Los
manierismos, los pensamientos felices y repetitivos, aunados a una súbita
transición de personalidad sosegada y taciturna a una alegre y rebosante,
fueron de mi interés y el de sus cercanos. Como amigo suyo, sospeché que eso
era un cambio extraño y, sin su consentimiento, comencé a ver qué era lo que
pasaba ya que, nunca me brindó en sí una explicación o cuando apenas tocaba el
tema, lo cortaba abruptamente. Una tarde de viernes mientras arreglábamos su
coche, me di cuenta de una marca larga y profunda en su pierna, parecida a una
quemadura reciente. Al preguntar, musitó molesto.
Entonces,
comencé a verlo salir por las mañanas, agitado, entrando al granero y saliendo
con un balde metálico que depositaba en el interior de la cajuela de su
camioneta. En las tardes, asistía a la parte más alejada del lago y con el
balde en mano, registraba el fangoso suelo, en búsqueda de pescados muertos. No
entendía su obsesión con ese alimento pútrido y poco nutritivo que se repetía
al menos cinco veces por semana… Nunca lo entendí hasta hoy, hoy que estoy
sudando frío mientras veo a aquel calamar medio moribundo. Su apariencia me
repugna, pues de cada tentáculo salen alas como las de un cuervo, negras como
carbón. De los lugares donde deberían estar las ventosas, miles de picos de
pájaro se asoman. El ser parecía sufrir mientras se aferraba con sus tentáculos
al brazo de mi amigo postrado en el suelo, consolándolo, por la herida de mi
escopeta.
-¡Aun
así sufres por él, después de que sólo te uso para sobrevivir! –grite,
despabilándolo.
Él
sólo respondió con una melancólica sonrisa: él… era el único que no me hacía
sentir solo.
Y
dos tentáculos salieron de su pierna.