La Gúera Almada
Por Alan Román
Puedo empezar diciéndote que jamás lo
había visto sonreír tanto. Ni siquiera cuando le dije que creía que estaba
embarazada. “Se va a llamar Juan, como mi padre”. Siempre pensé que era
gracioso que no dijera que como él, Juan, también. Pero esa sonrisa de sentirse
seguro de lo que uno hace fue algo que envidio hasta hoy.
Era una caja
bastante grande para sus manos, pequeñas para su estatura. Envuelta en papel
blanco y rojo. Mis regalos de cumpleaños siempre están envueltos con temática
navideña por las fechas. Sabía que me había comprado algo costoso, hace semanas
que no salíamos a comer. Me dijo que qué bueno que no estaban mis padres, me la
acercó lentamente con esa maldita sonrisa, como si me fuera a dar la solución
para mi vida entera. Recuerdo que cuando lo terminé me dijo, “por lo menos te
protegí, y te di lo mejor que tuve para ti”.
“¿Alguna
vez en tu vida has dejado de tener siete años?” Lo pronuncié lentamente en mi
cabeza, quizá hasta moví lengua dentro de mi boca produciendo los sonidos
exactos para que él entendiera mis palabras, pero no lo lancé al aire, no
quise, no sabía que reacción tendría, pero sabía que no valdría la pena.
Abrí
la caja y en medio, sin ninguna clase de recubrimiento, lucía una pistola. Una
automática nueve milímetros, me diría después. Era negra en su totalidad, como
las que salían en las películas de los hermanos Almada, no las que usaban
ellos, sino los malos, los que morían a los tres pasos. Agárrala, me dijo
mientras sostenía la caja. Yo sólo pensé en el momento en que por primera vez
toqué su pene, no tienes idea de cómo hacerlo, y sabes que te vas a equivocar,
y ahí ese cabrón con una sonrisota. Estaba fría, y la levanté con mi mano
derecha apuntando directo al suelo, en cuanto la saqué de la caja lo volteé a
ver, para que me la quitara de encima. Después de reírse de mí, la agarró con
fuerza, te digo que sonreía como un niño.
Me dijo que me
enseñaría a darle a latas de cerveza, a pájaros volando. Que ojalá no tuviera
que usarla nunca. “¿Y para qué me la regalas entonces?”
Porque, en
realidad, deseaba que la usara, deseaba que cualquier cosa nos forzará a
lanzarnos a la fuga y disparar, como en las canciones o en las series
de narcos que se la pasaba viendo. Pero era algo que no haríamos ni en mi
trabajo en oficinas ni en el suyo en recaudación de rentas. Quería que
estuviéramos en situaciones riesgosas, de vida o muerte, de disparas luego
preguntas.
***
Ni
siquiera he llegado a cargarla. Aunque cuando me molesto con mi jefe, que una
de mis hermanas le dice a mi madre que no la quiere volver a ver, o que un
contribuyente se quiere pasar de listo, pienso en que quizá la pistola sirva de
algo. Pero luego recuerdo que esta toda fea, y encima con los rayos que traigo
en el cabello me van a terminar diciendo La
Güera Almada o una cosa así. Pero ni para eso alcanza. Puras vergüenzas con
ese güey. Hay cosas que no se resuelven a balazos. Espero que él lo haya
aprendido.
Por
eso está a mi nombre, pero está nuevecita. 'Tonces ¿en cuánto quedamos?
El autor: Alan
Román Méndez, nacido en Mexicali, Baja California en 1998. Actualmente estudia
en la Licenciatura en Docencia de la Lengua y la Literatura en la UABC. Realizó
una estancia de investigación en la Universidad de Guanajuato. Ha cursado
talleres de creación literaria y relato corto en la UABC, Casa de la Cultura,
CEART Mexicali, IIC-Museo UABC y HarvardX. Sus textos han sido publicados por
las revistas El Septentrión, Cinosargo y Tierra Adentro.
En 2018 publicó el poemario Testigos del fuego con la editorial Pinos
Alados.