Mano de Dios
Por Breña Román
“Debería estar llorando, pero no puedo demostrarlo
Debería tener esperanza, pero no dejo de pensar.”
Kate Bush
Corría el año de 1958 cuando
Nepomuceno García regresó de Estados Unidos. Había trabajado 10 años para los
gabachos, había viajado, conocido mujeres, dejado algunos hijos de pelos güeros
y afianzado una buena fortuna, así que decidió que era tiempo de volver a
Malpaso. Tan pronto puso un pie en el pueblo, visitó una de las tiendas de su
padrino, Otilio Luna, para tomarse una cerveza.
Platicaron de la vida en los
Estados Unidos, del compadre que ya había muerto, de la diabetes de Otilio y de
la ferretería que Nepomuceno pensaba poner en el pueblo hasta que comenzó a
oscurecer y junto con la noche llegó su madrina Griselda a la tienda. Ésta iba
acompañada por María, la hija mayor, quien a pesar de tener apenas 16 años ya
era conocida por todo el rumbo debido a su hermosura. Nepomuceno se percató de
la palidez de su rostro, la serenidad de sus ojos verdes y su cabello negro,
pero no se atrevió a decir nada por respeto a sus padrinos y a la señorita.
Cerraron la tienda y cada quien
se fue a su casa. Nepomuceno comenzó a visitar la tienda de su padrino a
diario, además comenzó a ir a la iglesia a las siete de la tarde y al río por las
mañanas con la intención de encontrarse a María lavando la ropa de sus
hermanos. Sin embargo, nunca le dirigió la palabra a la muchacha, sentía que
rompería un encanto. Hasta que un día de marzo su padrino le mandó hablar, le
dijo que él ya sabía que estaba enamorado de María y que estaba dispuesto a
darle su mano si iban juntos en el negocio de la ferretería. Nepomuceno no lo
pensó dos veces y aceptó el trato. Otilio por su parte, cerró la tienda a las
cinco de la tarde y se dirigió a su casa, le ordenó a Griselda que bañara y
peinara a los niños y que se asegurara de que María y sus hermanas usaran sus
mejores vestidos pues iban a tener una visita muy importante. A las ocho de la
noche se escuchó un motor apagarse afuera de la casa. Griselda se asomó por la
ventana mientras Otilio recibía al invitado.
A María le dio comezón en la nuca
cuando vio a Nepomuceno entrar en la casa, el hombre se fijó en ella, pero ella
se dedicó a examinar el suelo al lado de sus ocho hermanos. Otilio Luna ordenó
a sus hijos que regresaran a jugar y a sus hijas que trajeran un vaso de agua
de limón para su ahijado mientras tomaba a María del brazo para sentarla en
el sillón.
Nepomuceno y Otilio acordaron que la
boda sería en el mes de mayo, pasando la Semana Santa y la Feria de San Marcos, pero antes de la Feria del Señor del Salitre porque a Otilio se le juntaba el
trabajo y para ese tiempo Nepomuceno calculaba haber regresado de un viaje que
haría a Guadalajara para concretar algunas cosas de la ferretería. María se
limitó a escuchar y a asentir. Pasadas las diez de la noche Nepomuceno se
despidió de la familia, le dio un beso a su madrina, un apretón de manos a su
padrino y una mirada y un “hasta luego, señorita” a su futura esposa que ella
no correspondió.
Esa noche María no pudo dormir,
sus hermanas Rebeca y Beatriz querían saber todos los detalles de la futura
boda. María solo podía pensar en que, si las cuentas no le fallaban, ese hombre
era catorce años mayor que ella y nunca había cruzado una palabra con él. Pensaba
además que se quedaría amarrada en aquel pueblo olvidado de la mano de Dios,
que pariría a sus hijos ahí mismo en la casa de su madre, que el cabello y los
zapatos se le seguirían llenando de tierra, que el calor la seguiría sofocando
cada verano y que tendría que seguir soportando el penetrante olor a guayaba
que tanto detestaba. Por el resto de su vida. Con un completo desconocido.
