Por Afonso Brevedades
Independiente
Los
latinoamericanos tenemos un arte muy bien entrenado, básicamente consiste en
ignorar –en no denunciar y actuar en consecuencia– que algo que está sucediendo
–algo que está por suceder– eventualmente afectará a más de uno. Se practica
soslayando el hecho perjudicial y considerando que en tanto a uno no le remueva
el peinado no hay nada de qué preocuparse. O sea, hacerse pendejo.
Las
dimensiones que alcanza este arte van desde las micropendejadas hasta las más
sonadas pendajadotas que se hicieron virales –algunos dirán “que fueron
noticia”–. A uno se le vierte la leche en el frigorífico y decide limpiarlo más
tarde, llegado ese momento sencillamente prolonga el acto aséptico para mañana,
y cuando es mañana se le puede ver de rodillas tallando desesperadamente,
intentando quitar la mancha pegajosa que deja el viscoso líquido blanco que ahora
se ha convertido en la simulación de un mapa con franjas de color café, con
archipiélagos que se resisten al ir y venir de la fibra enjabonada. A uno se le
asigna una secretaría cualquiera –la Secretaría de Hacienda y Crédito Público,
por ejemplo– y al final de su gestión alguien denuncia una estafa en la que se
desviaron millones de pesos y él dice que no se dio cuenta, que no se percató
de que los contratos y las subcontrataciones fueron convirtiendo en polvo
millones de pesos.
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Soy ese tipo
extranjero que corre alrededor del parque en un barrio periférico de Bogotá, ya
ha sumado más de una hora dándole vueltas a la pista –también le da vueltas a
unos párrafos que no terminan de convencerlo–, acelera el paso y con eso
también acelera el ritmo cardiaco, suda de la frente y una gota le cae en el
ojo izquierdo y se talla con la mano porque el ardor es insoportable, otra gota
alcanza a resbalar hasta la comisura de su labio y le viene el recuerdo del mar
salado. De pronto alcanza a escuchar un silbido, sale del pico simulado de un
chico en bicicleta, primero silba fuerte pero corto, luego más bajo pero el
sonido se prolonga un poco más, como cinco segundos. Entonces alguien se le
acerca y desenfunda su cartera para pagarle, el pájaro –jíbaro le llaman aquí,
será porque silva para vender drogas– saca de un canguro la mercancía y se lo
entrega sonriente. Los dos afirman con la cabeza. Lo ve el corredor, justo
pasaba a esa altura de la pista con el ojo izquierdo irritado y el sabor de mar
en la boca.
El corredor ya
lleva más de una hora, ha alcanzado la curva en el que mide el número de giros
que da. Se le hace curioso ver a una muchacha con carriola ahí sentada, muy
cerca de un canal que expide un olor a mierda –es que lo que trasporta es
mierda diluida en agua– y no se mueve, ahí se queda, vira a la izquierda, luego
a la diestra, alguno le sonríe, el corredor no lo hace, pero ella lo mira firmemente.
A la siguiente vuelta quita el velo que cubre a su bebé –quizá era una muñeca y
no una bebé de carne y hueso– y de un recoveco de la carriola extrae el
producto, ella es una mamá jíbara, vende drogas y más de uno le entrega un
billete.
Un pequeño dolor
ataca el muslo derecho del corredor –ese extranjero que sigue pensando en un
párrafo que dejó pendiente en su MacBook
Air–, recuerda que hace veinte años tuvo una lesión que casi le fragmentó
el músculo recto femoral. Por un momento piensa en detenerse, en cambio sigue
corriendo, baja el ritmo, recuerda que su entrenadora le recomendó no bajar el
ritmo en la fase final del entrenamiento, que justo ahí es donde se lleva a
cabo la mayor quema de calorías. Entonces el escritor que corre retoma el
ritmo. Justo cuando eso decide lo alcanza un fuerte olor a mariguana
–“marihuana” escriben otros–, quizá eso fue lo que le dio energía para continuar.
Mira el cronómetro y ya casi completa su objetivo del día –un día corre media
hora, al otro día descansa, al siguiente día corre una hora, después descansa,
y al siguiente una hora y media con un ritmo que su entrenadora le recomendó–,
calcula que lo completa en tres vueltas más. Ahora le arden los dos ojos y el
mar se le ha convertido en una ola gigante que acabará con todo el pueblo de su
lengua.
Ha completado
el entrenamiento del día –se siente cansado y un poco drogado–, las dos piernas
le están temblando, en un punto del muslo derecho se percibe un pequeño
abultamiento, lo soba con círculos pequeños, sabe que algo no anda bien ahí
adentro: se trata de un dolor agudo que hace un recorrido desde su rodilla
hasta el abdomen. Enfrente tiene un módulo de CAI –significa Comando de
Atención Inmediata– y dos oficiales con uniforme verde tienen la mirada clavada
en sus celulares, no se desmontan de sus motocicletas de alta velocidad. Se
supone que ellos están ahí para vigilar, entre otras cosas, que nadie venda
drogas, que no haya jíbaros rolando el producto entre los que hacen ejercicio y
los que ejercen el oficio de esnifar.
