La noche que Víctor-Hugo vio por primera vez el interior de una carpa, de sus ojos brotó una luz pálida. Eran días en que el morbo tenía por nombre un conjuro gitano y humo que revelaba las más grandes maravillas del mundo oculto a los ojos incrédulos; quimeras y demonios, seres de extraordinaria fuerza y anatomía. Milagros escondidos bajo la alfombra de heno, tela barata. Un tártaro de diez centavos.
Esa madrugada, se levantó como las últimas tres semanas anteriores, sudando y temblando de frío por dormir bajo la cama de sus padres; tomó su cajón de zapatos y salió en dirección al centro de la ciudad, pateando latas mientras el sereno apagaba las farolas que restaban. El cielo decidía si despertar o quedarse dormido. Soplaba uno que otro residuo de la llovizna y las ratas se recluían de nuevo en las alcantarillas.
Su padre partía camino a la fábrica mientras Víctor-Hugo alistaba su cepillo y grasa para trabajar hasta el atardecer. Realmente, su padre no tenía empleo e iba con frecuencia al bar para apostar el poco dinero que conseguía su hijo, teniendo días en los que tras recuperar su inversión, corría a casa para abrazar a su mujer y presumir que ahora todo sería diferente. Ya sabrás de la buena vida –decía– ya verás. Para gastar su dinero en baratijas que según él, valdrían su utilidad en oro para cuando despertaran a la mañana siguiente. Fue así que el cuarto que antes pertenecía a Víctor-Hugo, se llenó de fierros inservibles y espejos vistosos, para continuar con el resto de la casa, sumergida bajo estos aparatos de la charlatanería ficción.
Otros días corría sangre de las espaldas y se perdía en la regadera del baño, restos de vómito y cenizas en el azulejo lo acompañaban. Sin más baratijas arrumbadas en el fondo, sin la sonrisa de su madre. Solo un silencio incómodo al dormir bajo la cama, un dolor de cabeza parecido al de una contusión y el adormecedor arrullo del cajón que era su almohada.
Las calles se llenaban de poco con gente pasando de un lugar a otro, tapados con uno o dos suéteres para amortiguar el frío, brincando charcos, empañando lentes, repartiendo periódicos o yendo a sus trabajos, todos tenían algo por lo que correr a esas horas por las calles; Víctor-Hugo solo los veía y jugaba a adivinar a qué se dedicaban estas personas, dejando muchas veces, que su imaginación les colocase en las actividades más absurdas e increíbles que se pudieran imaginar en un lapso de tres minutos. Yo creo que ese, –murmuraba para sí– caza hormigas.
Pronto llegó en una bicicleta un hombre que superaba en tamaño a su padre acompañado de una mujer aun más grande. Esos... –pensaba– esos… El hombre bajó con un rollo de carteles en mano, un martillo y varios clavos en su bolsa. Esos… La mujer tomó las cosas y pidió ser elevada por el hombre, que, sin esfuerzo alguno y con solo un brazo, tomó a la mujer por sus piernas y la alzó por encima de él para que ésta colocará el anuncio. YA LLEGÓ. Hugo no podía creer lo que había visto. ESTÁ AQUÍ. No imaginaba cómo era posible semejante proeza. DESDE MÁS ALLÁ DEL TÍBET. ¿Eran acaso súper héroes perdidos en la ciudad? LA CARPA DE CURIOSIDADES DEL PROFESOR BROWN.
Víctor-Hugo no podría quedarse con la duda, así que tomó sus cosas y fue con ellos para preguntar: ¿Cómo pudieron crecer tanto sin estrellarse al cielo? Ambos personajes rieron ante la inocencia del niño y le preguntaron su nombre. Hugo, pero díganme, ¿cómo lo hicieron? La mujer entonces sacó unos boletos de su bolsa y se los otorgó al infante para exclamar: deberías ir a vernos.
Tras el encuentro, Víctor-Hugo guardó los boletos en su zapato y espero a que su padre volviera a recogerlo para contarle cómo los había adquirido, pero pasó tanto tiempo dentro de sus pensamientos que apenas y alcanzo a bolear un par de banqueros a medio día, encendiendo la cólera de su ebrio progenitor, que sin tentarse para nada el corazón, rompió su botella en el brazo de Hugo. Camino a casa, todo fue silencio.
***
Con un brazo cubierto de sangre y los ojos hinchados de llorar, su madre recibió a Hugo para lavarle la herida mientras detrás suyo era recitado el catálogo más extenso de obscenidades y blasfemias del que se tuviera registro. ¡TODO ESTO ES TU CULPA! –gritaba– ¡MALDITA MUJER! ¡MALPARIDA! Volaban esquirlas de platos mientras el brazo del niño era vendado. ¡TUYA Y DE ESE ENGENDRO MALIGNO! ¡ESE MALDITO NIÑO! La madre de Víctor-Hugo guardaba la calma para que su hijo no la viera llorar. ¡PERO HOY SE ACABÓ!
Al tiempo que Hugo se iba a esconder bajo la cama de su madre, dos explosiones acabaron con el llanto de la mujer.
–VÍCTOR…
No sabía que había pasado pero sabía que esta vez era diferente a las anteriores tres semanas que se había repetido algo así. Tenía que salir de alguna forma a buscar ayuda, y su única salida estaba sobre él a unos metros del piso.
–HUGO… ¡VEN ACÁ CARAJO!
El salto no era tan difícil, apenas un brinco y de ahí, aferrarse al marco de aluminio para salir corriendo a los campos tras la casa.
–¡AHÍ ESTÁS!
Era momento de la verdad, salir o morir a manos de una bestia humana.
Cuando Víctor-Hugo llegó a la carpa, su brazo sangraba aún más y buscaba con desesperación a los héroes que había visto en la mañana; se metía entre cajas y pilas de heno que funcionaban como paredes tras bambalinas del escenario. Aquella noche se llenó el cupo y no había alma que se haya resistido al atractivo principal del cartel. El horror más grande de la naturaleza.
Su padre le había seguido hasta este lugar con el arma en mano y dispuesto a arrancarle la vida como supuesta justicia por robarle su vida de lujos.
–Ayuda por favor, viene por mí –decía el niño.
–¿Quién? –preguntó su otra cabeza.
–Viene por mí.
–Tranquilo, todo estará bien –concluían los dos rostros.
La sombra de su padre se acercaba lentamente hasta donde estaba el infante, advirtiendo su disparo con el sonido del gatillo siendo cargado. Las luces se apagaron y la carpa entera esperaba la salida de lo que se hallaba tras la cortina. Tres sombras que sacudían el escenario con gritos y pataleos.
–¡ADMIREN! ¡LA PESADILLA DEL CERBERO!
Frente a un siamés, el padre de Víctor y Hugo disparando tres balas a su hijo.