Al día siguiente ya todo Malpaso
estaba enterado del próximo enlace matrimonial, Nepomuceno había bajado a
Calvillo durante la noche y en Las Quince Letras hizo participes a todos de la buena nueva, María escuchó los pormenores de la boca de Tere, su amiga. Que su
papá había estado en la cantina y le platicó a su mamá y su mamá le contó a
Tere y Tere pues le quería preguntar a María que si era cierto o no era cierto
porque Nepomuceno era muy guapo y tenía mucho dinero y decían que sabía hablar
inglés. María solo escuchaba y asentía. Hasta que Teresa se cansó de platicar y
María tuvo el valor de confesarle que ella no se quería casar y que ni siquiera
sabía a qué olía Nepomuceno.
Pasaron dos meses y llego la
verbena abrileña. Otilio Luna nunca había llevado a la familia a la ciudad de
Aguascalientes, porque eran muchos hijos y había siempre mucha gente. Pero
ahora que María se iba a casar era una buena oportunidad para ir a conocer la
feria y a comprar los atuendos para la boda, así que le rento a un primo su
camioneta y emprendieron el viaje de casi tres horas a la capital. Se fueron el
sábado en la mañana y regresarían hasta el domingo en la noche. Se hospedarían
en la casa de Nina, una amiga de Griselda, a la cual quería como a una hermana,
aunque tenían casi una década sin verse porque Nina se había casado con un
ganadero y se habían mudado a Aguascalientes donde tenían una cremería muy
fructífera.
María se sintió intimidada al
llegar a la ciudad, traía los zapatos llenos de tierra y el estómago revuelto,
nunca había viajado tanto y la casa de Nina era muy grande. Solamente tuvieron
tiempo de estirarse y usar el baño porque rápidamente salieron a las tiendas a
buscar los trajes y los vestidos para la boda porque el marido y el hijo de
Nina regresaban de San Juan de los Lagos al día siguiente y tendría que
atenderlos. Nina y Griselda se encargaron de elegir el vestido de María, se le
tenían que hacer unos ajustes, pero estaría listo para el jueves. Considerando
que la boda era el domingo se podría decir que tenían tiempo de sobra.
Eligieron las arras, los anillos, las velas, el lazo, la biblia, las copas, el
crucifijo y todo lo fueron metiendo en una cajita con mucho cuidado. Además,
mandaron a hacer unas bolsitas con arroz con unos anillos pintados y un
letrerito que decía María y Nepomuceno, recuerdo de nuestra boda y acordaron
recogerlos el jueves junto con el vestido.
De regreso a casa de Nina, ésta
le sugirió a Griselda que dejara a María unos días con ella en Aguascalientes
para que pudiera recoger los recordatorios y el vestido y ella misma la
llevaría a Malpaso el jueves a mediodía, creía que era importante que María se
fuera acostumbrando a no estar en la casa de sus papás y que conociera más de
la ciudad, además sus hermanas se tenían que hacer a la idea de no verla todos
los días. Inexplicablemente y sin consultarlo con Otilio, Griselda aceptó.
Llegaron a casa de Nina pasadas
las 8 de la noche, la familia simplemente merendó y se fueron a dormir sin
cruzar palabra. Por la mañana, María se despertó en medio de un olor a huevos
fritos y chilaquiles, escuchaba voces nuevas en la casa, pero esperó a que su
madre entrara por ella y sus hermanas.
Griselda apresuró a sus hijas a
que se vistieran, Augusto, el esposo de Nina y su hijo habían llegado durante
la madrugada y quería presentarlos, María se encontraba inexplicablemente
emocionada, no era la boda, no era la feria, era un presentimiento que cobró
sentido cuando, en el pasillo que conectaba la cocina con las habitaciones, se
cruzó con un joven con olor a cuero, a madera y a flores. Unos minutos más
tarde, María se enteró que su nombre era Juan Bernardo.
Juan Bernardo era la mano derecha
de su papá, don Augusto, a sus 20 años llevaba la contabilidad de la cremería.
