Derivas Situacionalistas | Por Liliana Chávez |
Guernica
Cuando me interné en el denso ambiente psicodélico, no estaba preparada para la revolución que ya se había iniciado. Había un inquietante clima de vaga paranoia, un trasfondo de rumores, fragmentos de conversación que anticipaban la futura revolución.
Me quedaba allí sentada, intentando entenderlo todo, con el aire cargado de humo de marihuana, lo cual puede explicar mis nebulosos recuerdos. Deambulaba por una tupida telaraña de conciencia cultural que no sabía que existía.
De pronto la gravedad me golpeó de tal modo que colocó mis pies nuevamente sobre el suelo. Mientras me disponía a salir del bar, intentando reordenar la maraña en mi cabeza, me encontré a mí misma 16 años después de pie en la misma posición sobre aquella esquina. Vinieron a mi mente aquellos recuerdos a los que hace tanto no aludía, los primeros de mi infancia, donde al fondo de la plaza se alzaba un edificio y aquel hombre fornido y de sonrisa ancha me llevaba de la mano por la Calle Mayor.
Recordé como me paseaba por su casa de arriba abajo mientras él dormía, yo chocaba contra las paredes como una paloma solitaria presa en los estrechos confines de una caja de Joseph Cornell. Ese hombre me había traído antes a los pies del Museo del Prado, acudíamos allí seguido, siempre con el mismo objetivo: El Guernica.
Relatándome cada vez la misma historia –Sabéis que Picasso no se encerró en su concha cuando bombardearon su querido País Vasco. Reaccionó creando una obra maestra en el Guernica para recordarnos las injusticias cometidas contra su pueblo- .
Me sentaba delante del Guernica y me pasaba horas pensando en el caballo caído y el ojo de la lámpara que brilla sobre los tristes escombros de guerra. Fue quizá la presencia de mi bisabuelo en mi vida la que en gran medida hizo surgir en mí el deseo por convertirme en artista.
Decidí entonces esperar a que abrieran el museo, me refugié en un café, soñando con los muertos y los siglos que llevaban desaparecidos.
Fue entonces cuando conocí a Marcel, quien nació en martes y fue un niño travieso cuya despreocupada juventud estuvo teñida de una exquisita fascinación por la belleza. Pasó delante mío en dirección a la caja, donde una camarera le esperaba. Le observé mientras caminaba, ágil, con las piernas un poco arqueadas. Me fijé en sus manos mientras se golpeteaba los muslos con los dedos. Nunca había visto a nadie como él. Se giró para verme y sonrió, al poco volvió con un café y una baguette en mano que la camarera le había regalado, me miró y replicó –Yo no utilizo mi belleza. La utilizan otras personas-, y se sentó en mi mesa.
Compartimos muchos cafés desde aquel entonces, mientras observábamos la marea de turistas, poetas y cantantes folk pasar delante de aquel café. Sobre servilletas y tinta azul me dedicaba unos versos que nos representaban como a la gitana y el loco donde uno creaba el silencio y el otro escuchaba el silencio con atención. En la ruidosa vorágine de nuestras vidas, aquellos papeles se invertían muchas veces…
En la época en la que le conocí, Marcel comenzaba a indagar en la fotografía. Fui su primera modelo. Se sentía cómodo conmigo y necesitaba tiempo para definir su técnica. Tenía una cámara Polaroid con la cual hacía un rápido movimiento de muñeca para tomar las fotografías. Lo mejor era el chasquido al sacar la fotografía y la expectación, sesenta segundos para ver cómo había quedado. La inmediatez del proceso se adecuaba a su carácter. Hicimos incontables fotografías, de las cuales me quedé sólo con una que considero de entre las peores, algo así como una mala copia muy al estilo de Carla Bruni, esa fotografía enmarca la composición de esa época tan densa, sublime y oscura, periodo que recuerdo siempre que paso sobre esa esquina, al pararme en la misma posición de antaño, Marcel, mi Guernica.
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La autora: Pensadora, fotógrafa, programadora y pintora empírica, a veces arquitecta.