Cinetiketas | Por Jaime López Blanco |
Se pueden decir muchas cosas sobre Quentin Tarantino, pero
la verdad es que cada una de sus historias posee ciertos diálogos, personajes o
situaciones que resultan memorables, que quedan impresos -inevitable y
permanentemente- en el ser del cinéfilo contemporáneo y, al mismo tiempo,
vuelven extrañamente divertido el ir al cine.
En su más reciente cinta, Tarantino explora los terrenos del
minimalismo dramático, combinando la estética y esencia del american western
con su particular y famoso estilo: seres deleznables carentes de moral;
“choros” (soliloquios o diálogos) alargados que culminan con una profunda
reflexión o en una inexorable sentencia
de muerte; constantes planos en los cuales la cámara se coloca en una posición
de contrapicada y; excesivos litros de sangre.
En otras palabras, estamos ante la presencia de los ingredientes que
mejor le hacen digestión al otrora enfant terrible de Hollywood, quien a
principios de los años noventa sorprendió a propios y extraños con sus “Perros
de Reserva” y su “Pulp Fiction”.
Luego entonces, “The hateful eight” puede catalogarse como
una “Reservoir dogs” del oeste norteamericano, aunque carece de la
redondez y contundencia del texto y de los personajes de ésta última. La
interpretación de Jennifer Jason Leigh (cuyo papel le valió estar nominada al Oscar
como Mejor Actriz Secundaria) es fantástica, sobresale -entre un reparto
ecléctico y numeroso- por sus apreciables inflexiones de voz y por su imponente
personalidad. No es ocioso señalar que Leigh debería ganar algún premio,
obtener un reconocimiento, simplemente por haber soportado que le arrojaran a
la cara diversas clases de porquería.
En esta ocasión, Tarantino emplea una constante locación
(“La mercería de Minnie”) para materializar más de la mitad de su guión, mismo
que se encuentra fragmentado en seis capítulos; otro elemento que se ha vuelto
común en sus filmes. Sin embargo, “The
hateful eight” no cuenta con la agudeza argumental de otras obras del director
estadounidense en cuestión, aunque su premisa no es del todo fallida o
desechable. Entretiene, a medias, pero entretiene.
A manera de un “Clue” cinematográfico, de bandidos y
justicieros, Tarantino intenta montar una especie de épica “gringa” para
exponer los “valores” fundacionales de una nación mermada por su intolerancia o
latente discriminación racial. Por esta razón, para hablar sobre esos temas,
hace uso de los servicios de su actor fetiche, el afroestadounidense Samuel L.
Jackson, a quien le otorgó un rol más que digno y convincente.
Las fallas más notables del relato de Quentin Tarantino se
relacionan con cuestiones como una inexplicable voz en off, que aparece
a la mitad de la historia sin ninguna explicación lógica (a menos que Tarantino
esté homenajeando a alguna de sus cintas favoritas), con lo que se le resta
eficiencia al lenguaje cinematográfico; una banda sonora escueta, compuesta por
el legendario músico italiano Ennio Morricone (famoso por no haber ganado
-todavía- algún premio en competencia de la Academia) y; una serie de
personajes que no están a la altura de los demás (Michael Madsen, Bruce Dern y
James Parks se sienten desperdiciados).
En contraposición,
“The hateful eight” o “Los ocho más odiados” puede ser rescatable por
cuatro aspectos fundamentales: los personajes de “Daisy” (Jennifer Jason
leigh), como ya se mencionó anteriormente, así como el de “Oswaldo Mobray”
(interpretado por el británico Tim Roth); el ingenioso detalle de la carta de
Lincoln; la fotografía homogénea, pulcra y estilizada de Robert Richardson y;
la anécdota de la gran black cock.
En resumen, insisto, no es la mejor película de Tarantino,
tampoco de las peores. Le falta la brillantez argumental de “Perros de Reserva”
y “Pulp Fiction”; la elegancia de “Jackie Brown”; el asombroso nivel técnico de
“Kill Bill”, pero posee un discurso más hilvanado que “Bastardos sin gloria” y
“Django sin cadenas”. Podría haberse ganado un nada odioso 8 de calificación.