Denisse Rodríguez
Salía todas las noches, no me fijaba en la hora. Esperaba a que el sol aterrizará en otro planeta que no fuera la tierra. Olvidaba la vieja banqueta y caminaba en medio de la tierra imaginaba que era arena con mis pies semidesnudos creyendo que el punto que me resguardaba, era un faro y que el malecón me esperaba. El olor de pescado abrazaba mis fosas nasales y el mar muerto asechaba mis poros. Deje los desechos en el tambo, me bañe del perfume de la basura. Y, en ese momento. Ya era yo, la nueva basura.
Cuando llegue a casa, mi familia creía que ya había cumplido lo de siempre ( la, la, la, la). Pero de la basura nadie se deshace. Por lo tanto yo sustituirá y seria la nueva basura. Porque nadie sabía que era lo que había visto esa noche, ni porque razón yo no solo olía a basura, sino también me sentía como ella.
El olor fétido del contendor le era ajeno y añejo. Les juro me resistí, pero al final caí y miré. Distinguí trozos de cuerpo humano. Yo creía que iba acompañado de mis alucinaciones del mar de todas de las noches. Pero ese mar sí estaba re-muerto. Fue más que onírico. Al día siguiente ocurrió lo mismo. Pero además de los trozos, había dedos. Pensé que le pertenecía al mismo cuerpo de ayer. Y, entonces desde aquel día no dejaron de aparecer los dedos. Siempre regresaba a casa, pero con un salmón bailando en mi cabeza, porque a eso, me olían ya todas las noches y el baile se lo debían a los dedos que derramaban sangre, buscando el nombre del culpable. Me preguntaba entonces si alguien sabía que salía a esas horas a dejar la basura. Y, sí “ese alguien” me jugaba chueco o me atormentaba de verdad, si era yo presa de ya de su paralelogramo formado de dedos. O simplemente si alguien más, era mi otra mente…
Todas mis noches, encontraba algún trozo humano. Pero nunca encontré alguna cabeza. Trozos, trozos, dedos, dedos. Nadie me creyó, yo conté en total treinta y dos dedos, ¿Dónde estaban los ocho dedos faltantes y las tres cabezas? Me hacía creer que la cuarta víctima aún seguía vivía, a faltas de los demás dedos.
Continuamente tenía el mismo sueño, en el que recorría el mismo camino de todas las noches. Ahí en el bote, donde mi mirada apuntaba en la azotea, y veía treinta y dos dedos colgados en los cables de la luz, como tendedero de mi patio. Y, cuando llegaba en la mera entrada de mi casa estaban las cabezas recostadas en la maceta, donde pendía de fuertes raíces, atadas de sus cabellos. Como un manojo de cabezas de ajos. Pero esas cabezas de ajos, no tenía ni un bonito put* ojo. Me despertaba al final el grito de pronto del cuarto tuerto que sentía que estaba en rito, antes de ser muerto, cuando yo atravesaba la puerta.
Al siguiente día, más tarde me rehusé a tirar la basura, mi mente insistía ir a la azotea de mi casa, subí. Y, ahí, encontré los ocho dedos que describieron en el suelo la palabra S A L M O N. Sentí miedo por primera vez. Porque la única persona que sabía del salmón bailando en mi cabeza. Era yo.
Ya en la prisión. Y, otra vez en la prisión de mi mente, escribí en los barrotes que solo se leía si pendías la cabeza como un pescado, treinta y dos y el porqué de mi acción. Que la verdad de mi nueva sensación de ser la nueva basura en la habitación del panteón de mi azotea, es decir mi cabeza. Dependía de esas cabezas cubiertas sin pena, que fingían que me veían ir al malecón, donde mi rutina pendía de sus vidas citadinas. Señalando al bote de basura con esos dedos que era yo la asesina y el próximo entierro a un forastero ciego.
Siete Nuevos Narradores
Editorial
Nos gusta tomar letras para formar palabras, aunque no despreciamos el agua, la leche, cerveza, güisqui o bebernos alguna que otra idea para ir alimentando nuestras historias.
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