A unos doscientos
metros hay un chico que no va más allá de los veinte años y tiene entre sus
manos una bolsa llena de chemo, infla
y jala, infla y jala, el corredor lo ve y quiere detenerse para hablar con él,
para decirle que lo que hace no está bien, que, así como van las cosas, la vida
se le irá por ese canal. “¿Qué es esa basura?”, dice en voz alta y retorna su
concentración a los párrafos que dejó pendiente en la hoja blanca de mentiritas
de su ordenador.
En ese parque,
además de drogas, se vende jugo, “tinto” –café colombiano–, “raspas” –la versión huevona de raspados–; también hay papás que llevan
de paseo a sus hijos y ven lo que vio el corredor; hay chicos musculosos que a
torso desnudo se mesen en péndulo en unas barras horizontales y ven lo que el
corredor vio; hay otros corredores y hay comandos que asisten inmediatamente a
la sociedad de ahí enfrente: todos ellos se hicieron pendejos.
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También soy
ese profesor con morral de cuero que recibió como regalo de cumpleaños de parte
de su chica, recuerda que ella pagó un poco más de mil pesos por ese hermoso
ornato intelectual en plena una plaza de Coyoacán. Ese profesor ahora espera a
que el metro llegue, mientras tanto ve cómo una parejita salta los torniquetes para
no pagar cinco pesos por el servicio. Justo se hacen al lado del profesor,
también esperan el metro, ella le dice a ella –sí, ella le dice a ella– “chale,
ojalá no venga el pinche policía”. No llegó el policía. Una señora con playera sellada
con una leyenda del PRI mueve la cabeza en negativa, “estos muchachos de ahora”
dice en susurro e invita con la mirada al profesor para secundarla, pero el
profesor soslaya el… se hace pendejo y en cuando llega el metro se mete rápido
para ocupar un asiento asignado a una embarazada o una mujer cargando a un bebé
o un hombre con bastón o un hombre con pierna vendada o un hombre en silla de
ruedas.
Alguien en el
interior del vagón comienza a cantar, pero en la siguiente estación se asoma un
tipo con facha de malandro y le pide que se baje. “Sólo quiero trabajar,
carnal, hazme el paro”, le dice el cantante, “bájate amigo, te estoy diciendo”,
le dice el malandro en ese orden. Un policía ve toda la acción y no hace nada,
luego el profesor se entera que aquel cantante no pagaba su derecho de cantar
–sí, su derecho para cantar– en el metro como lo hacen todos, entonces el
“administrador” hace su trabajo bajándolo y quitándole las ganancias de ese día
–una estudiante del profesor dice que “hasta les quitan sus instrumentos,
profe”–. El vagón estaba en su versión de las cuatro de la tarde, o sea que estaba
a punto de llenarse, y nadie dijo nada, es que así se mueve todo en la parte de
abajo de la ciudad, “pero si sabe cómo es la onda por qué no hace las cosas
bien” dice un usuario que lee El diario
de Ana Frank en su versión económica de pasillo de metro.
El profesor
lleva en sus manos un manojo de hojas, se trata de una crónica que le
regresaron un mes después de que la envió a una revista, que no es consistente
le escribieron, que no tiene lógica interna le dijeron, que se confunde la voz
narradora le comentaron. Él, que es un inexperto escritor, no sabe qué es la
consistencia, qué es la lógica ni lo interno, qué es la voz y si es él el que
narra. Relee y no encuentra más solución que guardar la historia en su morral y
hacerse el dormido porque una señora está amagando con pedirle el asiento
reservado.
El metro lo
escupe en la estación Viveros, de ahí se sube al camión que lo lleva hasta la
universidad privada donde es profesor en el área de investigación. El chofer
escucha a Los tigres del norte a todo
volumen, los que suben con el celular pegado a la oreja tienen que colgar con urgencia.
Sube un tipo vendiendo paletas, luego otro vendiendo palomitas, luego otro
diciendo que lo han asaltado y que le quitaron su cartera y que lo ayuden con
monedas para regresarse a Morelos, luego el chofer se ve atorado en el tráfico
y busca una alternativa: cruza Insurgentes en rojo. Más de uno lo celebró,
incluso el profesor que ve su reloj de pulsera y se entera que le quedan diez
minutos para comenzar su primera clase del día. El conductor de un compacto le
mienta la madre con el claxon al chofer del camión, éste le responde igual,
pero con la voz aguda que tiene: “qué pedo”, le dice, “bájate, pinche puto”,
agrega y todos en el interior del camión se ríen.
