Treinta y tres años han pasado desde la muerte del cineasta inglés Alfred Hitchcock
pero sus películas siguen resultando sorprendentes y atrayentes para
buena parte del público. Prueba de ello es que se encuentran entre las
más emitidas por las televisiones de medio mundo y aun así siguen siendo
ávidamente consumidas por los espectadores. Alfred Hitchcock no
solamente fue uno de los directores británicos más exitosos de su
generación —junto al hoy injustamente «olvidado» Carol Reed— sino
que su estilo ha marcado a numerosos cineastas de generaciones
posteriores. Podría decirse que Hitchcock revolucionó muchos aspectos
del séptimo arte, fundamentalmente a través de un vocabulario
audiovisual muy definido. Así que como homenaje a su cine, veamos
algunas de las características más llamativas de esa tan personal manera
de hacer películas y más concretamente de su manera de hacer suspense,
el género que más le gustaba, en el que mejor se desenvolvió y por el
que ha pasado a la historia. Muchas de estas características las
diseccionó él mismo en numerosas entrevistas, así como en aquella
legendaria conversación con François Truffaut que en España se publicó con el título de El cine según Hitchcock,
y que es una imprescindible lectura no solamente para comprender su
trabajo sino para deleitarse sobre una lección magistral sobre el
séptimo arte. Aquí desgranaremos quince características de su cine, pero
naturalmente son solamente una parte de su amplio y complejo universo.
El cine es un espectáculo y el público es el destinatario: Este
fue uno de sus principios básicos. Y aunque ese principio podría
parecer una perogrullada lo cierto es que no lo fue tanto entre ciertos
sectores de la crítica, quienes no respetaron demasiado a Hitchcock. Al
menos no recibió los parabienes generalizados de la crítica hasta
prácticamente los últimos años de su vida. Todo ello por su fama de
director «comercial», que hizo que —hasta cierto grado— se le tuviera en
algo menor consideración como artista. Esta tendencia crítica se
agudizó particularmente después de su instalación en Hollywood y es un
caso con bastantes paralelismos con el de Spielberg, aunque este
sí obtuvo un reconocimiento generalizado más temprano en su carrera. Con
todo, Hitchcock fue nominado cinco veces como mejor director en los
Oscars (por Rebecca, Náufragos, Recuerda, La ventana indiscreta, y Psicosis) aunque no ganó ninguna estatuilla. Sí la ganó como mejor película Rebecca
en 1941, aunque resulta significativo que ninguno de sus films
obtuviese una nominación como mejor película más allá de 1946. Sin
embargo, el —relativo— desapego de la crítica más intelectual no
preocupaba demasiado a Hitchcock (en todo caso le fastidiaba, pero no
tanto como para intentar ser «más artístico»). El espectador era
finalmente el crítico más exigente, y «Hitch» consideraba que la mejor
crítica para una película era que esta atrajese a la gente y que la
gente saliese contenta de la sala de cine. Además, la asistencia de
público hacía feliz a los estudios. Por eso siempre cuidó su relación
directa con el espectador, promocionando su propia figura y
convirtiéndose en un chiste más asociado a su cine, apareciendo en los
trailers publicitarios (en la foto de abajo, Hitchcock en el trailer de Los pájaros), y relacionando su nombre con publicaciones, series de televisión, etc.
Los argumentos, siempre simples: A
Hitchcock no le gustaba filmar argumentos complejos, lo cual fue otro
de los motivos de que recibiese no pocos e injustos desprecios de cierta
parte de cierta crítica, que requería mayor «profundidad» y «mensaje».
Pero Hitchcock amaba el de suspense y pensaba que dicho suspense debe
construirse a base de recursos narrativos puramente audiovisuales, no de
una mera acumulación de interrogantes argumentales. Una historia simple
permite utilizar muchos recursos visuales que explican y subrayan
elementos simples y que el espectador podrá entender de manera
intuitiva. En cambio, una historia compleja escaparía a la comprensión
intuitiva y haría que esos recursos visuales resultaran inútiles,
bombardeando al espectador con demasiada información simultánea que
tendría que ser resumida artificiosamente en los diálogos.
