Letrinas: Los pepenadores

Carla Lamoyi es artista visual y editora/escritora. Egresada de la Escuela Nacional de Pintura Escultura y Grabado “la Esmeralda”, CDMX.

Los pepenadores

Por Carla Lamoyi

 

“No soy lo que soy, soy lo que hago con mis manos...”

― Louise Bourgeois


Alejandro entró corriendo al taller y le agarró la mano a Claudia para que lo acompañara para sacar algunas maderas del volquete del estacionamiento. El camión contenía todas las maquetas de posibles edificios y ejercicios constructivos que habían producido los estudiantes de arquitectura durante un cuatrimestre. Era el principio del invierno y yo los observaba desde el calor de los muros y la seguridad de la ventana. Vistos desde ahí, parecían dos perros hambrientos a los que su dueño les ofrece un enorme pedazo de bife. Si hubieran tenido cola, la hubieran movido de la emoción; no podían creer la cantidad de material que había en ese lugar, gratis, a su disposición. Después de adentrarse en la basura y revolverla, Clau, quien traía una sudadera enorme que no era suya, agarró tres tablas medianas, Ale un montón de maderas grandes, y entre los dos llevaron todo al taller.

Me llamo Carmen. Hace dos meses cumplí un año de haberme mudado a la ciudad para estudiar un posgrado en arte. Juana dice que la primera vez que me vio sentada dibujando en el taller, pensó que era una creída. Pero yo le digo que me veía así porque estaba nerviosa. Me considero más bien tímida, pero de convicciones claras. En mi opinión, no es buena idea revelar la personalidad ni las manías cuando recién se conoce a un grupo de personas; primero hay que tener confianza. Por eso soy discreta con el tema de mi obsesión por juntar papeles nuevos, arrugados, viejos, pedazos de servilletas, finos de algodón, restos de envoltorios de distintos colores para dibujar sobre ellos situaciones ficticias de la vida cotidiana. Montículos y montículos de aplanados trocitos de árboles muertos que he recolectado a través de los años, que he cargado conmigo de una mudanza a otra. Tengo closets, escritorios, cajones llenos, e incluso los pongo abajo de la cama, entre la ropa, entre mis tenis y mis botas de lluvia. Son tantos que no caben. Es que cada papel tiene la memoria de lo que fue antes, las huellas de todas las manos por las que ha pasado y yo he decidido dibujar esas manos sobre esas superficies, como un homenaje: manos que tocan papel, papeles que tocan manos, manos que se dibujan a sí mismas dibujando manos sobre un papel.

Cuando entré por primera vez al taller de la universidad que queda al fondo del patio, en el lugar más recóndito del predio, todo el espacio lucía limpio, los de mantenimiento habían eliminado los rastros de vida de los artistas anteriores. Las paredes habían sido repintadas, los estantes y los lockers vaciados, y las mesas y sillas estaban todas apiladas en una esquina. Tenía todo el espacio disponible para escoger, decidí ocupar una mesa de trabajo de uno cincuenta por un metro, y coloqué los papeles grises y los plumones, luego los papeles marrones y las plumas negras, y después los trozos amarillentos y los lápices. Comencé a dibujar.

De una semana a otra llegaron los demás, primero Ale y Claudia, después Hugo, Roberto, y por último, Juana. El espacio del taller, que era un galerón, se dividió por secciones y cada quien tomó su área de trabajo. Nos podían encontrar ahí de lunes a viernes y a veces también los sábados. Sentada desde mi mesa de dibujo, dedicaba unos segundos de mi día a la tarea de la contemplación y al análisis de los movimientos de mis compañeros.

Clau, metódica, de horarios y listas, aunque también desordenada, olvidadiza y torpe, operaba contra su naturaleza caótica, y como si se impusiera a sí misma un castigo, dibujaba con escuadra y lápiz 2h sobre papel calca, tratando de no mancharlo, cosa que casi nunca lograba. En su cara se veía la frustración. Sus dibujos eran un esfuerzo por ordenar el desastre, lo roto, y lo descompuesto, quería registrar de la forma más exacta los escombros.

