Po Iliana Vargas
Cuando me puse a pensar sobre lo que quería escribir en
torno a la traducción, la primera idea que llegó a mi cabeza fue algo que
podría considerarse muy básico y de sentido común, pero que no solemos tomar en
cuenta, acaso porque responde a un impulso o un instinto de nuestra especie
animal: pasamos la mayor parte de la vida traduciendo e interpretando todo lo
que nos rodea para asimilarlo como nuestro, o por lo menos como parte de un
aprendizaje constante sobre lo que se supone que es nuestro rol en el mundo; traducimos
el mundo para involucrarnos en él. Por supuesto, ello implica cientos de
elementos, situaciones, aristas, configuraciones y estructuras de todo lo que
forma parte de la atmósfera en la que nos desarrollamos y es susceptible de ser
traducido, pero en el territorio de la literatura y el lenguaje, que es lo que
ahora nos interesa, me atrevería a decir que traducimos cuando sentimos que
aquello escrito en un idioma ajeno, pero familiarizado con el nuestro, nos está
diciendo algo que no comprendemos del todo. Justamente el no comprender, sino
el intuir que lo que se lee está conectado con algo que pertenece a nuestro
mundo, es lo que nos lleva a querer traducirlo. La maravilla está en que
ninguna traducción, incluso del mismo texto, será jamás idéntica a otra, porque
ahí es donde entra en juego todo un proceso de relación personal con la
palabra: su significado por sí misma, su significado en el contexto en el que
está siendo usada, y su significado en conjunto con el tono y la búsqueda
estética del texto al que pertenece. En ese momento es cuando comprendemos que
nunca se traduce una palabra de manera aislada; es imposible entender su lugar
en la geografía textual sin tomar en cuenta las coordenadas que constituye en
relación con las otras: las palabras son islas que forman archipiélagos para
comunicar aquello que de otra forma sólo es parte de un código irresoluble.
Traducir, entonces, se convierte en un proceso en el que adoptamos diversas identidades de nuestro espectro cultural y cuyos rasgos se trasladan al lenguaje literario.
Ahora bien, algo que siempre nos apuntala la cabeza durante
el proceso de traducción es la pregunta eterna, no sólo de quien traduce, sino
del lector potencial, y ya no digamos del investigador: ¿qué tanto se pierde
del original al trasladarlo al idioma en que se está traduciendo? Esta
incertidumbre es la que impulsa el trabajo primordial y más interesante que
asumimos al traducir: hay que comprender el texto en el lenguaje en que fue
escrito e interpretarlo, reinventarlo o recrearlo –en el sentido más literal de
la palabra- dándole forma en un lenguaje conocido donde no se pierda la riqueza
creativa y literaria; todo ello tomando en cuenta, además, la historia de vida
y el contexto histórico-social del autor traducido, pues el pensamiento y la
cosmogonía de las sociedades en las que se escribe un texto también inciden en
el proceso de resignificación de la palabra al momento de traducirla,
convirtiéndola así en un nuevo vocablo semántico, sonoro e ideográfico.
Sobre cada uno de estos y otros aspectos involucrados en el
proceso de la traducción literaria hablaremos dentro de Tiempo de Literatura,
del 24 al 26 de octubre en Mexicali, donde realizaremos jornadas dedicadas al
tema para dialogar con traductores como: Francisco Bustos, Vladimir Galindo,
Michal Salamon, Dulce María Rodríguez Díaz, Ramón García, Caragh Barry, Iliana
Hernández, Ezequiel Zaidenwerg, Juana Adcock, Petronella Zetterlund, Anthony
Seidman y quien esto escribe.