Los diálogos son generalmente inútiles: Cualquier
espectador tiene grabadas en la retina imágenes de sus películas, pero
es poco probable que recuerde un diálogo de memoria. No en vano
Hitchcock definió una buena película como aquella que puedes ver en la
televisión de tu casa con el sonido apagado, pero cuyo argumento puedes
entender a grandes rasgos sin necesidad de escuchar a los actores. Sus
comienzos en el cine mudo marcaron profundamente su estilo y su manera
de dirigir, hasta el punto de que llegaba a despreciar abiertamente los
diálogos. Según Hitchcock, los personajes han de expresar su emoción
mediante la interpretación facial y gestual de los actores: lo que
digan, las palabras que pronuncien, son lo de menos. Es más, en muchas
secuencias de sus largometrajes, las líneas de diálogo llegan a
contradecir lo que los actores están expresando con su rostro o sus
acciones. Los diálogos quedan, pues, como mero ruido de fondo. Y en
cualquier caso como último recurso para explicar aquellos elementos
argumentales demasiado complejos como para poder ser expresados mediante
la simple imagen, pero que aun así resultan necesarios en la trama.
Hitchcock detestaba particularmente lo que llamaba «teatro filmado»,
aquellas películas que lo basan todo en los diálogos y dejan de lado los
mecanismos puramente audiovisuales que para él son la esencia misma del
cine. Lo que están pensando los personajes debemos poder verlo en sus
caras.
El sonido puede ser tan importante como la imagen:
Paradójicamente, pese a su formación en el cine mudo y pese a su abierto
desprecio de los diálogos, Hitchcock fue uno de los pioneros en
utilizar sonidos y música no como mero fondo ambiental sino como recurso
para introducir un elemento emocional o incluso informativo en una
escena, o para introducir a personajes a los que no vemos en pantalla.
Un ejemplo célebre y mil veces imitados sucede en Los pájaros,
cuando los protagonistas están encerrados en una casa y sabemos que
están rodeados por las aves, pero lo sabemos únicamente porque
escuchamos a esas aves haciendo ruido en el exterior. También servía
para expresar las emociones de los personajes. Como ejemplo, la
impresionante secuencia del desayuno en Chantaje, donde en mitad de una charla supuestamente intrascendente sobre un crimen en el que está involucrada, Anny Ondra termina escuchando obsesivamente la palabra knife! (cuchillo) y nosotros podemos entender perfectamente su estado de ánimo.
A su vez, el silencio más absoluto puede ser tan importante como el sonido, cuando es utilizado en el momento justo:
El peligro sucede en lugares insospechados: Él
siempre decía que muchas películas de suspense de otros directores le
aburrían porque estaban aferradas a determinados clichés establecidos.
Por ejemplo: el malvado tenía siempre un aspecto siniestro, los peligros
acechaban siempre en callejones y lugares oscuros, etc. Según él, estos
clichés estaban tan asimilados por el espectador que ya sabía de
antemano cuándo un escenario oscuro encerraba una amenaza, constituyendo
la única sorpresa el momento preciso de la aparición de esa amenaza. Es
decir, Hitchcock se quejaba de que muchas películas de suspense no eran
realmente de suspense, sino que simplemente se limitaban a «dar sustos»
pero no creaban una auténtica sensación de incertidumbre sostenida. Por
otra parte, estos antiguos clichés (y no tan antiguos; muchas películas
de hoy se siguen aferrando a ellos) dejaban abierto el siempre fácil
recurso de que el protagonista se salvara de algún modo porque
apareciese un policía de la nada o porque algún vecino oyera gritos y
bajara a ayudar a los protagonistas, o mecanismos similares. Para evitar
esto, Hitchcock solía situar el peligro en lugares abiertos y bien
iluminados, incluso en lugares concurridos y con la presencia de gente
que podría ayudar pero que, por un motivo u otro, nunca lo hace.
