De sus manos delicadas
Nabor Rachowsky
Para Juliana A.
De sus manos delicadas emergían notas suaves y altaneras tras pulsar las cuerdas del violín. Postrada en su silla, con el rostro opacado por la luminosidad de su instrumento, denotaba la calma de quien se deja arrastrar por las melodías como en una marea cálida de sensaciones. Josefina, no abría los ojos salvo para acariciar tenuemente con la mirada la madera con que se había fabricado su amante. Su único amante fiel. No miraba al público, salvo que hubiera finalizado su presentación, y cuando hacía su reverencia para agradecer a la asistencia, no tomaba el violín con una mano para colocarlo a un costado, sino que lo abrazaba, como una tierna madre que sostiene a un bebé en brazos, y se inclinaba. Porque si él no estuviera presente, no existiría modo alguno de ejecutar las piezas que ella sabía de memoria. Le podrían prestar otro violín, pero definitivamente no desplegaría todo su potencial sin su preciado compañero.
En casa se dedicaba a ensayar por horas. Cuando esto sucedía sus gatos se hacinaban para contemplarla, quizás por el hipnotismo con que las cuerdas del violín convocan a estos animales para imaginar una vida mejor. Sin inmutarse por su público, repasaba las piezas que más le fascinaban, desde Dvorak hasta Vivaldi. La sensualidad y la melancolía nunca habían encontrado mejor huésped. Una mujer alta y hermosa, que le daba a la estética de su apariencia el mismo valor que un político al arte. Desde pequeña, cuando le comentaban a su madre lo encantadora que era su hija, hacía un gesto de indiferencia. Había adivinado que lo bello no duraba casi nada, lo mismo que las notas, que al ser ejecutadas se perdían en lontananza. Tal vez por eso nunca deseo tener muñecas que alimentaran un narcisismo ridículo.
Josefina tomaba el arco de su instrumento y lo frotaba amorosamente, con la suavidad con la que el viento movía las flores del jardín. El tiempo pasaba tenuemente, como caprichosos riachuelos calmos. Su paz, sólo era interrumpida por los momentos en que tenía que alimentarse. Abandonaba su cuarto y se dirigía a la cocina para prepararse algo, y era seguida por su séquito de gatos. Cuando tenía que asistir a un concierto se arreglaba muy poco y, aún así, era un deleite brutal al ojo de cualquier espectador. Subía al escenario con la gracia con que un ave se posa en la rama de un árbol. Su vestido, que dejaba al descubierto unos hombros gentiles y delicados, brillaban bajo la luces de los reflectores. Sonreía vivazmente, más para sí misma que para la audiencia. El maestro de ceremonia tomaba su posición e iniciaban aquel juego maravilloso que es la música.
La vida, aquel capricho del destino, había reservado una sorpresa desagradable para la violinista. Una noche, después de terminado el espectáculo, los músicos se reunían tras bambalinas para festejar. Había unos flautistas fumando, y una colilla de cigarro cayó accidentalmente sobre un mantel. El fuego se propago de manera precipitada, todos se dirigieron rápidamente a las salidas de emergencia. Josefina apresuraba sus pasos a la salida y se percató que su instrumento no se encontraba con ella. Regresó rápidamente a buscar su estuche, la insistencia de sus compañeros por dejarlo, no pudieron contra la obstinación de una mujer determinada. Las sofocantes llamas invadían el lugar, tomó el estuche, y cuando se disponía a volver, no encontró manera de salir. Todo caía incandescentemente sobre ella. Desesperadamente extrajo el violín de su estuche y comenzó a tocar el capricho número 16 de Paganini, se mantuvo impertérrita hasta que las cuerdas del violín cedieron al calor, y reventaron. Desde fuera, sólo se escucho un lamento tibio. Nadie pudo hacer nada. Esa noche los gatos maullaron hasta el amanecer.