En cambio, Alejandro era un obsesivo del internet y como su compu se había dañado llegaba temprano para usar la que había disponible en el taller, buscaba cualquier convocatoria abierta para mandar una propuesta de proyecto. Decía que el vaporwave, un género de música electrónica, un estilo artístico y un meme a la vez, era algo así, como la esencia de sus obras. Después de ver varios videos riendo solo, se levantaba con un impulso y daba vueltas hasta que decidía tomar su aerógrafo, espuma comprimida, cera, tablas, malla de gallinero, o su material predilecto de turno y creaba con violencia y fuerza una imagen o una escultura. Luego, insatisfecho, volvía a sentarse frente a la computadora a poner alguna musiquita de bit.

Roberto era el artista emergente del momento. Exudaba calma a pesar de que era común que tuviera alguna exposición en puerta o algún deadline; la mitad de su tiempo lo ocupaba diseñando estructuras de hierro y artefactos que mandaba a producir y la otra mitad trabajando con yeso, moldes de alginato y piedras. Ensamblaba las partes para formar dioramas, naturalezas muertas que eran activadas por algún performer.

Juana, la artista más jóven del grupo, que también era pequeñita y de carácter fuerte, pintaba imágenes lúgubres con gran velocidad sobre lienzos que eran de mayores dimensiones que ella. Se subía en un banco para alcanzar con largos brochazos la parte superior de las telas y después de unas horas, agotada, se armaba una cama con almohadas debajo de una mesa para tomar una siesta.

Hugo era un vago que idolatraba a Guy Debord y los Situacionistas, esos europeos que solo caminaban y teorizaban. Ansioso y un tanto impredecible, cambiaba de lugar de trabajo como si tuviera pulgas en las nalgas y se sentaba a platicar con quien lo dejara. Esas conversaciones sobre derivas, a menudo quedaban plasmadas en los mapas que dibujaba con carbones en un cuaderno rayado.

Era fascinante, el tiempo pasaba distinto para cada uno de ellos. Se podían ver la inmediatez y la persistencia, la tranquilidad y la ansiedad, la planeación y la espontaneidad, confrontadas en el mismo lugar. Lo que tenían en común es que eran transparentes, su sentir era visible. Las emociones salían de sus cuerpos como un gas pesado que impregnaba todo el taller dejando una extraña sensación atmosférica con la que cualquiera que entrara en ese espacio tendría que convivir. O por lo menos eso sentía yo. Al igual que los objetos, las emociones se quedaban ahí y se acumulaban en el aire.

Hugo, a quien por cierto conocía desde hace tiempo, instintivamente comenzó a recolectar en sus paseos por la ciudad, puertas, marcos, ventanas, pedazos de casas y restos de muebles como patas de camas y trozos de cabeceras. Los llevaba al taller para quemarlos y convertirlos en carboncillos gigantes que usaba para trazar mapas y escribir sobre las paredes a manera de acción.

Para hacer los calcos de partes del cuerpo con los que trabajaba regularmente, Roberto metió setenta y cinco sacos de cemento que ocuparon la cuarta parte del taller formando una especie de barricada. Cuando le pregunté sobre la procedencia de ese material, me dijo que había invertido la mitad de la beca que tenía. Ale encontró un tutorial de YouTube para fabricar con las maderas que había sacado del volquete una termoformadora casera; una máquina que se usa para modelar láminas de plástico –su nuevo material favorito–, por medio de presión al vacío y temperatura. La elasticidad del material le obsesionaba.