Por ello solía recurrir a argumentos con un elemento conspirativo, donde
pedir ayuda policial o ponerse a soltar gritos no era exactamente la
mejor idea para salir airoso. Según Hitchcock, en la vida real no hay un
horario para las desgracias y la vida no diseña escenarios terroríficos
para que a alguien le suceda algo terrorífico: cualquier cosa mala
puede sucederle a cualquiera en cualquier momento. Lo importante era que
pudiésemos captar el mal, que pudiésemos leer las intenciones de quien
ataca al protagonista, como en la famosa secuencia del avión que
persigue a Cary Grant sobre los campos de maíz: campo
abierto, a pleno sol, y un malvado piloto en cuya mente podemos llegar a
situarnos durante la secuencia.
El villano puede parecer perfectamente bueno: El
otro cliché que mencionábamos, el del villano con rasgos
«característicos de villano», fue también denostado por Hitch. Los
malvados de sus películas podían ser los individuos más insospechados,
muy a menudo personas de aspecto común e incluso distinguido. Un vecino,
el aparentemente inocente dependiente de un motel, un amigo de aspecto
inofensivo o incluso el propio marido de la protagonista… cualquiera
podía ser el malo de la historia. También recurrió al resorte de
introducir individuos peligrosos que no sabían que lo eran, como aquel
niño de Sabotaje que portaba una caja desconociendo que dentro
había una bomba: aquel niño no era exactamente un villano, pero sí era
un instrumento inocente utilizado por los villanos y en la práctica era
el portador del peligro (en el vídeo siguiente está la mencionada
secuencia, así que es spoiler para quien no haya visto ese
film). Hicthcock también recurría a malvados de los que nunca estaremos
seguros si eran conscientes o no de su propia maldad, como las
mencionadas e inquietantes aves de Los pájaros. Para acentuar
la sensación de que el espectador nunca está seguro de quién es malvado y
quién no, Hitchcock introducía personajes secundarios o anecdóticos
que, en algún momento del film, despiertan las sospechas del
protagonista y del propio público, incrementando así la sensación de
indefensión. El malvado podría ser cualquiera que está de pie en una
esquina o que lanza una mirada repentina al protagonista, aunque sea de
manera casual.
No existen los héroes por naturaleza: Al
igual que los villanos, tampoco los héroes son quienes deberían ser.
Una premisa argumental habitual en su cine es la de que el protagonista
sea una persona inocente y frecuentemente desvalida —al menos en
apariencia—, que se ve implicada en una peligrosa trama ajena a ellos.
En su cine apenas existen los héroes que luchan motu proprio por
amor a la justicia, sino sencillamente individuos normales y corrientes
que intentan salir de una situación peligrosa donde se han visto metidos
sin saber muy bien cómo ni por qué. Paralelamente, en uno de tantos
giros irónicos del cine de Hitchcock, aquellos que deberían comportarse
como héroes nunca lo hacen: los policías y las autoridades de cualquier
tipo suelen ser inútiles y de nula ayuda cuando se trata de combatir el
mal que acecha a los protagonistas (unido a esto, Hitchcock siempre
confesó sentir una curiosa fobia hacia los agentes de la ley). Así que
sus héroes pueden ser pueden ser delincuentes que son culpables de sus
propios delitos pero inocentes en la trama principal del film, como en Psicosis, o sencillamente individuos que se ven involucrados a causa de un pecado menor, como el de la excesiva curiosidad.
