Todos los bichos del mundo
Por Jorge Orlando Correa
Pedro observa a la araña y la araña observa a Pedro; el par de ojos fijos ante lo que parece ser un conjunto de gotitas amontonadas. Con la mayor quietud que puede, Pedro extiende el brazo izquierdo y su dedo índice con la intención de tocar. Se encuentra en una de las esquinas del cuarto de sus padres, frente al escenario de lo que para él ha sido el espectáculo de la semana: un moscardón violáceo, cada día más cubierto de seda y ya sin dar señales de un próximo aleteo. Un par de gritos lo desconcentran; parpadea, contiene la respiración.
Sus padres, con insultos, lanzan preguntas hacia un
José fuera de sí, sentado en una silla de plástico de Coca-Cola, con la cabeza
recostada sobre el respaldo; la vista hacia al techo, ambos brazos inertes
pendiendo a sus costados y una herida, en el centro de su cráneo, de la que
manan los chorros de sangre que humedecen el cuello de su playera.
El padre descuelga su sombrero de un clavo en el
centro de la puerta y dice que ahora viene, que no tarda. Sus pasos son alargados
y recios, como si intentara enterrar la suela de sus botas con el siguiente. A
la madre se le enrojecen las mejillas y comienza a decir cosas al aire sobre el
alcoholismo, ahorrar dinero y ser un hombre de bien, Pedro, tú no vayas a ser como tu hermano, ve como está; es una
vergüenza, pero esas son las pendejadas que se aprenden en la calle. Y José,
noqueado aún, no puede decir nada al respecto. Pedro arruga la nariz y traga
saliva; conoce a su padre y la forma en la que camina lo hace pensar que algo
malo está a punto de suceder Sí, mamá, contesta.
*
Después de asentar un trozo de gis sobre la rendija
metálica del pizarrón, la maestra dijo, si
tienen dudas, pregunten. Pedro y Cristina alzaban la vista, entrecerraban
los ojos y volvían la mirada a sus cuadernos. La tarea consistía en hacer un
equipo en binas y recolectar la mayor cantidad de insectos posibles, clavarlos
con alfileres o tachuelas en un pliego de papel cascarón, escribir sus nombres
debajo de ellos, explicar a qué clase pertenecen, las partes que los componen y
de qué se alimentan. Toda la información,
contestó la maestra, después de que una alumna alzara su mano para preguntar, la encuentran en las planillas que venden en
Estela, volteando a ver a Cristina, porque esa era su casa y el negocio de
sus padres.
Sonó el
timbre que indicaba la hora del descanso.
Pedro y
Cristina buscaron una sombra debajo de las anaranjadas hojas del almendro del
patio. Compartieron sus desayunos y ambos bebieron del mismo popote del
refresco embolsado de Pedro. Los demás niños del grupo pasaron frente a ellos.
Uno hizo una broma, refiriéndose a Pedro y a Cristina como novios y todos se
soltaron en carcajadas.
Solos,
Cristina apretó una de las manos de Pedro, como diciéndole, no importa, no
hagas caso. Pedro la vio con una sonrisa contenida que Cristina pudo leer perfectamente;
era como si Pedro le hubiera dicho, está bien, no te preocupes, no me ha
afectado.
*
El padre vuelve a la casa con Bárbara, que lo primero que
hace es negar con la cabeza al ver el estado de José. Otra vez, lo mismo de siempre, dice la madre, con la intención de
que la doctora también se moleste con su hijo. Esto va a necesitar al menos diez puntadas, responde, mientras
termina de meter su mano derecha en una de las mangas de su bata. También pide
un recipiente con jabón y agua revueltos. Coloca su cuadrado y metálico maletín
sobre la mesa, lo abre y de él saca la aguja con forma de anzuelo y el rollo de
hilo que utilizará para hacer la costura. Frente a esta escena, el padre cierra
un puño y con él se tapa la boca, su respiración aumenta, camina en círculos.
*
Pedro y Cristina volvieron a sus casas tomándose de las
manos. En el camino quedaron de verse a las tres de la tarde en la esquina del
campo, después de la comida. Del sitio acordado caminarían hasta las afueras
del pueblo, para internarse en una brecha arbolada que conocían muy bien y que
daba con una de las venas de Río Hondo; el espacio de pasto abierto en donde
muchas veces antes han nadado y en el que han visto bichos de todos los
colores.
