Letrinas | Por Mónica Castro Lara
Por las mañanas,
por las tardes y por las noches, la rutina es siempre la misma: cada que me
lavo los dientes, me coloco frente al espejo del baño, me agacho para sacar la
pasta dental que está dentro del mueble del lavabo y, ahí está... como esperándome.
Me la quedo mirando un rato antes de soplarle con todas mis fuerzas, lo que
hace que se esconda rápidamente debajo del mueble. Rutinaria ella y rutinaria
yo. Con ocho patas debió estar explorando el mundo entero, pero no. Algo de
seguro la orilló a permanecer en el baño de mi casa.
Pero desde ayer fue
todo distinto: no la vi en la mañana, ni en la tarde, ni en la noche. Comencé a
exasperarme al no poder verla. La busqué un rato y nada. Creí que teníamos todo
ya muy estudiado y ahora su ausencia forma parte de las múltiples cosas que no
puedo –y quisiera- controlar en mi vida.
Es de noche y
comienzo mi ya clásica rutina de lavarme los dientes. Siento un ligero
cosquilleo en el pulgar de mi pie izquierdo pero, lo ignoro. Estoy a punto de
escupir la espuma que emana de la pasta de dientes cuando el cosquilleo se
torna más bien en el que creí en ese instante, era dolor más agudo de toda mi pinche
vida. Trato de gritar pero me atraganto con la espuma; escupo todo lo que puedo
y sin dejar de toser, agacho la mirada solo para ver cómo la mitad de su cuerpo
está entre mi uña y la carne y, tras un segundo, penetra totalmente mi dedo con
rapidez y agilidad. Mi cuerpo entonces experimentó dolores y sensaciones
desconocidas, aunado a que la angustia, la taquicardia y la desesperación
estaban al tope. No me quedó más remedio que comenzar a arrancarme la uña; ese
sí fue el dolor más agudo de toda mi vida. Ya no quiero entrar en más detalles
pero, reconozco que cuando comencé a desgarrarme la piel del pie y después la
de la pierna entera, ya no estaba en mis cabales. No era yo. Estaba tan inmersa
en esta ‘curiosa’ situación que recuerdo muy, muy vagamente a mi familia
gritando, a los paramédicos, a la ambulancia y al hospital. Lo único que deseaba
era encontrarla y sacarla de mi cuerpo para continuar con nuestra rutina de “sopla
y esconde”, donde era yo la que tenía… digamos… cierto dominio sobre ella y no
al revés.
Tras varios días en
perfecto estado de sedación, desperté en casa con vendas y gasas en la parte
izquierda de mi cuerpo, lo que me impide constatar hasta dónde me arranqué la
piel. El dolor es insoportable, tremendamente insoportable. Comienzo a sentir un
cosquilleo pero esta vez, en el hombro. Volteo y veo una pequeña bola que se
mueve con algo de dificultad. Me la quedo viendo y decido soplarle con las
pocas fuerzas que tengo. Rápidamente se esconde detrás de mi hombro, donde no
puedo verla. ¡Ah! Mi hermosa rutina y yo, hemos vuelto a la normalidad.