Una película es como un videojuego: Y
eso que cuando Hitchcock murió los videojuegos modernos ni siquiera
existían. Pero su uso de la cámara es muy similar al que podemos ver en
diversos videojuegos, donde el jugador ve la acción en primera persona y
a través de los ojos de su personaje. De manera similar, Hitchcock
usaba la cámara para situar al espectador en la primera persona de la
acción y fue uno de los principales desarrolladores de las técnicas de
cámara subjetiva. En ocasiones la cámara escrutaba los espacios casi
como si estuviese implantada en los ojos de algún curioso que husmease
por el escenario, y así hacía partícipe al espectador de esa especie de
curiosidad por comprobar qué hay en una habitación, en una calle, o en
un vecindario. En multitud de ocasiones la cámara vuela libremente como
representación directa de esa curiosidad innata del espectador. Muchas
otras veces, en cambio, la cámara se convierte en los ojos del personaje
principal y el espectador ve directamente lo que el protagonista está
contemplando, normalmente mediante un plano-contraplano que bascula
entre el objeto observado y la reacción del protagonista. En este caso,
claro, no se trata de contagiar al espectador de una curiosidad
abstracta sino de los muy concretos miedos del protagonista ante la
situación.
Los encuadres tienen un significado emocional: Hitchcock,
por lo general, no componía las secuencias anteponiendo una intención
estética (por eso llaman tanto la atención en su cine, por lo inusuales,
escenas como la muerte de una mujer en Topaz, cuando su vestido se derrama
en poética metáfora de la sangre). Su intención solía ser primero y
ante todo narrativa. Pensaba en afectar al público pulsando sus
emociones primarias —miedo, curiosidad, etc.— y no recurriendo a la
emoción estética. Y para pulsar esas emociones básicas creía ciegamente
en que se necesitaba utilizar un tipo de plano para cada situación
emocional concreta. Así, los momentos de clímax emocional están
caracterizados por encuadres inusuales (verticales, oblicuos,
deformados, etc.) planeados para causar la desazón visual del
espectador, o bien por planos muy cercanos para involucrar al espectador
en la acción. En cambio, los momentos tranquilos se caracterizan por
planos mucho más horizontales y «bien» encuadrados, donde la cámara toma
más distancia de la acción y donde la imagen es mucho más convencional,
permitiendo que el espectador se relaje en su butaca al no percibir
nada anormal.
El color también es un lenguaje: Hitchcock
fue uno de los pioneros en utilizar el color como un lenguaje en sí
mismo, algo que ha sido imitado por multitud de otros directores y que
de hecho ese ha convertido en algo muy común en el cine posterior, hasta
el punto de que existen estudios sobre tonalidades concretas asociadas
incluso a géneros concretos. Hitchcock usaba los colores para establecer
el tono emocional de una secuencia, principalmente. Pero también para
otros fines diversos, particularmente el centrar la atención sobre
determinados objetos o personajes. El ejemplo más famoso —él mismo lo
utilizaba para ilustrar y explicar esta técnica— sucede en Vértigo:
durante la primera parte de la película están completamente ausentes de
la pantalla dos colores básicos como el rojo y el verde. Aunque el
espectador no lo sabe, su percepción subconsciente sí nota una falta de
equilibrio cromático y eso crea una cierta desazón visual en el público,
en consonancia con la desazón que siente el protagonista a causa de su
soledad. El espectador, aunque inconscientemente y sin darse cuenta,
busca los colores que están ausentes y no los encuentra. Sin embargo,
cuando aparece por primera vez Kim Novak —objeto de la obsesión de James Stewart—
lo hace vestida de verde y sentada junto a una pared de intenso color
rojo. Esa repentina visión satisface tanto al protagonista, que
encuentra el objeto de su obsesión, como al propio público, que se
siente aliviado al ver por fin esos colores en pantalla. Así, no importa
que cada espectador concreto sienta hacia la actriz la misma atracción
que siente el protagonista porque, mediante un proceso paralelo el
espectador sentirá lo mismo que él cuando ve a aquella mujer en un
restaurante. En su etapa de blanco y negro Hitchcock recurría a los
contrastes de luz de manera parecida a como usaba el color, aunque
lógicamente la paleta de posibilidades era más reducida.