*
Pedro sigue a su padre con la mirada, lo ve entrar al
cuarto y casi sacar de su sitio al único cajón del pequeño mueble junto a la
cama. El traqueteo de la madera y los movimientos bruscos hacen que Pedro sienta
un nudo en el estómago. Y el nudo aprieta porque el padre ha encontrado su revolver;
infla el pecho y acomoda el arma entre su estómago y el pantalón. Sube al coche, le dice a Pedro, antes de
tronarse los huesos del cuello con un movimiento circular.
*
Los moscos zumbaban cerca de sus orejas, ellos
reaccionaban con rápidas negaciones. El crujir de hojas secas, el trinar de
grillos, al frente, a sus costados y espaldas, fueron los sonidos constantes
durante todo el trayecto. Pedro sostenía una cubeta con ambas manos, Cristina
picoteaba el camino con una rama, asegurándose que, al siguiente paso, no
estaría una serpiente a punto de desplegar sus colmillos contra ella o Pedro. El
borbotear del agua fue la señal de que estaban cerca.
*
El padre sostiene el volante con los brazos estirados;
sus manos se enrojecen por la presión con la que aprieta. Pedro va mordiéndose
los cachetes por dentro de la boca, lastimándose, pero sin sentirlo; una
sensación similar al entumecimiento lo recorre de pies a cabeza. Tampoco se
fija en la manera que, con pequeños movimientos de arriba abajo, sus pies
tiemblan. El motor del Tsuru ruge cada vez que doblan para tomar una nueva
calle. Las ruedas pasan sobre zanjas y desniveles que hacen saltar y
desbalancearse al coche. Pedro tiene que apoyar sus manos contra la guantera. Quiero que me escuches muy bien, dice el
padre, sin quitar la vista del camino. Entonces comienza con un sermón sobre el
respeto. Le dice a Pedro que nunca en la vida permita que alguien se sobrepase
con él, que perder una pelea es vergonzoso y humillante, es preferible que lloren en casa ajena que en la tuya, grábatelo muy
bien. Frenan de golpe, el carro se tambalea y don Martiliano le dice a su
hijo que baje, porque va aprender una gran lección.
Caminan entre carcajadas, humo de cigarro y el
tintineo de botellas ronzándose entre sí. El cantinero le dice a don Martiliano
que ese no es un lugar para niños. Don Martiliano saca el arma, jala al
cantinero del cuello de la camisa y le estampa el cañón en la frente.
*
Cristina arrancó un trozo de corteza. Nada. Probó con uno
más grande y debajo de este, zigzagueaba un ciempiés de escamas rojas sobre
aquella madera suave y húmeda. Levantaron rocas, buscaron entre arbustos y se
tumbaron sobre el pasto para encontrar más insectos. En menos de una hora capturaron
suficientes para realizar su tarea. Escarabajos de armadura tornasol. Grillos.
Hormigones rojos. Mantis religiosas. Bichos palo. Cucarachones de tierra.
Libélulas verdes. Cigarras.
*
De nuevo en el coche, se dirigen a la terminal de
autobuses. El cantinero, luego de orinarse en los pantalones y suplicar, con una
voz temblorosa y atragantada, no dispare,
por favor, don Martiliano, confesó que las personas que golpearon a José fueron
un par de soldados de un cuartel establecido en otro pueblo, y que en ese justo
instante deberían estar a punto de huir.
*
Pedro enterró un alfiler en el tórax de una mariposa de
alas azules y Cristina hizo lo propio, con las patas de un grillo. Tan
entretenidos realizaban aquellas pequeñas crucifixiones, que no se dieron
cuenta de lo que ocurría a su alrededor.
La señora Margarita acomodaba en cajas de madera
para frutas los platos y vasos de la cocina, el señor Roberto hacía lo mismo,
pero con la ropa de los cajones. Todo el material de la papelería yacía en
bolsas jumbo. Esa tarde, don Roberto recibió una llamada que había esperado durante
medio año. Su hermano consiguió trabajo en unas oficinas de administración
pública para él y para su esposa. Se irían a la ciudad al día siguiente a
primera hora.
