Ciudadano cero
Por Alejandro Carrillo
"Era un individuo de esos que se callan por no hacer ruido,
perdedor asiduo de tantas batallas
que gana el olvido."
Joaquín Sabina
Andrés despertó cerca de las
cinco de la mañana, víctima de la tristeza. Una profunda náusea lo llevo al
retrete y de ahí a la ventana de la habitación. Sintió la primera brisa
mediterránea y el vértigo de saberse nueve pisos por encima de la Diagonal. Por
un momento sintió fortuna y contuvo el llanto.
Como cada martes, lo invadió
la pesadumbre del fracaso y la sensación de no pertenecer a ningún lugar. Durante
el café pensó en Ana, la última fuente de su voluntad y de su vida. Casi sin
querer, recordó su denso cabello, sus ojos grandes y su láctea piel; le vino a
la mente algún gesto burlón y por un momento creyó escuchar el susurro de su
voz hablándole por encima del hombro durante el desayuno. Una voz cuya tesitura
tuvo la bondad de calmar la sobrecarga emocional de un hombre delgado, incapaz
de controlar sus impulsos.
“Un día voy a hacer algo por
lo que todos recordarán mi nombre”, se dijo para sus adentros como otros tantos
martes, y bebió el último sorbo de café. Se metió a la regadera y canturreó la única tonada capaz de salvar el mundo conocido. Zapatos, pantalón, camisa. Se anudó
la corbata con cierto recelo frente al espejo y salió con el saco en una mano y
el equipaje en la otra. Entregó la llave de la habitación y abordó un taxi con
rumbo al aeropuerto. Su avión despegaba a las 9:55.
Durante el trayecto, sintió el
nervio común que antecede cualquier viaje y como tantas veces recordó las palabras
con las que su madre lo reprendió aquel día de hace veintitantos años; el día que
se sintió pájaro y aterrizó de emergencia en el jardín trasero y con la pierna
en tres pedazos: “Vuela todo lo que quieras, pero nunca llegarás a Neptuno”.
Se le hizo temprano y compró
el diario antes de abordar el vuelo 9525 que lo llevaría a casa. Leyó noticias hasta
donde su malograda vista se lo permitió. Sintió tensión y angustia, le sudaron
las manos, le temblaron las piernas. Fue al baño a vomitar hiel, se refrescó la
cara y con un buche de agua se pasó la olanzapina que tanto bien había traído a
su vida desde el abandono de Ana.
Pasó la angustia y subió al
avión a las 9:30. Saludó a la tripulación y le dio el primer reporte al capitán.
A las 10 en punto, como tantos martes, Andrés volaba al norte a bordo del
vuelo 9525 con destino a casa.
Ya más relajado, Andrés supo
atender las trivialidades y la jerga aeronáutica del capitán
durante veinte minutos. A las 10:27, el A-320 alcanzó los 38 mil
pies de altura y el capitán le pidió al copiloto preparar el aterrizaje, -vamos
a ver, ojalá- respondió Andrés. El capitán abandonó la cabina para ir a orinar.
A las 10:31 inició el declive.
Cuatro minutos le bastaron a
Andrés para convertir el tedio matinal en adrenalina, cuatro minutos para
ocupar el asiento del capitán, cuatro minutos para cerrar la puerta de la
cabina y activar el sistema de descenso, cuatro minutos para
recordar esas vacaciones invernales de la infancia, cuatro minutos para grabarse
la cara de Ana, cuatro minutos para ver
de cerca el paisaje alpino a setecientos kilómetros por hora y cuatro minutos
para caer diez mil metros en picada -cuatro minutos para hacer algo por lo que
todos recordarán su nombre-.
Lejos de esa cabina quedaron
los gritos de la tripulación y las súplicas del capitán pidiendo que “por el
amor de dios, abriera la maldita puerta”. Andrés no tuvo tiempo de escuchar los
alaridos de horror de ninguno de los setenta y tres alemanes, ni de los treinta
y cinco españoles, ni del holandés, ni de la británica, ni
de las dos mexicanas, ni del matrimonio argentino. Tampoco escuchó las llamadas de la torre de control ni las alertas de pérdida
de altitud.
Lejos quedaron la vista
nublada, los trastornos psicosomáticos y los antidepresivos; lejos quedó la
restricción del psiquiatra para volar, lejos la voz de Ana, lejos el insomnio,
lejos la náusea, lejos el vacío, lejos Neptuno, lejos la amargura, lejos las
nubes.
Son las 10:41 y Andrés con la
piel eriza frente a la ventanilla de la cabina, siente nuevamente la primera
brisa mediterránea y el vértigo de saberse nueve pisos por encima de dios. Siente
por un momento fortuna y no puede contener el llanto. Andrés frente al macizo
de Trois-Évêchés, canturreando la única tonada capaz de salvar el mundo conocido.