El patadura lo hizo de nuevo. Impactó el balón tan fuerte que lo mandó hacia el otro lado, unos metros más allá del cerco de púas que dividía a México de los Estados Unidos. Con ese jonrón entraron dos carreras y ganaron el partido de futbeis. Abelino, quien cubría la zona más alejada de la cancha inventada tenía la responsabilidad inherente a su posición de traer el ovoide de regreso.
Miró hacia el este, luego hacia el oeste para asegurarse de que no viniera ningún migra. En ambas direcciones sólo se apreciaba el reflejo del sol que rebotaba ardoroso sobre la arena. Se agachó para pasar por entre el alambre de en medio y el de arriba. Una púa alcanzó a aruñar su camiseta fallando con su único propósito: impedir que latinos cruzaran.
De lan of de fri, escuchó en su cabeza una de esas voces vaqueras que a veces se percibían en la tele con la antena nueva que le habían puesto. El rastro del balón sobrepasaba un montículo de arena como a unos diez metros. Lo único que sabía del desierto era que uno tenía que pasar con cuidado por los matorrales porque ahí se escondían las víboras. Eso y que tragaba indocumentados.
Emprendió el trayecto con el corazón acelerado a pesar de que ya lo había hecho un millón de veces. Siempre sentía que era como una verdadera aventura; una especie de desafío a la autoridad del país más intimidante del mundo. Le generaba una sensación muy extraña, como si de ese lado del cerco alguna vibra más densa corriera por el aire. Incluso sentía sus pies más pesados, como en otra gravedad. Ahora era Abelino, el astronauta explorador que rondaba las dunas rojizas del planeta del terror en busca de la esfera dorada.
La base de control lo había mandado a él como supuesto castigo, por rebelde, por haber viajado a zonas prohibidas de la galaxia, pero él sabía muy bien que en realidad lo habían mandado porque era el único que podía enfrentar los riesgos que habitaban aquel planeta problemático.
Al llegar al montículo donde su traje espacial le indicaba que podría ubicar su objetivo, se percató de una figura que no encajaba con la geometría del paisaje habitual de cachanillas espaciales, rocas porosas y cachoras mutantes. Junto a la esfera que le habían mandado recuperar, del suelo se asomaba el cuerpo de lo que parecía ser un sombrerudo galáctico cualquiera.
Abelino, sin abandonar su misión, se acercó para analizarlo a detalle. El viento desértico que a veces podía ser muy agresivo y espeso debió haber enterrado las tres cuartas partes de aquella figura que se mostraba inerte. Si, sin duda estaba muerto. Lucía pálido, un verde casi blanco. Sus ojos parecían haber capturado el último segundo de su vida: horror. Tenía una herida aparatosa en un costado de su cabeza. En lugar de casco traía un sombrero tejano que estaba pegado a su pelo con grumos de sangre, lo cual le indicaba que era un terrorrícola que podía respirar en esa intemperie. También notó que le hacía falta un diente.
Estar cerca del muerto no le causaba miedo a Abelino. Incluso trató de moverle el brazo con la punta de su bota para cerciorarse de que estuviera tieso como tabla. No era raro encontrarse cadáveres por el desierto rojo de ese planeta. Además del clima, los locatarios eran bastante hostiles. Pero no sólo ellos, esa zona resultaba muy común para que se suscitaran enfrentamientos entre piratas, mercenarios, caza recompensas y la policía intergaláctica. Ese sujeto debía ser una cifra más del resultado de dichos encuentros.
Sin embargo, al seguir explorándolo con la vista, una sensación de vacío, de inexistencia, o hasta de soledad, le surcó la espalda cuando vio la cadenita de oro que el muerto portaba en el cuello. Traía un pequeño colguije circular con la imagen de Rómulo y Remo siendo amamantados por una loba. Abelino identificó a esos personajes de la mitología terrestre de inmediato porque él tenía una cadenita idéntica.
Su hermano ya tenía más de seis años que se había cruzado para el otro lado. Se fue con un tío a la lejana ciudad de Chicago donde trabajó en varios lugares haciendo de todo hasta que pudieron meterlo en la construcción. Hubo un tiempo que hablaba muy seguido, pero poco a poco fue hablando menos. Lo que sí hacía era mandarle regalos a Abelino para su cumpleaños. Casi siempre lograba que el regalo llegara el mero día.
Usualmente le mandaba ropa, que para que se vistiera a la moda gringa y no pareciera tonto como sus otros amigos chorreados. También le enviaba uno que otro juguete porque a final de cuentas estaba muy morro aún. Ya llevaba dos cumpleaños que no mandaba nada y que no se comunicaba. Nadie sabía nada de él en el otro lado. La madre de Abelino le había marcado tantas veces a todos los conocidos que tenía de aquel lado hasta que le dejaron de contestar. Poco a poco su hermano se convirtió en una fotografía a blanco y negro.