Juana decidió pintar el interior de la casona de su infancia en dimensiones reales. Una tétrica escenografía con la que tapizó del piso al techo del taller. Por su parte, Claudia transportaba ladrillos y baldosas rotas que cargaba en su mochila, los clasificaba, los medía y los pasaba a dibujo técnico con ayuda de un escalímetro. Entre el grafito y el polvo de ladrillo, el papel invariablemente se le ensuciaba; lo intentaba borrar desesperada para dejarlo impoluto, y ante su fracaso lo hacía bolita y volvía a empezar. Yo aprovechaba y tomaba esos papeles despreciados, los alisaba y amontonaba en mi mesa. Cuando la mesa me era insuficiente me trasladaba a otra y cuando ésta se llenaba de nuevo, tomaba otra más, y así hasta que ocupé todas las mesas que había disponibles e incluso tuve que buscar otras por la universidad. Los montones de papel eran tan altos que quedé oculta tras mi propio bosque. Todo eso pasaba mientras que las emociones se continuaban apilando en el aire.

Durante el proceso en el que Roberto preparaba la mezcla de yeso y cemento con agua en una tina, el polvo flotaba acumulándose en las paredes y salpicaba el suelo, formando una gruesa capa de materiales que daban la impresión de ser cráteres lunares. Los pedazos de muebles recolectados de Hugo ya no satisfacían su deseos, no tenían las formas adecuadas que él buscaba para crear sus carboncillos gigantes. Empezó a destruir el mobiliario del taller, lo golpeaba contra la pared o se valía de una sierra de mano o un mazo o alguna otra herramienta para desmembrarlo. Las autoridades universitarias notaron los destrozos y lo llamaron para darle una circular membretada donde le pedían atentamente que parara de dañar las instalaciones o de lo contrario, sería expulsado.

Cuando yo llegaba para seguir dibujando manos en mi bosque de papel, me encontraba con la mesa ladeada y coja, y todos los papeles volcados sobre el suelo, incluyendo el documento oficial que Hugo me había dejado para que dibujará sobre él. Entonces tomaba los ladrillos clasificados de Claudia para hacer una pata postiza y volvía a apilar todo. Clau se ponía histérica y le echaba la culpa a Ale para hacerle un drama, aunque sabía que era yo la que le había arruinado el orden; luego regresaba a su obsesiva tarea, a seguir midiendo y dibujando un único ladrillo, sin que, por culpa de las manchas, pudiera avanzar de los primeros trazos. Sus bolitas de papel calco y la boronita de goma, iban formando montañas sobre el piso irregular, hasta llegar al techo del que colgaban las telas que Juana pintaba para aparentar cortinas. Éstas ocultaban las aberturas de las puertas y las ventanas haciendo que el tiempo fuera cada vez menos perceptible. Nos había introducido dentro del recuerdo de la casa de su abuela. La música que Alejandro ponía a alto volumen desde la computadora mientras modelaba en 3D, enfatizaba esa sensación de desfase temporal. Era como estar dentro de un videojuego.

Adoptamos nuevas formas de caminar. El polvo flotaba mezclándose con las emociones, los muebles eran convertidos en carbón, los ladrillos se volvían muebles, el papel y la basurita de la goma cubrían el piso llegando arriba de la rodilla. La tela colgante se abría y se cerraba como un telón y el olor del plástico calentado comenzaba a pasar desapercibido para nosotros. Las cosas caían y les asignábamos un nuevo lugar. Las almohadas llenas de baba cambiaban de sitio dependiendo de quien fuera el turno de dormir la siesta. Las tazas de café y té y los platos sucios del almuerzo también se amontonaban en los rincones del taller. Había hongos naranjas sobre algunos sándwiches viejos. Ya nadie prestaba atención ni se preocupaba por eso, ni siquiera Claudia, quien solía regañar a todos para que dejaran limpio. Ella solamente nos decía que parecíamos pepenadores, como los del fierro viejo, dedicados a buscar chacharas por la ciudad y materiales reciclados para vender. Tenía todo el sentido, queríamos transformar lo recolectado en arte y aspiramos a venderlo en una galería.

