Los años perdidos en el tiempo
Por Gustavo Andrés Leyton Herrera
Andrei Preda quería viajar a Hoia-Baciu, un
bosque en las proximidades de los Cárpatos, famoso por la abundancia de
luciérnagas. Preda sabía que la fuga radiactiva de un reactor nuclear –instalado
en aquella área– contaminó Hoia-Baciu con arsénico. Por otro lado, leyó
diversos estudios que recalcaban la extinción de la fauna en aquel bosque. Aun
así, Preda tenía la intención de explorar ese paraje boscoso, pero la
Universidad Lucian Blaga –institución en la que trabajaba– sufría una crisis
económica. Eso trajo como consecuencia la reducción drástica del presupuesto para
el Departamento de Entomología, donde ejercía como profesor titular. Lo situación
provocó que Preda, de 63 años, adelantase su jubilación. Pronto se refugió en
su domicilio céntrico de Sibiu.
El encierro autoimpuesto de Andrei duró una
semana, hasta que, sentado en el sillón del refectorio, prendió el televisor. Un
noticiario matutino informó de la aparición repentina de luciérnagas en
Hoia-Baciu. El entrevistado era un campesino septuagenario. Con voz temblorosa,
el campesino relató sobre lo descubierto. Preda se despegó del sillón. De
inmediato, comenzó a preparar el viaje al bosque de Hoia-Baciu. En una caja de
cartón, Andrei guardó todo lo necesario: una linterna, un cedazo, un GPS, un
traje anti-radiación de polipropileno. Fuera de casa, abrió el maletero de su
sedán platinado. Acomodó la caja, con prudencia. Cuando comprobó que había
echado todos los elementos requeridos, se ubicó al volante. sorteó el tráfico
vehicular de Sibiu. Rumbo al este, tomó una ruta de pavimento agrietado.
En aquella ruta, Preda cruzó villorrios
abandonados, iglesias ortodoxas, castillos medievales. En el horizonte, después
de una hora de viaje, observó la dispersión de las nubes oscuras sobre los Cárpatos.
En las proximidades del cauce seco de un arroyo, se alzaba el bosque de Hoia-Baciu,
definido por sus abetos oscuros. Andrei estacionó el sedán en un descampado. Abrió
el maletero. Respiró profundo, mientras sacaba los pertrechos de la caja. Andrei
se puso el traje anti-radiación. Tomó la linterna en la mano derecha. Agarró el
cedazo con la izquierda. En el bolsillo frontal del traje, guardó el GPS. Se
dijo a si mismo que no podía extraviarse. A paso rápido, se lanzó por un sendero del
bosque. En el borde de aquel sendero, un letrero contaba sobre la leyenda de
Hoia-Baciu.
Preda leyó que Hoia-Baciu era un sitio en el
que energías positivas-negativas convergían en un portal al interior del
bosque, donde el tiempo afluía de modo distinto
al habitual. Con una sonrisa, Andrei dejó de leer el letrero. Prosiguió su excursión.
Metros delante, contempló los abetos. Los árboles eran grises, retorcidos. Observó
que los abetos tenían signos de quemaduras parciales. El suelo era irregular,
por lo que Andrei tuvo precaución al pisar. Una ráfaga súbita de viento hizo
crujir los ramajes. Llegó a una laguna estancada. En el borde, avistó el esqueleto
de un oso pardo. Se aproximó a los restos. De súbito, algo pareció chasquear en
la osamenta. Boquiabierto, contempló que cientos de luciérnagas brotaron del
esqueleto, dispersándose en el aire.
Las luciérnagas echaron a volar en todas
las direcciones, entre parpadeos fosforescentes. Maravillado, Andrei descubrió
que los insectos se posaban en las ramas de los abetos. Los coleópteros revolotearon
hacia el interior del bosque, organizados en una cadena imprecisa de puntos
luminosos. Siguió a las luciérnagas durante
horas, rumbo a lo más profundo del bosque, hasta que el resplandor de los
insectos desapareció. En el albor de la mañana, Preda intentó regresar al sedán.
Consultó su GPS, pero el aparato no funcionó. Después de una caminata
infructuosa, emergió del bosque de Hoia-Baciu. Llegó a un paraje cubierto de salgueros.
Avizoró un camino de gravilla.
Andrei decidió marchar por el borde del
camino. A lejos, observó que una fila de tanques soviéticos venía en dirección
contraria. Se escondió, detrás de un salguero. Después del paso de los tanques,
descubrió, frente suyo, una casa de madera con rejas blancas. Aproximándose al
hogar, Preda notó que en el antejardín había un niño. El pequeño examinaba –con
una lupa rectangular– un hormiguero. Una mujer joven abrió la puerta principal de
la casa. La mujer acompañó al pequeño en su indagación. Desde la reja, Andrei preguntó
a la mujer por el nombre de aquella zona. Ambos se giraron hacia Preda,
escrutándolo. Con rostro espantado, Andrei se dio cuenta de que la mujer se
parecían mucho a su madre. El niño era una copia de él, un plagio que le hacía
recordar los años perdidos en el tiempo.
El autor: Gustavo Andrés Leyton Herrera (Chillán, Chile. 3 de mayo de 1986) posee estudios de Licenciatura en Historia y Periodismo en la Universidad de Concepción. Algunos de sus reconocimientos son: Primer lugar, Concurso “Andalucía en el siglo XXII” del Centro Cultural Andaluz (Viña del Mar, Chile. Abril de 2015); Finalista, I Certamen Mundial Excelencia Literaria MP Literary Edition (Seattle, Estados Unidos. Junio de 2015); Tercer Lugar, Concurso Literario “Una región con cuento”, Cámara Chilena de la Construcción (CCHC) (Rancagua, Noviembre de 2015); Mención Honrosa, “IV Concurso Microcuentos “Lebu en pocas palabras” (Lebu, Febrero de 2016); Mención Honrosa, Concurso “Relatos Populares II” (Santiago, Marzo de 2016); Tercer lugar, Región de O’Higgins, Concurso “Historias de Nuestra Tierra”, Ministerio de Agricultura. (Santiago, Diciembre de 2016). En el primer semestre de 2016, asistió al taller de creación literaria impartido por la Pontificia Universidad Católica de Chile. En Mayo de 2017 publicó su primera obra, “Relatos de un artista recóndito” (Editorial de Los Cuatro Vientos), presentada en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.