Durante el nuevo milenio ha habido una proliferación de los
productos audiovisuales relacionados con el género zombi (algunos críticos lo
denominan subgénero, pero esa es otra discusión), que ha incluido propuestas
sumamente comerciales (por ejemplo, “Resident Evil” o “Guerra Mundial Z”), cuyo
principal objetivo es entretener, así como creaciones con argumentos más
críticos o de denuncia social (“Juan de los muertos”, “28 días después” o la
serie televisiva “The walking dead”). Sin embargo, un elemento en común de
todas esas producciones es que los protagonistas constantemente huyen de los
“comecerebros”.
La cinta francesa titulada “La noche devoró al mundo” (ópera
prima de Dominique Rocher) rompe con esa constante, al centrar su atención
en la pasividad de un ser antisociable, cuyo nulo deseo por relacionarse con
los demás lo salvan de convertirse en un "muerto viviente"; una obra
que pone a la soledad como la verdadera enemiga a vencer.
Basada en la novela de Pit Agarmen, el filme en turno hace a un lado a las habituales persecuciones y los frenéticos cortes de edición, para erigirse como un cuidadoso ensayo sobre el aislamiento de las personas, en donde es muy tenue la línea que divide a la razón de la locura.
Así, la audiencia adepta a las películas de zombis se
encontrará con un tratamiento atípico del tema, con una concepción que
privilegia los silencios y los sutiles movimientos de cámara o los planos fijos
para transmitir su mensaje, el cual hace énfasis en la necesidad que tiene el
homo sapiens de mantenerse comunicado con alguien o con algo más.
En ese sentido, resulta un agasajo ver aquellas escenas en
donde el estelar sostiene una charla (¿o monólogo?) con un "muerto viviente"
atrapado en el ascensor del edificio en el que reside su expareja sentimental.
Por otro lado, “La noche devoró al mundo” es un alegato
sobre otro tipo de difuntos en vida, que se han autoexcluido de los pequeños
placeres de la existencia, por resentimiento o enojo hacia la sociedad. De este
modo, escuchar las grabaciones amateurs de un infante, tocar con intensidad una
batería o jugar paintball adquieren una relevancia sin parangón.
Ahora bien, las elipsis narrativas manejadas a lo largo de
la trama son dignas de aplaudirse, porque acentúan y profundizan el conflicto
interno del personaje central, así como la asfixiante atmósfera en la que este
se desenvuelve.
Y qué decir de la actuación de Anders Danielsen Lie, quien
interpreta convincentemente a ese hombre autorelegado de las masas, cuyo
carácter y personalidad van evolucionando notablemente durante el clímax de la
película. Su habilidad histriónica saca adelante aquellas secuencias simbólicas
en las que se reclama a sí mismo el haberse cerrado al cosmos, por haberse
convertido en otro tipo de zombi: el que se autocomió el alma, la "chispa
vital".
En resumen, “La noche devoró al mundo” se distingue por no ser la típica cinta de "muertos vivientes", pues va en contra de los parámetros establecidos por este género, mismo que se popularizó gracias a George A. Romero. Quizá no es apta para aquellos espectadores en búsqueda de álgidas escenas de acción llenas de gore, pero sí será agradable para los amantes del séptimo arte sustancioso y con buena narrativa.