En el carro al ir presurosos, sentimos un tremendo susto acompañado de una sequedad en la boca que en mi vida había experimentado. Mi tío manejaba mientras yo trataba en el asiento trasero que mi abuelo no se fuera de nuestro lado, un enramado de hojas otoñales en el pecho acompañaba sus manos ya frías y algo moradas empeoraban la tensión que nosotros de por sí ya cargábamos. Aquello comenzó como algo simple, un pequeño “traigo una molestia en el pecho” seguido de un “voy a estar bien” que se tradujo en un nosotros trasladándolo al hospital de la manera más rápida y eficaz posible. Mi abuelo ya contaba con 78 años y al ser sobreviviente de cáncer dos veces y de un ataque cardiaco, pensábamos de manera firme que esto era, algo inusual.
Al momento de ir junto a él en la
parte trasera, sentí cómo al sostener sus brazos, sus manos se encontraban
moradas, completamente heladas y duras. Eso me aterrorizó, le moví como pude y
en ese sostener sus manos sentí cómo su frío se transmitía a mi piel, recorriéndome
el brazo lentamente y haciéndome sudar, al igual que él, frío. En mi caso no
sentía dolor, sino un enramado intenso en el pecho a causa de la angustia. De
un momento a otro mi abuelo se fue, quedó inconsciente y extrañamente lo sentí
perdido a pesar de todo el esfuerzo invertido. Fue como si yo sintiese que él
no estuviese ahí mientras su cuerpo yacía a mi lado en el auto, me sentí llorar
pero más que ello, sentí el enramado que se había formado en ardiéndome en el
pecho y la mente fuera de mí. Pronto recobró el sentido de nuevo, quejándose
otra vez, dándonos otra oportunidad que nos permitió llegar al hospital.
Mi abuelo no murió, cuando
llegamos al hospital nos dijeron que se trataba de una falla renal y una
descompensación de plaquetas. Su enramado había desaparecido y con ello
empezaba el mío. Cuando volvimos a casa se encontraba cansado, pero de
maravilla, aún su pecho dolía, pero su semblante era otro, rejuvenecido.
En mi caso el enramado apenas
iniciaba sintiéndose pesado, pero no molesto, se veía como una coraza de hojas
verdes y ramas que se aferraba con fuerza a mi piel y me protegía la caja
torácica. Era pesada y ruidosa, al momento de llegar a mi casa vacía, todo el
ruido de las hojas invadió el lugar, entrar al recinto fue algo desastroso,
algunas hojas caían al piso mientras intentaba entrar e incluso cuando empecé con mi vuelta a la vida normal. Al día siguiente del incidente el ruido
y tacto de las hojas me hizo despertar para darme cuenta de que no podía
moverme, intente cambiar de posición en la cama, pero la coraza me lo impidió
totalmente. Era un completo desastre, las hojas me impedían hacer los quehaceres.
Mi casa pronto comenzó a llenarse
de hojas, mi patio de tierra y mi pecho de obstrucción, tareas como poder
cambiar mi ropa o bañarme ya empezaron a ser todo un desafío para mí, en cuanto
a la obstrucción, ésta ya era molesta. Pronto me sentí acorralada y empezaron
los hábitos extraños como traer tierra en los bolsillos y siempre cargar agua
conmigo. Había ocasiones en las cuales mi casa se percibía seca y mi único
remedio era tomar el agua del grifo hasta el punto de mojarme toda en el
proceso, otras veces mi cuarto me era demasiado incómodo para poder descansar y
salía al patio a dormir, cerca de la tierra. El olor de la tierra mojada me
llenaba los sentidos y me hacía sentir de nuevo alivio, un alivio quizá
parecido al de estar en el vientre materno.
No fue sino hasta un buen día de
diciembre que me percaté que en mi enramado flores hermosas habían crecido, las
contemplaba con amor y respeto, como si fuesen lo más hermoso que había visto
en mi vida. Aquello me conmovió de tal forma que lloré, lloré
descontroladamente y me senté sobre la tierra de mi patio, con la esperanza de
que el olor a esa tierra mojada me hiciese sentir un abrazo. De mí no quedó más
nada, no más cuerpo, no más habla, solo quedó implantado en mi patio mi enramado
precioso.