De vuelta a su
departamento el profesor se vuelve a meter al metro y le toca ver cómo una
chica se queja porque un chico la venía acosando, algunos activan la cámara de
video de sus celulares y comienzan a transmitir en vivo. “¿Tiene pruebas de que
fui yo?”, le pregunta el tipo con traje y corbata, “claro que fuiste tú”, le
responde la chica y los demás buscan la mejor toma. En la siguiente estación el
chico con corbata se baja y los documentalistas se acercan a la muchacha para
ofrecerle ayuda. Ella dice que no y alguien le cede el lugar. El profesor hace
el trasbordo en la estación Guerrero y media hora más tarde llega a su estudio,
se pone el pijama y piensa en abandonar la universidad y largarse del país. Lo
decide. Lo hace.
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El profesor
ahora es un desempleado, se ha convertido en extranjero y por las tardes corre
en un parque de barrio periférico de Bogotá. Le gusta el centro de su ciudad
nueva, se mete por calles y carreras que se guarda en su memoria y las nombra
para no olvidarlas (“Cara de perro” dice, “La fatiga” dice y se ríe, “El
cajoncito” dice y busca el cajoncito, “El pecado mortal” dice y se acuerda del
suyo, “La culebra” dice y agrega “enróllense culebras”, “Patio de las brujas”
dice y piensa en la Edad Media, “Del divorcio” dice y agrega “ni casado estoy”,
“De la vergüenza” dice y dice también “mi vida”). Viaja en Transmilenio –es el
Metrobús de los bogotanos– y el mismo día que se atrevió a subirse al
articulado vio cómo un chico se saltó los torniquetes para no pagar, un bachiller
–un estudiante de bachillerato pero que hace servicio de seguridad en lugares
públicos– ve toda la acción y grita “oiga, el servicio no es gratuito”, el
transgresor le hace pistola –la britniseñal mexicana– y sigue su camino. Con
toda la indiferencia del echo el bogotano saltador de las normas mínimas de
ciudadanía se para al lado del extranjero y espera a que las puertas del
Transmilenio se abran. Nadie dice nada, nadie dice “estos muchachos de ahora”.
En el interior
de la unidad se suben dos chicos a improvisar un rap de tercera división
–huevones, mejor pónganse creativos y escriban algo para luego pedir, pero eso
de rimar los lentes negros del
extranjero con la palabra “obreros” está de la chingada–, cuando terminan su
“actuación” la gente aplaude –sí, la gente aplaude o los raperos les recuerdan
su poca educación–. Después le toca el turno a una chica venezolana –primero
reparte mierda a Maduro y a su Castrochavismo– y comienza a ofrecer Bolívares a
precio de oferta, o sea que los usuarios ponen su “valor y buena voluntad”. De
paso les recuerda que piensen bien a quién van a elegir como presidente de
Colombia, “porque el Castrochavismo no perdona nacionalidades”, remata.
En la estación
que le toca al extranjero bajarse ve cómo una chica y un chico se suben por el
andén, cruzan la calle con el peligro que implica el paso del Transmilenio y
escalan hasta la fila de gente que pagó y espera su turno. Ellos ahora están en
primer lugar, serán los primeros en subir y sin pagar un peso. Es más, la gente
se hace a un lado para que ellos se acomoden, porque estar muy cerca de la
frontera de la muerte es letal. El extranjero se ha enterado que más de una vez
los chicos listos no alcanzan a subir y pues la inercia del articulado hace el
resto.
El extranjero
llega a la 72, parece una avenida importante, ahí está la Plaza Chile y otros
centros financieros, pero también está la Universidad Pedagógica Nacional en su
sede Bogotá. En la entrada un oficial le pide su credencial y él dice que está
de visita, que es mexicano. “Siga”, le dice el tipo alto y él entonces sigue.
El extranjero pudo haberle mostrado la tarjeta de puntos del cine e igual lo
dejaban pasar, como pasaron otros haciendo caso omiso a la presencia del guarda
que tenía que filtrar a los que no tenían motivos justificados de estar en el
interior de las instalaciones.
Huele a
mariguana –o “marihuana”, como escriben otros–
en una vereda estratégica pero evidente, por ahí también se puede ver
que alguien camufla con papel estraza una cerveza de las baratas. La policía de
afuera seguro ve lo que pasa en ese foco específico de las instalaciones de la
universidad, el guarda de la entrada también lo ve –o por lo menos sabe de
ello–, los estudiantes ven, los profesores ven, las autoridades seguramente
también ven. Se hacen pendejos. O quizá sea que denunciando ponen en riesgo sus
vidas. Las opciones no son pocas, pero pasa que la gente quiere seguir viviendo
y sabe que a otros les toca el trabajo de denunciar y actuar en consecuencia.
Bogotá, D. C.,
Colombia