Dios no juega a los dados: En
muchos de los momentos climáticos de su cine, cuando el protagonista
está a punto de hacer avanzar la historia, aparece alguien de la nada
que desconoce la trama principal o los apuros del protagonista y que,
sin darse cuenta, amenaza con arruinar la situación con su sola
presencia. Hitchcock utiliza la casualidad o la mala suerte para poner
al espectador al borde de su butaca, ya que vemos al protagonista en
peligro pero sumido en una inoportuna situación cotidiana —que nada
tiene que ver con la amenaza principal— de la que resulta difícil salir y
que le está impidiendo conseguir aquello que necesita. En las películas
de Hitchcock hay casi siempre una especie de dios malicioso que se
encarga de gastarles bromas a los personajes, y cuanto más delicada la
situación del personaje, más bromas de este tipo le gasta.
La importancia del contraste emocional: Otra
de las grandes críticas que el director inglés hacía al cine de
suspense tradicional era la falta de ligereza y de sentido del humor.
Para acentuar los momentos de clímax, afirmaba, se necesitaban
secuencias que ejercieran como contraste humorístico. Algunas de sus
películas comenzaban con un registro ligero y esa ligereza podía
aparecer después en cualquier momento del metraje, de la manera más
inesperada, y en ocasiones incluso introduciendo detalles irónicos en
mitad de los momentos de acción más intensa. Aunque a veces sus detalles
ligeros se le volvían en contra, como la costumbre de aparecer medio
camuflado en sus propias películas: al final tuvo que restringir esos
cameos a la parte inicial de los films y hacerlos muy evidentes, para
que el público no se distrajese del argumento principal, más pendiente
de tratar de localizar al director. Una curiosa recopilación de sus
cameos:
El montaje es el principal arma del director: Todos recordamos escenas célebres de sus películas, como aquella de la ducha en Psicosis,
que se basan en el llamado «montaje acelerado». Esto es, una multitud
de planos muy breves tomados desde diversos ángulos, que se suceden
rápidamente en la pantalla para componer la acción. Esto, además de
responder al intento hitchcockiano de crear desazón emocional en el
espectador mediante enfoques inusuales, le servía para dejar su impronta
personal en la película, era demás una manera de garantizarse que los
jerifaltes del estudio no iban a retocar sus escenas… porque,
¡sencillamente no sabrían cómo montarlas! El director, decía Hitchcock,
debe haber visualizado en su cabeza todo el largometraje ya antes de
comenzar a rodar, y muy particularmente debe tener perfectamente
memorizadas aquellas escenas clave que desea que aparezcan sin retocar
en el film estrenado. De este modo, entregando en la sala de montaje un
montón de planos aparentemente caóticos e inconexos, los ejecutivos se
convencerían de que únicamente Hitchcock sabría cómo sacar algo con
sentido de semejante caos de material. Y acertaba.
El espectador debe tener más respuestas que preguntas:
Para Hitchcock el suspense no consistía en mantener al público en la
ignorancia y rodeado de misterios, o dejando que las amenazas los
sorprendiesen, sino todo lo contrario. La gente que miraba la pantalla
debía tener mucha información, debía conocer aquello que podía
sucederles a los protagonistas del film y debía saber dónde, cuándo y
cómo acechaba el peligro. De lo contrario, lo que se obtiene es el
efecto «susto», que dura apenas unos segundos, y no el efecto suspense,
que puede prolongarse casi tanto como el director quiera. Es por esto
que Hitchcock hizo siempre una auténtica campaña contra los Whodunit,
las típicas historias detectivescas donde todo son preguntas y los
misterios se van destapando poco a poco. Hitchcock, al contrario,
mantenía únicamente un misterio o unas pocas preguntas sin responder,
los mínimos para que la historia funcionase, pero el resto de respuestas
se las entregaba al espectador de antemano. Los personajes del film, en
cambio, recibían la información única y exclusivamente en un momento
clave, cuando los espectadores ya habían procesado lo que estaba
sucediendo en pantalla.