Decididos a recuperar hasta el mínimo desecho, comenzamos a levantar cáscaras de plátano, corazones de manzana, ardillas y ratas muertas y cualquier material orgánico que hubiera en la calle para preservarlo con resina. Tensábamos alfombras viejas llenas de polilla, para hacer lienzos. Con una espátula desprendimos pedacitos de pintura de las paredes para reacomodarlos como un rompecabezas sobre un gran pliego de papel. Entramos a escondidas a la bodega universitaria y sacamos todas las sillas y mesas rotas que habían sido guardadas para su mantenimiento, las quemamos para hacer una colección de carboncillos. Juntamos tuppers, tapitas de pluma y botellas de agua, olvidados por otros estudiantes; cualquier cosa de plástico que se pudiera derretir. Colillas de cigarros, pañuelos humedecidos, uñas, restos de muñecos, cabezas de porcelana, macetas, zapatos, pintura acrílica seca; cuando los agrupamos de la manera correcta se convirtieron en una bellísima escultura. Y como si fuera poco, nos pusimos a buscar en la vieja computadora tutoriales alquímicos sobre cómo multiplicar la materia.

El taller nos empezó a parecer chico, y en nuestro intento por difuminar las paredes hicimos hoyos con cinceles, fosas con los martillos, túneles con taladros, como si quisiéramos escapar de ese lugar, aunque lo que deseábamos era lo contrario: apropiárnoslo. Los clavos se volvían líneas y el escombro, sombras para dibujar en el espacio. Coordinados en una coreografía de acumulación; nuestras distintas formas de trabajo se habían sincronizado produciendo un caos colectivo. Nos subíamos en las mesas, a las sillas que no habían sido destrozadas y nos arrastrábamos por el suelo en las posiciones más incómodas para poner un objeto en un lugar preciso. Tomábamos turnos, reciclando la obra mil veces, pepenando las ideas y referencias que cada uno desechaba. Casi no comíamos, solo tomábamos café y fumábamos.

Hicimos tantos acomodos y combinaciones posibles de los objetos, que es imposible contarlas. No es por narcisista, ni por sobrestimar el talento de mis compañeros, pero estoy segura que si algún crítico de arte hubiera llegado a ver lo que estábamos haciendo, nos hubiera dado un premio, o por lo menos postulado para uno. Tal vez las emociones nos nublaron la vista y solo habíamos transformado el taller en un chiquero, porque en cambio, después de unos días de estar inmersos en ese proceso maniático, las autoridades universitarias nos expulsaron de las instalaciones y nos levantaron una demanda por hurto y daños a la propiedad privada.


Carla Lamoyi (CDMX, 1990), es artista visual y editora/escritora. Egresada de la Escuela Nacional de Pintura Escultura y Grabado “la Esmeralda”, CDMX y del Programa de Artistas en la Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires. A partir de la investigación, la acumulación de imágenes y el uso de la ficción, su trabajo se centra en la idea de “editar” la historia para construir el presente y en pensar desde el cuerpo. De esta manera, sus proyectos combinan una serie de prácticas como el dibujo, la escritura, la publicación, el audio y la acción. Entre sus última exposiciones se encuentran “Olvida la rosas, dame las espinas”, una instalación sonora presentada en No Soy Basurero, CDMX (2021) y “Radio Archivo PVA: Sin andarse por las ramas”, obra digital comisionada para Archivo Digital Poesía en Voz Alta, Casa del Lago, (2021). Desde 2016, lleva la microeditorial FIEBRE Ediciones, dedicada a difundir prácticas creativas realizadas en Latinoamérica a partir de la década de los ochenta, con la cual ha realizado diversas publicaciones, además de proyectos expositivos, programas educativos y residencias. Ha sido becaria del FONCA (2014-2015), de la Cuarta Edición de la Beca adidas/Border (2014-2015), y beneficiaria de apoyo del PAC (2017-2018 y 2018-2019).
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