Era el mismo rostro de su padre, pero con la simpatía de su madre, por lo que ya
era el encargado de hacer tratos con los proveedores. María escuchaba decir
todo eso a Nina mientras lo presentaba en la cocina. No se animaba a levantar
la vista del suelo, pero le ardía la nuca, donde sentía los ojos cafés de
Bernardo clavados. Sabía que si se atrevía a enderezarse sus miradas se
cruzarían y no habría vuelta atrás. Era una mujer comprometida, debía
comportarse como tal.
Durante el domingo se dedicaron a
pasear las dos familias por la feria. Mientras los adultos conversaban sobre
las desgracias de sus conocidos, los jóvenes y niños caminaban en silencio, de
vez en cuando interrumpido por expresiones de asombro al ver alguna ardilla
correr en el Jardín de San marcos o a algún vendedor ambulante ofreciendo todo
tipo de juguetes y María ocultaba en la mano derecha una pequeña flor que
Bernardo había tenido el atrevimiento de arrancar de una jardinera para
ofrecérsela cuando todos estaban distraídos comprando refrescos.
Cuando comenzó a ocultarse el sol
detrás del Cerro del Muerto, Otilio Luna encomendó a Nina la tarea de cuidar a
María, Griselda le dio su bendición, los hermanos un abrazo y emprendieron el
regreso a Malpaso.
María dio vueltas toda la noche
para intentar conciliar el sueño. Traía a Bernardo atorado en los ojos y en la
mente. Quería pronunciar su nombre en voz alta. Se levantaba de la cama y se
arrastraba por las paredes de la habitación imaginándose que él estaba del otro
lado. Luego se arrepentía y rezando buscaba el perdón de Dios por ser infiel a
su futuro esposo.
Por la mañana, María agradeció
por un día más de vida y se dio cuenta de que no volvería a tener la
tranquilidad que sentía en ese momento así que se permitió disfrutar de unos
minutos acostada en soledad. Tan pronto se levantó y se desperezó se dio cuenta
de que había un pañuelo debajo de la puerta. Se permitió tomarlo, volteó alrededor y se lo acercó a la nariz. Olor a madera, cuero y flores. Sonrió y se
vistió. Acompañó a Nina a la cremería y estuvieron ahí la mayor parte del día.
Mientras Bernardo hacía cuentas de los productos y sacaba números concentrado
frente a un libro, María sentía que el corazón se le iba a salir del pecho. Se
le nublaba la mirada. Suspiraba, se mordía el labio y recordaba a Nepomuceno.
Por la noche, cuando todos
estaban dormidos y María pedía perdón a Dios por pensar en otro hombre, alguien
entró a su habitación. No fue necesario prender la luz ni pronunciar palabra
alguna. Un dedo largo y delgado le tocó el contorno del rostro. María se
enderezó, trató de hablar, pero el dedo se plantó sobre sus labios. Comprendió
todo y se aferró a Bernardo, con ayuda de la luz de la luna trató de encontrar
en Bernardo a Nepomuceno, en sus ojos, en sus brazos, en su boca. Y se sintió
aliviada de no encontrarlo.
El martes y el miércoles
transcurrieron sin mayor novedad. Se dedicaba a pasear con Nina, quien siempre
había querido una hija. Fueron de compras, pasearon en la feria, acompañaron a
los hombres a los toros. María se entristeció por la muerte en la plaza. Don
Augusto le explicó que para eso eran criados. Para entretener a alguien y luego
morir. María se sintió identificada. Toda su vida la habían mantenido
resguardada en su casa, sin libertad, sin ir a la escuela, sin más tareas que aprender a construir un hogar para al final ser entregada a alguien que, en
un baile ridículo, la usaría como diversión y luego acabaría con sus ganas de
vivir.
Ahí se enteró que hay toreros que
andan a caballo, los llamaban rejoneadores, le dijo Bernardo. Don Augusto tenía
muchos caballos y Bernardo era buen jinete. María decidió que Nepomuceno era un
patético torero y Bernardo un apuesto rejoneador.
