Por Eusebio Ruvalcaba |
Cuento
El vuelo del búho
Para Rafael Pastelín
Te levantas, y sin ningún afán melodramático, sin ningún sui generis incentivo ni conducta esnob, decides —así, tan simple como escoger una camisa— echar la hueva, no ir a trabajar, pues.
Piensas —mientras la oficialía de partes
se va a mejor vida— que un paseo por el centro, en cambio, te sentará
bien. Tal vez quieras recordar antiguas épocas cuando acostumbrabas
caminar sin rumbo fijo por aquellas calles colmadas de recuerdos para
ti. Del lado de tu madre. Y alguna vez de tu padre también.
Te vistes ligero, desayunas peor, y en un abrir y cerrar de ojos te encuentras saliendo de la estación Juárez.
Ya estás donde querías estar. Con las
manos en los bolsillos caminas hasta un edificio que te resulta
familiar: el Museo Nacional de Arte. ¿Cuántas veces has estado ahí? Lo
ignoras. Pero ahora mismo crees haber visto un cartel en el que se
anunciaba a un pintor o escultor que presentaba sus obras más recientes.
Un artista aclamado en cielo, mar y tierra. No importa quién sea, pero
ya que estás ahí. Será buena oportunidad.
Dos colegialas —¿hermosas?, no lo sabes,
pero a ti te lo parecen— ratifican con carne tu decisión. Ellas también
van al museo, meneándose sobre sus piernas sólidas y anchas. Seguirlas,
mirando el suelo, observando las paredes. Disimuladamente o no, y
distraerse mientras transcurre la mañana. No pides más.
Intentas ir tras ellas, pero algo te hace
perder el ritmo, te estropea la cadencia que habías empezado a afianzar
y que te hacía sentir en las nubes. Entonces vuelves tu vista a uno de
los cuadros de los que el museo se jacta: Hacienda de Chimalpa
de José María Velasco. Lo ves y algo extraño salta a la vista. No es la
primera vez que te detienes ante él. Pero ahora distingues que los
colores se están desparramando. Como si se fugaran de la pintura. No es
posible. Parpadeas numerosas veces. Como para que la realidad se
reacomode. Pero no hay tal. Delante de ti los colores escurren.
Vuelves tu mirada y observas
acuciosamente otros cuadros. Nada. Todo está perfectamente normal.
Entonces miras uno más de José María Velasco. Su Valle de México de 1890.
Y lo mismo. Los colores han terminado por escurrir y ahora empiezan a
manchar la pared. Del asombro pasas al terror. Aunque quizás todo no sea
más que una maldita confusión. Suele pasar. Algo inexplicable. Las
colegialas están tomando apuntes, y te aproximas —en otras
circunstancias jamás lo habrías hecho— y les señalas los cuadros de
Velasco. Pero ellas deciden poner tierra de por medio. Les das miedo. Y
es evidente que no están dispuestas a escucharte. Quién sabe qué piensen
de ti. Caminando como si estuvieras ebrio recorres el resto de la sala.
Todo está como debe estar. Hasta que te topas con otro cuadro de
Velasco: Camino a Chalco con los volcanes. Cuando lo miras,
pierdes el equilibrio y caes estrepitosamente al suelo. Como si alguien
te hubiera dado una patada en los bajos. La gente se te queda viendo, y
alguien se acerca y te ayuda a incorporarte. Te dicen que si necesitas
ayuda y dices que no, que gracias.
No te atreves a mirar una vez más las
pinturas de Velasco. Si era el artista favorito de tu madre. Mejor aún,
de tus padres. Aficionados a la cultura en general y a la pintura en
particular, aún tienes presente los libros que te mostraban de la vida y
obra de aquel pintor. Paso a paso tu madre te explicaba la grandeza de
su obra mientras tu padre observaba la escena, sonriente y ensimismado.
Todavía hace poco tú mismo tomaste uno de esos libros y lo hojeaste.
Incluso te encontraste una flor a modo de separador, en la lámina
correspondiente a la pintura que le gustaba a tu madre por encima de
cualquier otra: Los ahuehuetes. Reviviste entonces aquellas
intimidades. Pero también vino a tu mente el momento en el que tu madre
fue atropellada, precisamente en un recorrido por el centro, por estas
calles que acabas de caminar. ¿Por qué no te atropellaron a ti?, siempre
te lo preguntaste. Y seguramente tu padre también se lo preguntó cuando
decidió darse aquel balazo en la cabeza.
Ves a un policía que acude hacia ti. Pero
tú no estás dispuesto a hablar con nadie. Corres. Y el policía corre
atrás de ti. Con el rabillo del ojo, ves Los ahuehuetes. Los
colores le escurren como si fueran la sangre de la pintura. La sangre de
Velasco. Avistas el vacío. La escalera de mármol en espiral. Tres
pisos. La gente se hace a un lado para dejarte pasar. Que nadie te
detenga. Miras a un hombre de traje que viene hacia ti en sentido
opuesto. Su aspecto de guardia es inconfundible. El policía detrás y él
delante. Cuando el hombre del traje cree haberte atrapado lo eludes. Él
es ahora quien se cae. Prosigues tu carrera. El vacío te llama.
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Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música.
Nacido en la ciudad de Guadalajara en 1951, Eusebio Ruvalcaba se ha dedicado a escuchar música. Cabal y rotundamente. Pese a que ha publicado ciertos títulos (Un hilito de sangre, Pocos son los elegidos perros del mal, Una cerveza de nombre derrota, El frágil latido del corazón de un hombre…), pese a que se gana la vida coordinando talleres de creación literaria y escribiendo en diarios y revistas, él dice que vino al mundo a escuchar música. Y a hablar sobre música. Y a escribir sobre música.