Ahí
viviremos mejor, le diría su padre a Cristina, cuando dejaran atrás a las
últimas casas del pueblo. Ella, con la frente apoyada contra la ventana de la
estaquita, sentiría el mismo nudo en el estómago que Pedro ante la mirada de
don Martiliano.
Bastó una hora para que en el papel cascarón estuvieran
postrados todos los insectos que
consideraron útiles e interesantes. Se pusieron de acuerdo sobre qué bicho le
tocaba explicar a cada quien. La manera en la que el caparazón del escarabajo
toro crujía al ser perforado les causó estremecimiento. Jugaron piedra, papel o
tijeras, para decidir quién expondría a este último. Cristina resultó ganadora.
*
Los dos sujetos llevan el cabello corto, casi al ras de
cráneo. Don Martiliano se baja del coche apuntándolos con el arma; insulta y
amenaza de muerte. Una parte del grupo de personas que hacen fila para la
siguiente combi, se esconde a un costado de la misma. Otras caminan hacia atrás,
como intentando permanecer lejos y no tener nada que ver con lo que ocurre. El administrador,
un señor de bigote negro, con una cangurera abrochada a la cintura, se para a
un costado de don Martiliano y le dice que se calme, porque hay señoras y niños
presentes. Pedro observa cómo su papá, con los ojos inyectados de sangre, voltea a ver al administrador el tiempo
suficiente como para que el par de soldados lo embistan. El arma vuela y cae a
los pies de Pedro. Don Martiliano recibe puñetazos en el rostro y patadas en
sus costillas, pero insulta, reta y maldice. Pedro se agacha y toma el arma, la
sostiene con sus dos manos; le pesa lo que una sandía, pero en las dimensiones
de un mango. Dispara, exige el padre,
mientras forcejea y es cundido a golpes; que dispare y que no sea un maricón,
que por una vez en su vida, sea un hombre. Pedro deja caer el arma entre sus
temblorosos pies, cierra los ojos y se da la media vuelta. Escucha quejidos e
insultos, el rumor de comentarios y ahora la voz de su padre que hace eco en su
cabeza:
dispara
dispara
dispara
dispara
Pedro se echa a correr.
*
La maestra anunció el turno del equipo número cuatro.
Pedro miró hacia la puerta. La maestra lo llamó en un tono de voz más alto.
Entonces Pedro se puso de pie y salió del salón. Luego salió de la escuela. En
medio de la calle empedrada, volteó a ver a su izquierda y a su derecha. El
vaho de la temperatura formaba un espectro tembloroso hacia el final de sus
costados, en el horizonte.
*
Corre con todas sus fuerza, con las zancadas más rápidas
y amplias que puede, entre ladridos y correteadas de perros. Cierra los puños y
acelera el paso. Pedro corre y lo hace a una velocidad a la que nunca ha llegado.
Deja atrás el campo de fútbol, las oficinas municipales, la papelería ahora
cerrada, su misma casa, deja atrás la escuela, la cantina El Barril y de pronto
se ve corriendo con los ojos cerrados; las lágrimas resbalan por sus mejillas y
el aire las seca. Corre y se interna en la brecha arbolada a las afueras del
pueblo. Corre y pisotea las hojas secas y da algunos manotazos por los moscos
que le zumban al oído, hasta que comienza a escuchar el borboteo del agua. Entonces deja de correr; trota, cada vez un poco más lento, cada vez con menos fuerza,
hasta que camina, con la playera empapada de sudor, el cuerpo palpitante.
Siente que su pecho que se infla
y desinfla sin que pueda controlarlo. Con una mano se sostiene del árbol al que
Cristina arrancó trozos de corteza. Recuerda sus palabras: parece que aquí están todos los bichos del mundo. Sonríe, por un
instante, pero pronto esa sonrisa desaparece al imaginar a su padre quitándose
la faja del pantalón. Se deja caer sobre el pasto. Cierra los ojos. El cítrico
aroma a humedad, la brisa, el chillido de aves y el trinar de grillos terminan
por adormecerlo. El sol comienza a
meterse y las sombras a cubrir todo tronco, pasto y arboladura. Lucecitas amarillas, verdes y
rojas aparecen y desaparecen en esta oscuridad en aumento; una se apaga y dos
nuevas nacen; se multiplican por dos, por tres, por cuatro, hasta que son
decenas las luciérnagas que vuelan alrededor de Pedro dormido.