A partir de
la poca información certera con la que cuento, puedo decirles que ‘Peace piece’ (Pp como más adelante la nombraré) del pianista y compositor de jazz
Bill Evans, fue grabada hacia 1958 en el “Reeves Sound Studios” en Nueva York.
Es una de las improvisaciones jazzísticas mejor logradas en la historia de este
género; forma parte del segundo álbum de Evans, titulado ‘Everybody Digs Bill
Evans’, y hasta la fecha, ha formado parte de soundtracks de películas y puestas de ballet –entre otras cosas-,
además de tener dedicados un par de poemas en inglés y francés respectivamente.
No pretendo
en estas líneas hacer un recorrido biográfico, mucho menos histórico, pues de historia de la música y en
específico de Jazz, hay una complejidad de variables alrededor, que superan (y
superarán siempre) mi pequeño dominio monográfico. Más bien, anhelo que ustedes, queridos lectores, se den el tiempo
de escuchar ‘Peace piece’ y con ello,
dejarse envolver por el ambiente que es capaz de crear, a quien le abre sus
puertas. Bien podríamos afirmar que
el sonido que evoca el piano, es el de la sonrisa del silencio, una sonrisa que
muestra los dientes blancos, sonrisa franca, que no sabemos si es tristeza o
alegría, sonrisa que en el caso de Evans, es también lágrima silenciosa, saudade por lo que fue, por lo que
ocurre, por lo que podría ser y no será. Es el grito que no evoca
desesperación, más bien, una lentitud y al mismo tiempo fluidez como la de un
día entero, con su ciclo interminable de despertares y estrellas; una envoltura
de pliegues a los que uno no se cansa de agotar.
La nostalgia que evoca Pp, puede hacernos creer que nos lleva irremediablemente a un lugar común, pero que, como debida introspección que no abandona al entorno, es su propia zona fronteriza, entre lo cotidiano que está al alcance de cualquiera y el sentimiento único e irresoluto del yo, que nos aleja justamente de los lugares comunes, que vuelven –para nosotros- una piedra en vértigo, una nube en personal forma.
Así, en esta
pieza, podríamos estar caminando en solitario a través de la lluvia, de las avenidas
transitadas, ante la andanada de gente, sobre baldosas sin pavimentar o en
medio de un callejón lleno de basura, y nuestros pasos tomarían la pausa justa,
pondrían el paréntesis necesario para pensar, que lo que sentimos en ese
preciso instante, anula cualquier perversión o desperfecto. La ingenuidad cobra
un sentido estético: ilumina, se vuelve mito temporal en nuestras entrañas, se
sobrepone a cualquier sesgo interno; no es la adopción de formas que nos
llevarán al desastre, la atmósfera no contiene maldad o bondad alguna, escapa
de cualquier dicotomía posible, «Es» y ya, al menos durante seis minutos. Nos
hace pensar que en verdad, estamos suspendidos e imperturbables, en tregua con
nuestra realidad, la ingenuidad en este lapso, es quizá, condición necesaria
para abrirnos camino a un tiempo, que parece anestesiado cada que se activa el
piano de Evans.
En este
mismo sentido, cuando uno escucha Pp, resulta
inevitable pensar en cómo el silencio se dibuja al agotar el eco del teclado,
creando una geometría inconclusa, permitiendo que nuestros sentidos tracen –por
una fracción de segundo- esas nuevas líneas. La melodía al comenzar, bien puede
parecer un infante que se asoma a una habitación inmensa, cuyas piernas van tomando
confianza a cada paso que acumulan, acelerando el andar, y retrayéndose ante el
entorno desconocido. También podría ser, una persona mayor, que se acerca a su
propio fin. Podríamos imaginarlo así: la persona lenta, suave, al borde del
letargo, abriendo los párpados arrugados, sus ojos emitiendo un brillo
involuntario, gracias a los rayos del sol, suspirando mientras sabe que ese aire
matinal, se escapará cuando llegue el momento.
Pp, tiene la virtud de ser resignación, viaje, recuerdo:
la melodía nos obliga a romper el esquema de ese tiempo lineal que nos han inculcado.
Recorremos por igual los cuartos de algún pasado
remoto, al que solo vemos por las escotillas, como olas bravías y paisajes
lejanos. Lo mismo en tiempo presente, donde la melodía es una niebla que se desdibuja.
Conforme avanza no angustia, no perturba, nunca la alcanzamos a tocar, solo –si
acaso- una efímera claridad al acercarnos. Derivado de lo anterior, el futuro,
se vislumbra bajo el hechizo de Evans, como un lento descenso en cualquier
dirección, una profecía auto cumplida. Quizá sabemos nuestro destino, quizá no.
Lo único certero, es la melodía que acompaña nuestros pasos y nos hace vivir
los tres tiempos en uno.
Al escuchar la ejecución, y tras varias reflexiones, resulta inevitable pensar que somos un poco como Pp: la mano izquierda se mantiene tocando los acordes más armónicos, pausados, en tanto la derecha, serpentea; es la risotada de una niña, que contagia en medio de la solemnidad. Esta pieza resulta, tal como nuestra existencia, la posibilidad de la armonía, de Ser y fluir a partir de la contradicción.
Finalmente, tras escuchar Pp, podemos darnos cuenta, que hemos sido seres con la cabeza descubierta, disfrutando de una lluvia que no hemos deseado, más por falta de imaginación, que de rechazo. Seres que esperamos la prolongación de la pieza más allá de su propio cerco de seis minutos. Así, no queda más remedio, que ponerla en modo de repetición, cuantas veces sea necesario hasta que, –a pesar del ostinato-, seamos como Sísifo, pero reivindicados, sin prisión, sin garras, solo nosotros, la calma y esa inmensidad.
El autor: Juchitán/Mérida/Puebla (1988) Autor de la novela ‘Vístete para ser verdad’. Co-autor de la antología de cuentos ‘La Ciudad de los ahorcados’. Ha colaborado con relatos y poemas para la revista literaria Opción (ITAM), Gata que ladra (no.1-2) y Sputnik.