En cuanto sonaba el timbre de la primaria para salir al recreo, uno de mis compañeros corría a toda velocidad a la puerta del salón sosteniendo un balón de fútbol con ambas manos, y apenas estando fuera del aula, con una patada lo dirigía a la explanada central de la primaria para apartarla como nuestra cancha. Éramos un grupo por grado, por lo que en ocasiones improvisábamos canchas en cualquier rincón del patio con dos piedras como portería de extremo a extremo. Hacíamos los equipos rápido, los dos mejores jugadores del salón eran capitanes y escogían al resto. Mientras, las niñas y cualquier otro niño que no gustara de jugar fútbol tenían que encontrar otros espacios y actividades para la media hora de descanso.
Nosotros los Fifas
FIFA es un videojuego de entrega anual de la desarrolladora Electronic Arts, y se define como un emulador de fútbol soccer, avalado por el organismo internacional y corrupto homónimo que lo rige. Cabe mencionar que entre una entrega y otra suele haber pocos cambios, salvo algunos detalles técnicos y de actualización de los jugadores disponibles.
Por su parte, el término “El Fifas” se popularizó durante los últimos meses en redes sociales, utilizado para hacer referencia generalmente a los hombres cisgénero y heterosexuales, que desprecian las iniciativas de prácticamente cualquier movimiento social, como el feminista y el LGBTQ, desde la desinformación, que al mismo tiempo suelen ser los mayores consumidores del videojuego.
Tal como el patio de la primaria se abría a nuestra disposición, los varones cis-heterosexuales desarrollamos una experiencia social centrada en nosotros, y de manera voluntaria o no, terminamos reproduciendo actitudes egoístas.
Nosotros, los Fifas, seguimos y añoramos el rol de protector y protagonista que nos inculcaron, centralizando la oportunidad de expresarnos sobre cualquier tema; debido a que somos educados bajo el dicho “Al que no habla Dios no lo oye”, respondemos a preguntas que nunca nos fueron hechas. A los Fifas nos gusta hacer podcast donde criticamos lo mucho que el mundo se está yendo al carajo, o lo ridículo que nos parecen los cambios de roles en la sociedad. Y los Fifas no solamente nos expresamos sobre temas que no nos corresponden, también ignoramos otras voces, decimos tomar perspectivas de otras personas, pero no lo hacemos de manera crítica hacia nosotros y nuestro actuar.
Los Fifas defendemos nuestra masculinidad y los privilegios que nos da desde donde nos alcanza, ya sea resguardando el poder de decidir, o negándoselo a otros. Los Fifas tenemos miedo, mucho miedo de fracasar en ser los grandes hombres materialistas que la cultura nos ha creado como expectativas, y miedo a dejar de estar en el centro del patio jugando futbol. Gracias a esto, desarrollamos instintos de supervivencia, buscamos excusas debajo de cualquier piedra. Para un caso de violencia de género, un feminicidio o cualquier clase de violencia patriarcal podemos sacarnos de la manga una revictimización, una retórica de salvación, o el típico “no todos somos iguales”, porque el yo individual siempre parece más moral que el colectivo, pero se nos olvida que el primero nutre al segundo, por lo que, por más deconstruidos que digamos ser, todos somos y hemos sido El Fifas.
El fracaso compartido
Así como la entrega anual del videojuego es poco ambiciosa en cambios, los Fifas poco hemos aprendido. Año con año nos repetimos y esperamos mantenernos vigentes por mera costumbre en un mundo en el que cada día el sujeto de masculinidad tradicional es más evidenciado como el ser violento y fuera de lugar que siempre ha sido.
Además de las excusas para evadir nuestra responsabilidad, los Fifas nos apegamos a una caduca posición de “pensamiento lógico” que no distingue entre los colores que existen en el mundo, y busca conservar roles sociales establecidos. Es normal vernos en debates para hablar de lo mucho que sabemos sobre la vida de las demás personas y cómo deben conducirse, y lo mucho que le conviene a todos, desde nuestra sesgada perspectiva, conservar el sistema patriarcal.
Los Fifas tememos perder el patio de recreo, nos cuesta compartir con la diversidad que nos rodea, incluso nos cuesta aceptar la diversidad que ocultamos dentro nuestro, nuestras propias emociones y debilidades, nos cuesta aceptar que no somos los protagonistas, ni los dueños del espacio y tiempo.
Los Fifas tenemos que callarnos cuando no han apelado a nosotros, o se toca un tema que ignoramos, o una práctica social que no hemos habitado. Debemos reflexionar de forma crítica sobre nosotros, y no solamente de manera individual sino colectiva, como seres masculinos con la obligación de desaprender las prácticas y costumbres violentas con las que fuimos educados y que hemos reproducido. Desde el privilegio y el egoísmo hemos formado una deuda que solo saldaremos escuchando, leyendo y consumiendo productos de diversas fuentes y puntos de vista, abrirnos a pensar en nuestra práctica de acaparar el patio de recreo como una opresión a los demás, debemos reconocernos como actores que perpetúan la violencia a su alrededor, y validar cualquier voz, no porque los demás necesiten de nosotros, sino porque nosotros necesitamos de la sociedad dinámica que vivimos, y por nuestra propia integridad, como una oportunidad para pasar de seres violentos y violentados, a individuos empáticos.
Pero ese es un camino que nos cuesta adoptar por todos los temores y debilidades sin reconocer. Y eso nos conduce a nuestro gran fracaso: creemos ganar en aspectos materiales y superficiales al seguir un rol establecido cientos de años antes de nuestro nacimiento, creemos que ser dueños del patio nos dará satisfacción y es lo que el mundo quiere, pero estancamos nuestro propio desarrollo emocional y empático, así como perdemos la oportunidad de relacionarnos de manera sana con las personas que nos rodean.
Y si de algo somos dueños los Fifas, es de este fracaso.
Alan Román Méndez, nacido en Mexicali, Baja California. Licenciado en Docencia de la Lengua y Literatura. Sus textos han sido publicados por las revistas El Septentrión, Cinosargo y Tierra Adentro. Dejo de escribir poesía, pero nunca va a dejar de bufar.