7NN: Secreto en la valija verde

Nunca había entrado a ese cuarto; olía a cuarto encerrado, a humedad. El techo era de bóveda. Comencé a observar las cosas.
Secreto en la valija verde 
María Santos

Había terminado el quinto año de primaria y mis padres me dejaron con mis abuelos en el rancho para pasar las vacaciones. Recuerdo bien aquella tarde. Habíamos terminado de comer. Mi abuelo se puso su sombrero y salió a visitar a un amigo. Mi abuela y yo nos quedamos en la cocina. Me comentó que habían pasado varios días sin visitar a su hermana Serafina, quien estaba convaleciente. Recogimos los trastes y después mi abuela entró al cuarto para tomar su rebozo. Al salir de la casa nos asombramos al ver el cielo tan nublado, en cualquier momento comenzaría a llover, pero aun así nos encaminamos. 

Al llegar a la casa de mi tía Serafina nos abrió la puerta Raquel, era una de sus hijas, quien acostumbraba saludar apenas rozando los dedos. Nos invitó a pasar y pidió permiso de ausentarse para salir a comprar algunas cosas. Mi abuela le dijo que no se preocupara, que nosotras la cuidaríamos. Mientras Raquel salió presurosa, entramos al cuarto donde estaba mi tía. Se encontraba acostada en su cama, con la cabeza y parte de la espalda levantadas sobre dos almohadas. Estaba pálida y con el cabello ligeramente trenzado. Luego de que mi abuela la saludó con un cálido apretón de manos, yo también me acerqué a saludarla. 

La tía Serafina y mi abuela llevaban una media hora platicando de los manteles que ellas antes bordaban y que un tal Don Emilio los llevaba al pueblo a vender. Fue entonces que mi tía me hizo una seña para que me acercara, se quedó pensativa y luego me entregó unas llaves que tomó del interior de un jarrón. Me dijo que fuera al cuarto contiguo, me indicó la llave que abría la puerta y me pidió que buscara en una valija azul un mantel con malvas bordadas para mostrárselo a mi abuela y recordar viejos tiempos. 

Nunca había entrado a ese cuarto; olía a cuarto encerrado, a humedad. El techo era de bóveda. Comencé a observar las cosas. La mayoría eran sillas rotas; había dos cabeceras de cama, una inclinada sobre la otra, y tres valijas sobrepuestas, una azul y dos de color verde. La azul se encontraba arriba, la abrí y tomé el mantel. Se lo llevé a mi tía y de manera precipitada me salí del cuarto, fingiendo que debía ir al baño lo antes posible, pero en realidad volví al cuarto; tenía la curiosidad de saber qué guardaban las otras maletas. Una de ellas guardaba figuras de barro, eran las clásicas que se ponen en los nacimientos de navidad. Extrañamente, la otra verde tenía un pequeño candado. A propósito no le devolví las llaves a la tía Serafina porque una de ellas era diminuta y pensé que quizá abriría ese candado y así fue. Estaba nerviosa porque en cualquier momento podría llegar Raquel y descubrirme. Al quitar el candado y abrirla me quedé boquiabierta al ver una fotografía en blanco y negro. En ella aparecían mis abuelos con unas gemelas, casi de mi edad, una de ellas era mi madre y la otra tenía la mirada perdida y deslucida, como si estuviera muerta. Mi madre siempre había dicho que era hija única. De repente escuché que alguien abrió el portón de la entrada. Sabía que era Raquel. Apresuradamente puse el candado, acomodé las valijas y salí del cuarto. Le entregué las llaves a mi tía e hice un gran esfuerzo por no delatar mi nerviosismo. 

En los siguientes días no dejé de pensar en esa fotografía, hasta que una mañana le pregunté a mi abuela con un cierto tono de desconfianza: -¿Sólo tuviste una hija?




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Editorial

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