (Ariadna, 2020), Tristes ratas solas en una ciudad amarga (UANL, 2019) e Ignacio Padilla; el discurso de los espejos (BUAP, 2016). Fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes del Estado de Puebla, en el rubro poesía, año 2019. Laboró en escuelas públicas y privadas de Monterrey, Nuevo León, y Los Cabos, Baja California Sur.