Para el último cumpleaños que envió algo, su hermano le había regalado una cadenita de oro con la imagen de Rómulo y Remo, misma que estaba grabada con las iniciales de ambos, A y F de Fausto. En una tarjetita que vino con la caja le decía que él también usaría una igual y que nunca se la quitaría. Abelino lo imaginaba por una ciudad irreal con su cadena, construyendo puentes, casas. Desde entonces, Abelino decidió que tampoco se la quitaría nunca.
Ese de ahí sobre la arena no podía ser su hermano, porque su hermano era moreno y el muerto tieso ese frente a sus ojos era rubio. Y ahora que su pensamiento iba en ese rumbo, si había de parecerse a alguien, más bien era a él mismo, a Abelino. Este no dudó que se tratara de una coincidencia extraordinaria pero una urgencia lo colmó por saber si la cadenita del muerto también estaba grabada.
Se inclinó para coger el colguije y tumbarle la arena incrustada con sus uñas, pero sus intenciones se vieron truncadas momentáneamente al notar que debajo del brazo más enterrado, el muerto cargaba una bolsa de cuero café con la leyenda de 1st Bank Yuma de la cual se asomaban varios dólares terregosos moteados de sangre.
Ahora era Abelino, el vaquero solitario que transita por el mundo de las ánimas, forasteros y demás espejismos del desierto de fuego, una zona donde se traficaba mucha mercancía proveniente de diversas partes del mundo fuera de las rutas oficiales y lejos de los ojos de la ley.
Aquel sujeto fulminado sobre el suelo lucía como el típico bueno para nada que solo andaba de un lugar para el otro buscando problemas y encontrándolos. Un joven que no podía seguir escapándosele a la muerte. Seguro había asaltado ese banco y lo habrían herido en una persecución acalorada. Probablemente terminó huyendo a pie, pero hasta ahí le había alcanzado la fuerza. Hasta que su sangre lo abandonó con la mirada ciega de cara al sol.
Su madre se la pasaba diciendo que si tan solo pudiera juntar algo de dinero viajaría a Chicago para averiguar qué había pasado con su hijo. Abelino no sabía cuánto había en esa bolsa, pero por diversas conjeturas que se concretaban en su cabeza, podía determinar que sería suficiente para los planes de su madre y tal vez hasta para más. Dirigió sus manos en esa dirección cuando…
¡La migra, Abel, la migra! Le gritaron sus amigos. Abelino levantó la vista. Por el este no se veía nada, pero por el oeste una estela de polvo se levantaba peligrosa. A gran velocidad y con una furia palpable, una camioneta blanca se aproximaba amenazante, hacía su recorrido cotidiano como un depredador hambriento que recién había localizado su presa.
No podía ser otro más que el viejo McQulero, un verdadero malnacido cuyo único proyecto de vida era joder a la gente honrada. Utilizaba su potente carroza blanca impulsada por sementales monstruosos para perseguir a todas esas almas que se encontraban desamparadas en el desierto de fuego. La única excusa con la que el viejo McQulero se escudaba para realizar sus improperios era que lo hacía para proteger a De lan of the fri.
El corazón de Abelino se desbocó sobre su pecho. Era hora de tomar decisiones y reconoció que lo más prudente sería seguir con el plan y culminar la misión, pues otros contaban con que así lo haría. Se lanzó por el balón y después de tomarlo corrió de regreso a tierras seguras sin antes echar más arena sobre el muerto para terminar de ocultarlo. La arena sepultó aquella expresión de horror, ingresó a sus ojos, llenó su boca, devoró el colguije y salvaguardó los dólares.
Para cuando la picap blanca con rayas verdes y amarillas llegó al área, Abelino ya estaba un metro dentro de México. Un gringo de complexión ancha tirándole a robusto, fletap pulcro y mano en la cintura se apeó con aires amenazantes. If I see you again I will fucking shoot you, kid! Gritó al aire antes de agarrar camino otra vez. El patadura, aprovechando la oportunidad, le sacó el dedo, ¡me la pelas pinche gringo! Y los demás rieron.
Ya en la tiendita de Don Ruperto todos habían olvidado quién había ganado el partido de futbeis. Sobre el suelo, cada uno con su golosina o refresco, interpretaban sus versiones de cómo Abelino, el intrépido, había incurrido en tierras enemigas para recuperar el preciado tesoro. Era un maratón de gestos y estallidos de carcajadas al fondo del pasillo de los refrigeradores, donde quizás el más serio era precisamente Abelino, quien no dejaba de darle vuelta a su colguije, con la mirada perdida, concentrado en pasar la lengua por sus dientes para ver si alguno estaba flojo.