El miércoles en la noche,
Bernardo la visitó nuevamente en su habitación. Era la última noche de María en
esa casa. Bernardo la invitó a escapar con él, le dijo que Nina, su madre,
sería su cómplice, si ella quería podría quedarse escondida ahí y luego se
irían lejos de Aguascalientes, de Malpaso, de Nepomuceno y de Otilio. María le
explicó que estaba atada de manos, que su padre era socio de Nepomuceno y no
podía traicionarlo. María lloró y creyó que era injusto. Bernardo se enfureció
y también creyó lo mismo. Se atrevió a besarla en la mano y ella hizo lo
mismo en la mejilla de él.
El jueves por la mañana, Nina y
María fueron a recoger los recordatorios y el vestido de novia. Al mediodía se
despidieron de Augusto antes de irse a Malpaso. Bernardo no apareció, estaba
muy ocupado en la cremería hablando con unos proveedores. Al menos eso mandó
decir con una empleada. Pero le deseaba lo mejor a la señorita María en su
matrimonio. Las mujeres tomaron un camión que las dejó en la central de
Calvillo y ahí estaba esperándolas Lorenzo, un conocido de Otilio que las
llevaría a Malpaso y luego se encargaría de llevar a Nina de regreso a Calvillo
antes del anochecer para que alcanzara el último camión de regreso a la ciudad.
Rebeca y Beatriz se abalanzaron
sobre María cuando llegó a Malpaso y le hicieron mil preguntas acerca de su
estancia en Aguascalientes. Estaban ansiosas porque su hermana les compartiera
un poco de la libertad que sintió esos días. Pero María estaba exhausta, su
cuerpo estaba muy cansado y más que eso, tenía la mente nublada por el dolor
que ocasiona un corazón roto. Quería que su tristeza fuera suya y de nadie más.
No quería compartir sus recuerdos con Bernardo con nadie para evitar que se
desgastaran y desaparecieran. Así que se limitó a invitarlas al día siguiente a
lavar al río y les prometió que ahí les contaría todo.
Pero el viernes Rebeca no se levantó de la cama, tenía dolores de mujer y Beatriz tenía que ayudarle a su mamá a arreglar la casa, así que María fue sola al río. Tenía que lavar toda su ropa para guardarla en el veliz que se llevaría a la casa de Nepomuceno y caminaba sobre la tierra suelta y caliente que le ensuciaba los zapatos mientras pensaba en eso y se imaginaba la casa de Nepomuceno. Se imaginaba la sala, la cocina, el cuarto, la cama y las sábanas; un sabor amargo le llenó la boca. Al llegar al río vio que había mucha gente y no quería ser objeto de miradas y cuchicheos indiscretos, así que caminó cuesta arriba hasta que por fin se encontró sola.
Fue sacando prenda a prenda del
canasto y escucho pisadas, pensó que eran los peones que andaban cortando
guayabas en las huertas y se despreocupó. Le entró la nostalgia y se puso a
pensar en lo mucho que iba a extrañar a sus hermanos y a sus papás. Era claro
que los seguiría viendo, pero ya no sería igual, ya no iba a poder pasar
navidad con ellos, ni podría ir a paseos con sus tíos, mucho menos bañarse con
sus primos en los arroyos. Ya había renunciado a Bernardo, pero iba a ser más
difícil renunciar a su familia y a su juventud.
De nuevo escuchó pisadas, esta
vez más cerca. Al parecer era un caballo, pero cesaron repentinamente, volvió a
pensar en los peones y las guayabas, o tal vez eran hombres que estaban
tomando, tal vez eran una mujer y un hombre haciendo cosas prohibidas, tal vez
era Nepomuceno cuidándola. Tal vez era alguien que la quería lastimar. Dios,
líbrame del mal, pensó María.
Se giró rápidamente y un golpe en
la cabeza le hizo perder el conocimiento. María no sintió cuando le vendaron
los ojos. Tampoco sintió cuando la amordazaron ni tampoco cuando la amarraron
de manos y pies y la aventaron sobre un caballo que comenzó a
galopar como si la vida le fuera en ello. Y es que así era. El jinete y el
caballo se estaban jugando la vida.
El primer sentido que recuperó María fue el del oído. Intentó moverse y escuchó a alguien decirle que se tranquilizara, que le perdonara pero que era la única manera, que le prometía que todo estaría bien. Luego recuperó el sentido del olfato. El olor a madera, cuero y flores le inundó la nariz.