Por Gema Mateo
Caminé de manera pausada hasta la puerta, como suele ser costumbre por las mañanas; a pesar de que logré desayunar había un vacío en mi estómago que no lograba explicar.
La calle me recibió inmensa, solitaria, pero con la melodía de algunas aves que intenté buscar sin éxito en las copas de los árboles. Estaba el azul abierto de compañero, esperé encontrar a la señora Juanita, quien se coloca de manera estratégica afuera de la tienda para vender sus deliciosos tamales de dulce, mole y rajas. Pero no la vi, tampoco al señor repartidor de gas que conduce justo a esa hora su vehículo, ni a los infantes que van de la mano con sus padres hacia el colegio.
Aquello era un cuadro marchito, una afonía que no alcanzaba a pronunciar su rescate; llegué hasta el inicio del metro y nuevamente me recibía el vacío. De repente, haber deseado que por un día todas las personas desaparecieran no era buena idea. Es que no dejaban de contaminar, no se detenían a admirar la marea invisible que traza el viento cuando mueve las flores de las jacarandas.
Al no haber persona alguna decidí caminar para llegar a mi destino, después de todo nadie me iba a mirar con desagrado por la forma en que vestía, cierta liberación se instaló en mi mente, no tenía por qué sentirme mal; seguro aprenderían después de esta lección, cuando por la noche volviera a desear que regresaran.
Me detuve en frío cuando pensé en mi madre, ¿acaso también se habría eclipsado en esta dimensión? Saqué el celular de inmediato y la llamé, pero no había señal, miré alrededor y ahí estaba, el silencio acosador, la nada que me envolvía en un mundo de cosas materiales que ya no tenían sentido.
Corrí con desespero hacia la casa de mi familia, la entrada abierta, como si la última persona no hubiera logrado cerrar la puerta, adentro sólo encontré ecos, crujidos de madera y el ruido de la vieja plomería. Quise dormir, grité en voz alta que ellos regresaran, pero no lo conseguí.
Así transcurrió la tarde muda, el rayo de luz color naranja que reposaba en mi piel pero que no llegaba a mi corazón agitado y frío. Había sido mi desesperación la que desvaneció toda la población, ella y yo nos habíamos quedado al final, sin poder reconstruir con paciencia todo lo que no funcionaba.