Los objetos no son muy distintos de los actores: No
hablamos aquí del famoso desprecio de Hitchcock hacia los intérpretes,
como en aquella célebre ocasión en que le preguntaron «¿Es verdad que
usted ha dicho que los actores son ganado?» y él respondió
tranquilamente «No he dicho que sean ganado, sino que hay que tratarlos
como a ganado». Mucha gente ha tomado esta actitud como un signo de
soberbia, aunque lo cierto es que podía resultar igualmente tajante con
respecto a su propio trabajo como director. Pero más allá de este
cinismo tan típico de él («no hagas películas con niños, ni con perros,
ni con Charles Laughton») hay otro aspecto completamente distinto
en su relación con los actores, pero ya a nivel puramente técnico.
Hitchock no primaba a los actores por encima de los objetos. Objetos
inanimados e intérpretes humanos eran ambos material de idéntico valor
narrativo para la cámara. Esto hoy puede resultar menos sorprendente, ya
que otros muchos directores han tomado ese camino, pero durante el auge
de Hitchcock no resultaba tan común ese despego hacia el actor como
casi exclusivo hilo conductor de la acción.
La mujer ha de responder a un patrón determinado: Hitchcock, como Billy Wilder,
era frecuentemente acusado de misoginia, y como Wilder, lo negaba
tajantemente. Es posible que ninguno de los dos se considerase realmente
misógino en su vida personal —eran hombres felizmente casados y, al
menos por lo que sabemos, con sendas mujeres de fuerte personalidad—
pero como creadores hay algo que tienen en común: en sus películas los
principales papeles femeninos muy a menudo se prestan a una
interpretación bastante retorcida. Lo cual no significa que esa
interpretación sea necesariamente cierta, pero sí que ha llamado
suficientemente la atención como para que incluso en épocas pasadas,
donde el feminismo no era precisamente una corriente de pensamiento
dominante, se hablase bastante de ello. En el caso de Wilder, muchos
personajes femeninos eran tratados con un cinismo rayano en el abierto
desprecio, si bien es verdad que los personajes masculinos no salían
mucho mejor parados. Pero no pocas veces la balanza parecía inclinarse
en disfavor de las mujeres o así lo interpretaban los observadores. En
el caso de Hitchcock se percibía una mezcla de profunda fascinación con
una vena sádica que al parecer también mostraba en la vida real, al
menos en lo referente a su retorcido sentido del humor. Si en el cine de
Wilder muchas mujeres eran superficiales y volubles, en el de Hitchcock
solían ser extremadamente pasivas y vulnerables. Eso sí, estas
interpretaciones se hacen sobre el conjunto de toda su obra —porque como
en todo hay excepciones o matices— y lo cierto es que a menudo se han
exagerado ciertos rasgos o se ha pretendido psicoanalizar al director,
señalando su obsesión con las mujeres de cabello rubio y con un físico
refinado y elegante. O el que su cine contuviese altas dosis de
sexualidad —que no de sexo— transmitidas con maestría; solamente un
hombre muy fascinado por el atractivo sexual de la mujer podía conseguir
que la bellísima pero habitualmente gélida Grace Kelly tuviese
momentos de auténtica sensualidad calenturienta ante la cámara (y sin
necesidad de hacer nada particularmente provocativo), sensualidad que no
resaltaba prácticamente nunca bajo la batuta de otros directores. Según
Hitchcock, mujeres como las de sus películas —refinadas, altivas—
escondían su sexualidad bajo un velo de sofisticación, y él quería que
el espectador descubriese esa sexualidad durante la película y que no la
diese por hecho antes como sí sucedía con actrices con fama de ser más
«carnales». O, dicho en sus propias palabras, «quería mujeres con
aspecto de maniquí, auténticas damas, que se convierten en verdaderas
putas cuando ya están en la alcoba». Esta explotación de una fantasía
masculina bastante básica —conquistar la sexualidad oculta de una mujer
aparentemente inaccesible— hizo que muchos quisieran trazar paralelismos
entre las películas de Hitchcock y su propia sexualidad, aunque esto,
claro está, ya es terreno especulativo.